“He hallado en el
templo el libro de la ley”
2Reyes 22, 8.
2Reyes 22, 8-13;
23, 1-3; Salmo 117/118, 33-37. 40; Mateo 7, 15-20.
El libro encontrado en el templo es
el Deuteronomio en su primera redacción, o al menos su sección central
(Deuteronomio 12-28). Es probable que este código legal hubiera sido redactado
durante el reinado de Ezequías y que se extraviara en tiempos de Manasés y Amón
reyes perversos que tergiversaron el culto a Yahvé. Según nos narra este
segundo libro de los reyes, Manasés reinó cincuenta y cinco años en Jerusalén
mientras que su hijo Amón solamente dos años (2Reyes 21, 1. 19), así que el ‘libro
de la ley’ permaneció olvidado cincuenta y siete años, ¡toda una generación!,
la cual no conoció los preceptos del Señor pues la maldad salió del palacio
real y de los sacerdotes que por miedo o presión no cumplieron con su función
como Dios había indicado.
"Inclina mi corazón a tus preceptos", Salmo 117/118, 36. |
Por eso, es
maravilloso el papel que desempeñan el ministro de palacio (Safán), el sumo sacerdote
Jilquías y el propio rey Josías ante el ‘libro de la ley’ que encuentran en el
templo, (2Reyes 22, 8). No son indiferentes a la palabra de Dios, se dejan
interpelar por ella, encontrando luz para enderezar el camino del pueblo y
fuerzas para corregir los pasos de los extraviados; representado simbólicamente
en el hecho de que el rey se haya rasgado sus vestiduras cuando «oyó las
palabras del libro de la ley», v. 11. Josías emprende por así decirlo una
reforma en el culto y por consiguiente en el modo de vivir del pueblo de Judá,
por eso inmediatamente, quiere conocer cuál es la voluntad del Señor que ha de
seguirse y termina enviando una comitiva para que consultase a la profetisa
Juldá al respecto.
De lo que venimos
comentando podemos extraer grandes enseñanzas para que podamos emprender una
verdadera conversión pastoral en nuestras vidas. Por ejemplo, el hecho
significativo de que el ‘libro de la ley’ se haya encontrado en el templo. Cada
día, en la santa misa nos encontramos frente a la santa palabra de Dios
pronunciado por los lectores, se tiene pues garantizado un trato cotidiano con
ella, pero ¿nos dejamos interpelar? ¿la
palabra de Dios es acogida con la reverencia y el respeto que se merece? ¿soy indiferente
a ella a tal punto que no tiene nada nuevo que decirme?
Una vez que me he
encontrado con la palabra ¿soy como
Jilquías (sumo sacerdote) de llevar con alegría el anuncio de la palabra hacia
las realidades donde los hombres construyen el mundo (representados en las
figuras del secretario Safán y del propio rey Josías)? Porque una cosa
queda clara, cada fiel cristiano tiene la responsabilidad de anunciar la buena
noticia del Evangelio, como bien nos lo recuerda el apóstol: «predica la
palabra, insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende y exhorta, hazlo con
mucha paciencia y conforme a la enseñanza», 2Timoteo 4, 2.
Si hoy, el mundo
de la política está despaldas al pueblo y a Dios, es porque los fieles
cristianos los hemos dejado hacer y deshacer a su antojo, por eso, no hay más
que maldición, es decir, muerte representadas por la corrupción, las diversas
formas de violencia, de asesinatos u homicidios, de leyes inicuas y perversas,
etc. Porque nos hemos olvidado de la palabra de Dios el mundo sufre la tiranía
del malvado representado en los períodos monárquicos de Manasés y su hijo Amón,
como señalábamos anteriormente.
Hoy el cristiano
debe abandonar su miedo, debe continuamente invocar a Dios Espíritu Santo para
que se vea fortalecido e impulsado a desempeñar su papel de constructor de un
mundo mejor, porque como se nos dice en las Sagradas Escrituras: «porque Dios
no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de buen
juicio», 1, 7. Hoy más que nunca estamos llamados los cristianos a dar ‘fruto
para la vida del mundo’ es la única manera de hacer creíble el anuncio
evangélico. No es retrayéndonos como construiremos el reino de Dios, ‘la sal’
tiene que disolverse, formar parte con el todo, de ahí, que se insista tanto de
que hemos de convertirnos en una Iglesia en salida, que toque las periferias
humanas, aquellas fronteras donde el mal parece dominar. El mundo debe conocer
a los cristianos discípulos de Jesús por sus obras no sólo de palabras sino
también por medios de las acciones concretas de amor, por eso hemos escuchado
en el Evangelio que Jesús nos dice: «Así que por sus frutos los conocerán»,
Mateo 7, 20.
Te
doy gracias, Señor, hoy te he escuchado hablar y no quiero dejar pasar la
oportunidad de anunciar la alegría del evangelio a un mundo que vive sumergido
en la tristeza por tantas cosas negativas que experimenta en el cotidiano
vivir. Dame la gracia para hacerlo con creatividad, con amor, con verdadero
carisma e entusiasmo, para que contagie la vitalidad de tus palabras e infunda
en tu pueblos nuevas y grandiosas esperanzas. Amén.
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