domingo, 21 de febrero de 2016

“Él transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo”
Filipenses 3, 21.
Génesis 15, 5-12. 17-18; Salmo 26/27, 1. 7-9. 13-14; Filipenses 3, 17-4,1; Lucas 9, 28-36.
Hay un versículo de un Salmo que expresamente dice: «¡Dios mío, qué grandes eres! Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto», 103/104, 1-2. El Salmista entona un cántico de alabanza y reconoce que Dios creador lo domina todo, lo envuelve todo, nada escapa a su mirada y con el esplendor de su luz sostiene a sus creaturas.
Este Dios como explica el Apóstol Pablo en unas de sus cartas es «el único que posee la inmortalidad, el que habita en la luz inaccesible, que ningún hombre ha visto ni puede ver» y es precisamente este Dios quien merece el honor y tiene el poder por siempre, 1Timoteo 6, 16. Eso el Salmista lo sabe por eso canta gozo porque se siente inundado por esta luz de Dios.
En la carta a los Hebreos el escritor sagrado nos dice que el Hijo de Dios, es decir Jesucristo: «es el que purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento en el cielo a la derecha del trono de Dios», 1, 3. Estar a la derecha de Dios significa que Jesucristo está revestido de la misma luz, es decir, de la misma inmortalidad, del mismo poder, de la misma majestad. Por eso escuchamos en la segunda lectura decir a Pablo que Jesucristo: «transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo, en virtud del poder que tiene para someter a su dominio todas las cosas», Filipenses 3, 21.
Jesucristo dominó y venció a la muerte en la Cruz; la muerte es corrupción, es deterioro, es putrefacción originada dice san Pablo por el pecado, «porque el salario del pecado es la muerte; mientras el don de Dios, por Cristo Jesús Señor nuestro, es la vida eterna», Romanos 6, 23; y si Dios es belleza, majestad y la luz lo envuelve como un manto significa que en Jesús Dios Padre por el Espíritu Santo al concedernos por puro amor un cuerpo glorioso semejante al de su Hijo nos devuelve la belleza que el pecado había carcomido, la dignidad de hijos de Dios que habíamos perdido por la osadía de nuestros primeros padres y la luz que es la participación de su vida eterna.
Así, la transfiguración de Jesús el Señor, se convierte para el hombre de fe en el preludio de la gran esperanza cristiana: la Resurrección. Transfiguración que no se puede experimentar sin la total adhesión a Jesús el Señor, sin una constante e íntima relación con Dios, por eso el evangelio es muy claro cuando dice: «Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes», Lucas 9, 29. La oración aquí tiene la connotación de respuesta, de búsqueda continua y perseverante del rostro de Dios, pues está escrito: «Busquen mi rostro. El corazón me dice que te busque y buscándote estoy», Salmo 26/27, 8.
De ahí, que en la primera lectura se nos presenta un modelo de una vida creyente, de una vida que continuamente busca el rostro de Dios y que obedece y cree en la palabra del Señor: «Abram creyó lo que el Señor le decía y, por esa fe, el Señor lo tuvo por justo», Génesis 15, 6. Buscar el rostro de Dios a través de la oración tiene como finalidad enraizar la vida en Dios, es decir, el robustecer la fe en Dios para los días venideros que pueden ser días aciagos, tormentosos y  muy contradictorios, por eso dice la Escritura: «Si escondes tu rostro, se espantan; si les quitas el aliento, mueren y vuelven a ser polvo. Pero si envías tu aliento de vida, son creados, y así renuevas el aspecto de la tierra», Salmo 103/104, 29-30.
La oración, que no es otra cosa que buscar constantemente el rostro de Dios, de dar siempre con la vida una respuesta de fe a Dios, de estar a solas con él, para alabarlo, bendecirlo, glorificarlo, para pedirle incluso perdón y lo necesario para la vida. La oración se convierte así en una oportunidad para crecer en la amistad profunda con Dios y sobre todo como la oportunidad para mantenerse «fieles al Señor», Filipenses 4, 1 y evitar caer en la tentación de llevar una vida «como enemigos de la cruz de Cristo», 3, 18.
¿Quiénes son los enemigos de la cruz de Cristo? Aquellos que tienen miedo de donar su vida, su tiempo, sus bienes, su amor, su perdón. Aquellos que no quieren colaborar para que la justicia se restablezca, los indiferentes y resignados ante situaciones injustas, los que provocan división, la discordia, los que atenta contra la paz y la concordia por medio de la violencia, abusos, mentiras, extorciones, etc. Si el hombre orara más dejaría de llevar una vida de confort porque se vería impulsado a realizar obras en favor del prójimo.
Por último, dice san Pablo: «somos ciudadanos del cielo», 3, 20 es decir somos hijos de Dios por adopción, por eso nos convertimos en herederos de la vida eterna. Los hijos son quienes conviven y comparte con sus padres la mesa. Recuerda tú y yo hemos sido transfigurados, transformados en nuevas creaturas en nuestro Bautismo y por ello hemos obtenido el derecho de poder comer y beber el cuerpo y la sangre del Señor Jesucristo, pues Él ha dicho: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día», Juan 6, 54. La transfiguración del Señor es una realidad no es cosa imaginaria. Y ya ha iniciado en esta vida.