“Él transformará nuestro cuerpo
miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo”
Filipenses 3, 21.
Génesis 15, 5-12. 17-18; Salmo 26/27, 1. 7-9. 13-14; Filipenses 3,
17-4,1; Lucas 9, 28-36.
Hay un versículo de un Salmo que
expresamente dice: «¡Dios mío, qué grandes eres! Te vistes de belleza y
majestad, la luz te envuelve como un manto», 103/104, 1-2. El Salmista entona
un cántico de alabanza y reconoce que Dios creador lo domina todo, lo envuelve
todo, nada escapa a su mirada y con el esplendor de su luz sostiene a sus
creaturas.
Este Dios como
explica el Apóstol Pablo en unas de sus cartas es «el único que posee la
inmortalidad, el que habita en la luz inaccesible, que ningún hombre ha visto
ni puede ver» y es precisamente este Dios quien merece el honor y tiene el poder
por siempre, 1Timoteo 6, 16. Eso el Salmista lo sabe por eso canta gozo porque
se siente inundado por esta luz de Dios.
En la carta a los
Hebreos el escritor sagrado nos dice que el Hijo de Dios, es decir Jesucristo: «es
el que purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento en el cielo a la
derecha del trono de Dios», 1, 3. Estar a la derecha de Dios significa que
Jesucristo está revestido de la misma luz, es decir, de la misma inmortalidad,
del mismo poder, de la misma majestad. Por eso escuchamos en la segunda lectura
decir a Pablo que Jesucristo: «transformará nuestro cuerpo miserable en un
cuerpo glorioso, semejante al suyo, en virtud del poder que tiene para someter
a su dominio todas las cosas», Filipenses 3, 21.
Jesucristo dominó
y venció a la muerte en la Cruz; la muerte es corrupción, es deterioro, es
putrefacción originada dice san Pablo por el pecado, «porque el salario del
pecado es la muerte; mientras el don de Dios, por Cristo Jesús Señor nuestro,
es la vida eterna», Romanos 6, 23; y si Dios es belleza, majestad y la luz lo
envuelve como un manto significa que en Jesús Dios Padre por el Espíritu Santo al
concedernos por puro amor un cuerpo glorioso semejante al de su Hijo nos
devuelve la belleza que el pecado había carcomido, la dignidad de hijos de Dios
que habíamos perdido por la osadía de nuestros primeros padres y la luz que es
la participación de su vida eterna.
Así, la
transfiguración de Jesús el Señor, se convierte para el hombre de fe en el
preludio de la gran esperanza cristiana: la Resurrección. Transfiguración que
no se puede experimentar sin la total adhesión a Jesús el Señor, sin una
constante e íntima relación con Dios, por eso el evangelio es muy claro cuando
dice: «Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron
blancas y relampagueantes», Lucas 9, 29. La oración aquí tiene la connotación
de respuesta, de búsqueda continua y perseverante del rostro de Dios, pues está
escrito: «Busquen mi rostro. El corazón me dice que te busque y buscándote
estoy», Salmo 26/27, 8.
De ahí, que en la
primera lectura se nos presenta un modelo de una vida creyente, de una vida que
continuamente busca el rostro de Dios y que obedece y cree en la palabra del
Señor: «Abram creyó lo que el Señor le decía y, por esa fe, el Señor lo tuvo
por justo», Génesis 15, 6. Buscar el rostro de Dios a través de la oración
tiene como finalidad enraizar la vida en Dios, es decir, el robustecer la fe en
Dios para los días venideros que pueden ser días aciagos, tormentosos y muy contradictorios, por eso dice la
Escritura: «Si escondes tu rostro, se espantan; si les quitas el aliento,
mueren y vuelven a ser polvo. Pero si envías tu aliento de vida, son creados, y
así renuevas el aspecto de la tierra», Salmo 103/104, 29-30.
La oración, que no
es otra cosa que buscar constantemente el rostro de Dios, de dar siempre con la
vida una respuesta de fe a Dios, de estar a solas con él, para alabarlo,
bendecirlo, glorificarlo, para pedirle incluso perdón y lo necesario para la
vida. La oración se convierte así en una oportunidad para crecer en la amistad
profunda con Dios y sobre todo como la oportunidad para mantenerse «fieles al
Señor», Filipenses 4, 1 y evitar caer en la tentación de llevar una vida «como
enemigos de la cruz de Cristo», 3, 18.
¿Quiénes
son los enemigos de la cruz de Cristo? Aquellos que tienen
miedo de donar su vida, su tiempo, sus bienes, su amor, su perdón. Aquellos que
no quieren colaborar para que la justicia se restablezca, los indiferentes y
resignados ante situaciones injustas, los que provocan división, la discordia,
los que atenta contra la paz y la concordia por medio de la violencia, abusos,
mentiras, extorciones, etc. Si el hombre orara más dejaría de llevar una vida
de confort porque se vería impulsado a realizar obras en favor del prójimo.
Por último, dice
san Pablo: «somos ciudadanos del cielo», 3, 20 es decir somos hijos de Dios por
adopción, por eso nos convertimos en herederos de la vida eterna. Los hijos son
quienes conviven y comparte con sus padres la mesa. Recuerda tú y yo hemos sido
transfigurados, transformados en nuevas creaturas en nuestro Bautismo y por ello
hemos obtenido el derecho de poder comer y beber el cuerpo y la sangre del
Señor Jesucristo, pues Él ha dicho: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene
vida eterna y yo lo resucitaré en el último día», Juan 6, 54. La transfiguración
del Señor es una realidad no es cosa imaginaria. Y ya ha iniciado en esta vida.