sábado, 30 de julio de 2016

“Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”
Salmo (89) 90, 12.
Eclesiastés (Cohélet) 1, 2; 2, 21-23; Salmo (89) 90, 3-6. 12-14. 17; Colosenses 3, 1-5. 9-11; Lucas 12, 13-21.
Un hombre le dijo a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia», Lucas 12, 13. La avaricia y la codicia tiene a los hermanos divididos. La avaricia es una pasión desordenada porque imprime en el corazón de la persona el afán de poseer muchas riquezas por el solo placer de atesorarlas sin compartirlas con nadie. Mientras que la codicia es el deseo vehemente de poseer muchas cosas, especialmente riquezas o bienes.
"Eviten con gran cuidado toda clase de codicia", Lucas 12, 15.
Cuando la avaricia y la codicia encuentran su sede en el corazón del hombre la persona experimenta una especie de ‘bulimia del espíritu’, pues en el fondo existe un trastorno, una especie de locura que hace que la persona desee llenar el vacío existencial que experimenta con cosas materiales, a tal punto que ese desorden hace que se comporte “estúpidamente”, de ahí que le hayamos escuchado decir a Jesús al hombre que tenía su ‘futuro’ asegurado y quería simplemente disfrutar de sus bienes: «¡Torpe!». Algunas traducciones bíblicas en español inclusive señalan dicha actitud con las siguientes palabras: ¡Pobre loco! ¡Imprudente! ¡Tonto! Pero el término griego utilizado por Jesús es ἄφρν (á·frōn) y significa “irrazonable”.
Hay pues en la avaricia como en la codicia una actitud y un comportamiento totalmente fuera de lógica, de razón, de ahí, que el Salmista diga: «Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos», Salmo (89) 90, 12. La insensatez radica en el hecho de gastar tantas energías para conseguir bienes materiales que muy fácilmente se pierde de vista que existen también bienes espirituales por los cuales vale la pena consumir la propia existencia. Una de ellas la deja muy en claro el texto del evangelio que estamos meditando: la fraternidad. ¿Cuántos hermanos y familias destruidas o descuidadas por la avaricia y la codicia?
En este punto considero que es muy conveniente que recordemos el espíritu del Evangelio de Jesús nuestro Maestro y Señor: «Da a quien te pida, y a quien te quita lo tuyo no se lo reclames», Lucas 6, 30. Esta exigencia de Jesús para quien tiene apegado su espíritu a los bienes materiales resulta dura y fuera de sí, y le cuesta incluso reconocer su idolatría por eso san Pablo nos dice en la segunda lectura: «Den muerte, pues, a todo lo malo que hay en ustedes: la fornicación, la impureza, las pasiones desordenadas, los malos deseos y la avaricia, que es una forma de idolatría», Colosenses 3, 5. Y el único camino para dejar de ser egoístas y ensimismados, que son actitudes muy claras de avaricia, es el compartir, es decir, el reconocimiento de que devolvemos sin ningún otro interés adjunto lo que hemos recibido precedentemente.
Para quienes han comprendido la lógica del reino, saben de ante mano que todo cuanto poseen aun cuando se haya conseguido honestamente, con un trabajo arduo y una buena administración, no pasan por alto que continúan siendo más que administradores de la multiforme gracia de Dios, pues todo es de Dios: «Pues ¿quién te hace superior a los demás? ¿qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te enorgulleces como si no lo hubieras recibido?», 1Corintios 4, 7. Los que han entendido la lógica del reino de Dios no contraponen el principio universal de los bienes y el de la propiedad privada, sino que con creatividad la hacen complementarias la una de la otra.
La propiedad privada nace ciertamente del trabajo del hombre y tiene como finalidad asegurar el futuro de la descendencia. Y en este punto, el texto sagrado nos dice: «Hay quien se agota trabajando y pone en ello todo su talento, su ciencia y su habilidad, y tiene que dejárselo todo a otro que no lo trabajó», Eclesiastés 2, 21. Hay que disfrutar del fruto del trabajo sin despilfarrar, sin olvidarte de los pobres, acordándote incluso de que la vida da muchos reveses (Cfr. Génesis 41) y quizás seas tú el menesteroso el día de mañana. Hay que vivir de cara al mañana con la confianza no en las posesiones adquiridas sino en Dios pues está escrito: «No se inquieten por el día de mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán», Mateo 6, 34 pero eso no significa que no trabajemos con responsabilidad y dedicación pues también se dice: «Vete a ver a la hormiga, perezoso, observa sus costumbres y aprende. Aunque no tiene capataz ni jefe ni inspector, reúne su alimento en el verano, recoge su comida durante la cosecha. ¿Hasta cuándo dormirás, perezoso? ¿Cuándo te levantarás de tu sueño? Duermes un rato, dormitas otro rato, cruzas los brazos y a descansar. Y te llega la miseria del vagabundo y la pobreza del mendigo», Proverbios 6, 6-11.



sábado, 9 de julio de 2016

“Has contestado bien; si haces eso, vivirás. Anda y haz tú lo mismo”
Lucas 10, 28. 37.
Deuteronomio 30, 10-14; Salmo 68/69, 14. 30-31. 33-34. 36-37; Colosenses 1, 15-20; Lucas 10, 25-37.
Único es el camino que conduce a la vida eterna: el amor. Y el amor tiene rostro concreto: Dios y el prójimo. Y en Jesús Dios se hace cercano, se hace próximo a la humanidad, se hace prójimo, como nos enseña muy bien san Pablo en su carta a la Iglesia de Colosas: «Cristo es la imagen de Dios invisible», Colosenses 1, 15. Y así nos lo enseña el propio Jesús cuando le dice a Felipe: «el que me ve a mí, ve al Padre», Juan 14, 9. ¿Queremos ver a Dios? Dirijamos la mirada hacia los evangelios, y ahí, nos encontraremos con Jesús.
¡Amar como Jesús amó, soñar como Jesús soñó!
Pero existe otro pasaje bíblico donde Jesús nos enseña otro modo de encontrarnos con él y por tanto con el Padre: «les aseguro que cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron», Mateo 25, 40. ¿Queremos ver a Jesús? Dirijamos no sólo la mirada sino acerquémonos con respeto, con tolerancia, con solidaridad, con amor a los hombres y mujeres de hoy.
Así que todos estamos llamados a entrar en la lógica del ‘misterio de la Encarnación’ para que la expresión de nuestro amor a Dios sea cosa creíble, esta misma idea la encontramos en una de las cartas del discípulo amado: «hijos míos, no amemos solamente de palabra, sino con hechos y de verdad», 1Juan 3, 18. El amor se percibe, se toca, se huele, se sabe y se siente. El amor no es simplemente un “hormigueo” en el cerebro o un “vacío” en el estómago, el amor te “duele” porque tiene “entrañas” de misericordia: «Pero un samaritano que iba de viaje, al llegar junto a él y verlo, sintió lástima. Se acercó y le vendó las heridas después de habérselas limpiado con aceite y vino; luego lo montó en su cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, se sacó unas monedas y se las dio al encargado, diciendo: cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a mi regreso», Lucas 10, 33-35.
Hay un dicho muy popular entre nosotros que expresamente dice ‘de la vista nace el amor’ pero hoy nos damos cuenta que no basta mirar, hay que acercarse, hay que ‘meterse en camisas de once varas’ para que podamos ‘sentir’ y ‘experimentar’ el dolor de primera mano. Hoy Jesús nos enseña llevar el discurso del amor a algo concreto. No es suficiente hacer un compromiso con la vista y con la inteligencia es más que fundamental dejarse implicar en el plano existencial. La profunda necesidad de pasar de la teoría a la praxis.
«Has contestado bien; si haces eso vivirás», v. 28. No se trata solamente de decir ‘te amo’ hay que aventurarse ‘hacer’ el amor. Y el amor es mucho más que pura genitalidad. «Anda y haz tú lo mismo», v. 37 es una orden perentoria del que no tan fácilmente podemos sustraernos sin pagar caro las consecuencias.
Jesús nos pide que nos acerquemos, nos hagamos prójimos, pero con una actitud no para sondear, criticar, juzgar, condenar, expulsar o marginar o poner a prueba al que sufre en su cuerpo y su espíritu. No imitemos al doctor de la ley. Imitemos la actitud y las obras del Samaritano. Hagamos puente, tendamos lazos de unidad y comunión, de solidaridad, de colaboración y cooperación, vínculos de participación y de amistad. No esperemos escuchar ‘el grito de socorro’ adelantémonos al necesitado pues el amor de Cristo por la humanidad nos apremia ya que en él Dios Padre: «quiso reconciliar consigo todas las cosas, del cielo y de la tierra, y darles la paz por medio de su sangre, derramada en la cruz», Colosenses 1, 20. Hagámonos imitadores de Cristo que, en Él, se manifiesta plenamente el amor de Dios por la humanidad.

Dame Señor entrañas de misericordia, para alimentar al que tiene hambre, dar de beber al que está sediento, cuidar al enfermo, visitar al encarcelado, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, en fin, para socorrer al prójimo sin ningún otro interés que su bienestar y salvación. Amén.