«Un
río alegra la ciudad de Dios»
Salmo
45/46, 5.
Ezequiel
47, 1-2. 8-9. 12; Salmo 45/46, 2-3. 5-6. 8-9; 1Corintios 3, 9-11. 16-17; Juan
2, 13-22.
Un
río alegra la ciudad de Dios nos dice el Salmista,
es un río que tiene su origen en el mismo templo de Dios, así lo afirma el
profeta Ezequiel: «los riegan las aguas que manan del santuario», 47, 12. Y el
agua de este río no sólo «corría por el lado derecho», v. 2., del templo sino
que descendía hacia el altar, Cfr. v. 1. Y san Juan en su Evangelio nos da
testimonio que una vez muerto Jesús en la cruz no le rompieron las piernas «sino
que un soldado le abrió el costado con una lanza. En seguida brotó sangre y
agua», 19, 34. Ahora bien, el relato que san Juan nos refiere viene a
significar ese río que alegra la ciudad
de Dios que ve proféticamente Ezequiel y que nosotros hemos escuchado en la
primera lectura. Este río es la multiforme gracia de Dios que a cada cristiano
se le otorga gratuitamente y por infinita misericordia en los sacramentos que
la Iglesia-Madre confiere a todos sus hijos que se abren con un corazón sincero
y aceptan a Jesucristo como Único Dios Salvador.
Este
río que es la gracia de Dios tiene la fuerza, la vitalidad de la propia fuente,
pues así como Jesucristo reconstruyó su propio templo, es decir, su cuerpo
cuando resucitó, de la misma manera la gracia de Dios otorga sanidad, genera
vida, produce fecundidad, es alimento y medicina para el alma, para todo el
hombre, Cfr. Ezequiel 47, 9. 12. Esta es la verdadera purificación y la auténtica
construcción que el Señor Dios por medio de su Hijo Amado, nuestro Señor
Jesucristo realiza en cada corazón humano.
Gracias
a la sangre santificadora de Jesús, que es el río de la gracia, cada hombre se
convierte en templo vivo donde el Espíritu de Dios habita, Cfr. 1Corintios 3,
16. En la «casa que Dios edifica», v. 9c. Esta construcción no es sólo material
sino también espiritual pues el hombre es cuerpo y es también espíritu. Así que
no podemos olvidar que cada hombre, cada mujer pertenece a la gran familia de
Dios que ha sido redimida por la preciosa sangre de Jesucristo. Redención que
se actualiza cada vez que el hombre deja pasar por su vida el río de la gracia
que se le concede en cada sacramento que recibe.
Si
el hombre, la mujer es el edificio vivo que Dios construye para sí, ahora
entendemos el ¿por qué? no es
conveniente profanar este recinto sagrado, por eso Jesús le dice a los que vendían
palomas: «quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre»,
Juan 2, 16. La «casa que Dios edifica», 1Corintios 3, 9c está destinada al
culto, es decir, a la adoración del Dios vivo, a la alabanza y acción de
gracias por todas «las cosas sorprendentes que ha hecho el Señor sobre la
tierra», Salmo 45/46, 9.
La
«casa que Dios edifica», 1Corintios 3, 9c no está destinada para convertirse en
un lugar de compra-venta, es decir, en un mercado, en un espacio para los
negocios, donde todo tiene un precio y se puede adquirir si tienes el “modo”,
no es tampoco un tiempo que se dedica para lucrar. ¿Cuándo profano o convierto en un mercado la casa del Padre? Cuando
creo que puedo comprar y vender el favor de Dios, cuando pisoteamos la dignidad
de la persona humana, cuando egoístamente buscamos a como dé lugar nuestro
propio interés y nos olvidamos de los derechos del prójimo: a la vida, a una
casa digna, a un trabajo estable, a la salud, a la educación, a la libre
expresión, a la libertad religiosa, etc.
La
«casa que Dios edifica», 1Corintios 3, 9c es el lugar idóneo para el culto
agradable a Dios, ¿cómo debe ser el culto
público (liturgia) que debemos ofrecer a Dios? Jesús enseña a la Samaritana
que «los que dan culto auténtico adorarán al Padre en espíritu y en verdad»
Juan 4, 23, es decir, con Espíritu Santo y con Jesús pues éste ha dicho: «Yo soy
el Camino, la Verdad y la Vida: nadie va al Padre sino es por mí», 14, 6.
Así
que nuestro verdadero culto está en aceptar y confesar que Jesús de Nazareth es
el nuevo templo de Dios, es la tienda de reunión, el lugar del encuentro entre
Dios y el hombre. En Jesús de Nazareth, Dios y el hombre son Uno, porque este
Jesús de Nazareth, el hijo de María, el carpintero es verdadero Hombre y verdadero
Dios. Sin pasar por alto, que Dios nuestro Padre es el Dios invisible, el que
no puede ser contenido en recintos de piedra o de madera, por eso, se hizo un
templo propio: Jesús. Y es en Jesús como cada uno de nosotros podemos ver al
Dios invisible, pues está escrito en Colosenses 1, 15: «Él es imagen del Dios
invisible». Y en otra parte de la Escritura el mismo Jesús afirma a Felipe: «Quien
me ha visto a mí ha visto al Padre», Juan 14, 9.
Hasta
ahora hemos dicho que la «casa que Dios edifica», 1Corintios 3, 9c es todo
hombre, y la casa perfecta, el templo perfecto que Dios se ha construido es Jesús
de Nazareth. Entonces nos preguntamos: ¿por
qué continuamos reuniéndonos en templos de piedras? Porque es precisamente
en dicha reunión donde el verdadero templo de Dios se hace visible. En dicha
reunión se encuentran en asamblea todos los que creemos, amamos y adoramos a
Jesús llamado Cristo. Y reunidos en asamblea no sólo formamos el pueblo de Dios
sino la propia Iglesia (εκκλησία), que es al mismo tiempo cuerpo místico de
Cristo, por donde el río de la gracia fluye sin cesar para santificarla y pueda
simbolizar así la Esposa de Cristo, Madre de los discípulos de Jesucristo, la
Casa del Padre, es decir, la Jerusalén del Cielo.
Con
lo anterior queda pues de manifiesto que nos une por tanto una misma fe y un
mismo amor en la asamblea (εκκλησία). Por eso, la caridad, el amor será siempre
el testimonio más bello y elocuente que el cristiano posea para manifestarle al
mundo que el Dios de Jesucristo continúa vivo y en medio de su pueblo, obrando
con poder y gran misericordia.