lunes, 24 de marzo de 2014

“Si escuchas hoy su voz: No endurezcan tu corazón”
Cfr. Salmo (94), 8.
Éxodo 17, 3-7; Salmo (94), 1-2. 6-9; Romanos 5, 1-2. 5-8; Juan 4, 5-42.
El domingo pasado celebrábamos la Transfiguración del Señor en el monte Tabor. Allí el Padre Celestial nos presentó a su Hijo Amado y nos pidió que le escucháramos. Hoy, tercer domingo del tiempo cuaresmal, te repito parafraseando el Salmo responsorial: Si escuchas hoy su voz: No endurezcan tu corazón, Cfr. Salmo (94), 8. Y la voz de Jesús de Nazaret ha retumbado en este templo, como voz de trompeta, como voz de Profeta, se lo dice a la Samaritana del evangelio junto al pozo de Jacob, Cfr. Juan 4, 6, te lo dice a ti que has venido a este “pozo” a beber su Palabra, que te has acercado al banquete eucarístico para saciar tu hambre y tu sed. Me lo dice a mí pastor de su pueblo para que escuchando su voz lleve a su rebaño hacia Él. Nos lo dice a todos nosotros sus hermanos, la gran familia de su Padre de Dios, su pueblo predilecto: «Dame de beber», Juan 4, 7.
Pero el Señor no quiere agua en el sentido literal de la palabra, porque ante la negativa de la mujer: «¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy Samaritana?», v. 9. Jesús responde: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva», v. 10.
Si conocieras el don de Dios como dándonos a entender que hay algo más grande, de mucho y sumo valor, que hace incluso palidecer al agua natural tan necesaria en la vida ordinaria del hombre. Ustedes saben el agua es un bien material que no podemos darnos el lujo de desperdiciarla sin que por ello paguemos las consecuencias de nuestra osadía: su escasez. ¡Cuántos hombres y mujeres alzan su voz cuando este vital líquido les hace falta! Pero con todo esto Jesús nos dice Si conocieras el don de Dios indicando así que este bien material pasa a un segundo plano, porque cada hombre, cada mujer tiene un cuerpo y tiene un espíritu. El cuerpo queda saciado con el agua natural, pero el espíritu no. Al cuerpo puedes darle todo aquello que se le antoje pero no por ello sacias el espíritu. Ciertamente, dice el refrán: barriga llena corazón contento. Si el cuerpo está bien lo estará también el espíritu. Pero la experiencia es sabia y nos enseña que no siempre es así. El espíritu reclama aquello que este mundo material no puede colmar.
¿Cuál es ese don de Dios del que habla Jesús? Se refiere a su misma Persona, Jesús es Don del Padre a la humanidad tan hambrienta y sedienta de amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, Cfr. Gálatas 6, 22, de perdón, Cfr. 1Corintios 13, 5, de felicidad, de realizaciones nuevas cada mañana. En Jesús de Nazaret, Dios Padre: «sostiene a los que caen, y levanta a los que se doblan…Satisface los deseos de sus fieles, escucha sus clamores y los salva», Salmo (144), 14. 18. Por tanto, quien escucha a Jesús de Nazaret escucha al Padre que lo envió, Cfr. Juan 14, 24. Quien cree en Jesús cree en Dios Padre, quien ama Jesús ama al Padre, quien acepta al Hijo acepta al Padre. También, hermanos míos, el don al que se refiere Jesús es al Espíritu Santo, don que no puede recibirse sino se acepta a Jesús como Dios y Señor Salvador porque este Espíritu de Dios procede del Padre y del Hijo como confesamos al recitar el Credo.
«Si conocieras…quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva», v. 10. Te pide de beber Dios mismo. Cosa antes nunca visto, que un Dios se vuelva mendigo del amor del hombre. La samaritana figura de todo un pueblo extranjero, figura de la Iglesia venida de la gentilidad, es figura del hombre y de la mujer de hoy que buscan incansablemente la verdad, la justicia, lo bueno, lo bello, lo recto. Figura de los hombres de este tiempo que buscan a Dios por caminos equivocados. La samaritana y los cinco hombres de su vida, ninguno marido suyo, Cfr. Juan 4, 16-18 nos dicen de la insaciabilidad del corazón del hombre. Un corazón que no se conforma con poco, un corazón que no reclama ya bienes materiales sino lo eterno. Un corazón que evoca elocuentemente su origen: lo divino. Aquí Jesús de Nazaret se presenta como el verdadero marido, el auténtico Esposo.
«Entonces la mujer dejó su cántaro, se fue al pueblo y comenzó a decir a la gente: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será éste el Mesías?” Salieron del pueblo y se pusieron en camino dónde él estaba», v. 28-30. Dejó su cántaro, es decir, su sed quedó saciada. Y esa alegría que le inunda el corazón es inmensa que es ya un torrente impetuoso que no puede contener y termina por derramarla. La comunica, se hace discípula de Jesús y se convierte en apóstol.
Nuestro país, nuestras ciudades, nuestras colonias, nuestras familias tienen sed, como el pueblo de Israel en el desierto. Pero «mientras no haya conversión de los corazones, aunque cambien los partidos en el poder, [se abandonen a los hijos e hijas, se cambie al esposo, esposa por otro u otra], se implemente nuevas leyes o se incrementen más operativos policíacos y militares, seguirán imperando la injusticia y la mentira, la violencia y el egoísmo, los asaltos y asesinatos, el narcotráfico y, en una palabra, lo que llamamos cultura de la muerte. Sólo Cristo puede cambiar los corazones, para que juntos construyamos la nueva sociedad que anhelamos. Por eso, no nos cansaremos de repetir: mientras gobernantes, legisladores, líderes sociales, dirigentes empresariales, educadores, dueños de medios informativos y ciudadanos en general no se acerquen a Cristo, que es fuente de vida eterna, nada va a cambiar en forma estable y profunda…Sin Cristo, nadie es capaz de ceder en sus propias posturas, en aras del bien social. Sin Cristo, nadie acepta sus errores y sólo culpa a los otros de los males sociales…Sólo Cristo puede saciar nuestra sed de un mundo mejor. Sólo Él puede ayudar a los esposos a permanecer unidos y fieles, a perdonarse y soportar los problemas, para no desintegrar su familia», Mons. Felipe Arizmendi

domingo, 16 de marzo de 2014

“Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”
Mateo 17, 5.
Génesis 12, 1-4; Salmo (32), 4-5. 18-21; 2Timoteo 1, 8-10; Mateo 17, 1-9.
«Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo», Mateo 17, 5 dice  Dios a Pedro, a Santiago y a Juan en el monte Tabor, Cfr. v. 1. Se los dice en un clima de intimidad pues ellos han estado con Jesús «a solas». Dios se revela como Padre y presenta a Jesús de Nazaret como Hijo suyo, Hijo Amado. Jesús de Nazaret es el Hijo por excelencia, es el Hijo que colma el amor de Dios, es el Hijo que realiza en su vida la voluntad de Dios Padre, pues en Él están puestas sus «complacencias».
Por tanto, Dios Padre se hace presente en Jesús de Nazaret, en Jesús de Nazaret Dios Padre ha puesto su morada, su Sekina. La Sekina (presencia) de Dios Padre no es imaginaria sino real, Dios existe y se le ve cuando «a solas» estamos con Jesús, pues Jesús mismo ha dicho: «quien me ha visto a mí ha visto al Padre», Juan 14, 9. Porque como está escrito: Jesús de Nazaret es el «reflejo su gloria, la imagen misma de lo que Dios es», Hebreos 1, 3. El texto indica que Dios Padre habla desde «una nube luminosa», Mateo 17, 5. Como cuando habló al pueblo de Israel en el monte Sinaí y les entregó los diez mandamientos, Dios le dijo a Moisés: «Voy a cercarme a ti en una nube espesa, para que el pueblo pueda escuchar lo que hablo contigo y te crea en adelante…Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonar de la trompeta y la montaña humeante. Y el pueblo estaba aterrorizado, y se mantenía a distancia. Y dijeron a Moisés: -Háblanos tú y te escucharemos; que no nos hable Dios, que moriremos. Moisés respondió: -No teman», Éxodo 19, 9; 20, 18-20.
El nuevo pueblo de Israel representado en las columnas de la Iglesia: Pedro, Santiago y Juan escuchan la voz del Padre, «cayeron rostro en tierra, llenos de gran temor. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: “Levántense y no teman», Mateo 17, 6-7. Los discípulos de Jesús no están como antaño el pueblo de Israel a las faldas del monte, ellos están en la cumbre del monte elevado, circundados por la Sekina (presencia) del Padre. La Sekina (presencia) de Dios no es signo de muerte sino de Salvación y vida en plenitud, no de temor sino de confianza. Dios se acerca al hombre le ofrece su amistad, su compañía, su amor. Jesús es el nuevo Moisés, es el Mesías, el Ungido de Dios, el Salvador ya no de un pueblo sino de toda la humanidad, en Él la ley tiene su plenitud, Él es el nuevo legislador por eso señala el texto que está conversando con Moisés, Cfr. v. 3.
También aparece Elías, profeta que había caminado «cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Allí se metió en una cueva», 1Reyes 19, 8-9. Y Dios le habló desde una suave brisa, Cfr. v. 12. La misión de Elías como la de cualquier otro profeta es dar a conocer la voluntad de Dios, es ser embajador de Dios, no habla por hablar sino que comunica y hace todo lo que Dios le indica y cuando la profecía se cumple el profeta queda acreditado como tal delante de los hombres. Si el texto señala que Jesús conversa también con Elías lo hace para indicar que Jesús es el Profeta por excelencia, Él es la Palabra Eterna del Padre. Todo lo que el Padre ha dicho y comunicado lo ha realizado en Jesús de Nazaret por eso dice: «escúchenlo», Mateo 17, 5 porque quien escucha a Jesús le escucha a Él, pues está escrito: «las palabras que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió», Juan 14, 24.
Descubrimos entonces que nuestro Dios es un Dios cercano, que se comunica, es el Ser de la relación, es una Persona y continuamente a lo largo de la historia de nuestra Salvación se ha venido revelando y como explica el libro de los Hebreos: «En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo», Hebreos 1, 1-2.
Es en la intimidad con Jesús, en un monte elevado, en las alturas, junto a las nubes donde Jesús revela su gloria, su divinidad. Ninguno puede contemplar la divinidad de Jesús si antes no se encuentra con Él en su humanidad. Ninguno puede contemplar la divinidad de Jesús si no es tomado por Jesús y llevado a la cumbre de la contemplación. Subir un monte elevado, requiere tiempo, esfuerzo, dedicación, constancia, perseverancia, es abandonar lo terreno, lo superfluo, las preocupaciones del mundo y adentrarse en el misterio de lo divino, sin estos presupuestos no hay transfiguración, renovación interior, transformación, renacimiento. Eso es lo que significa la escalada cuaresmal que estamos viviendo.
«En el camino hacia Jerusalén, Jesús escoge a aquellos tres discípulos y les permite entrever y gozar por unos momentos la gloria de Dios, esa sensación de estar ante alguien que desdramatiza tus dramas, y con su sola presencia pone paz, una extraña pero verdadera paz en medio de todos los contrastes, dudas, cansancios y dificultades con los que la vida nos convida con demasiada frecuencia…Nuestra condición de cristianos no nos exime de ningún dolor, no nos evita ninguna fatiga, no nos desgrava ante ningún impuesto. Hemos de redescubrir siempre, y la cuaresma es un tiempo propicio, que ser cristiano es seguir a Jesús, en el Tabor o en el Calvario; cuando todos le buscan para oír su voz y como cuando le buscan para a callársela; cuando todos le aclaman ¡hosannas!, como cuando le gritan ¡crucifixión! En el Evangelio de este domingo volvemos a escuchar también nosotros: no tengan miedo...levántense, bajen de la montaña y emprendan el camino», Mons. Jesús Sanz Montes, Ofm.
Porque el triunfo en la vida requiere de sacrificio, trabajo arduo, privaciones de muchas cosas y de abstenciones aunque sean legítimas. Si el triunfo deseas que sea grande, consistente y no efímero hay que hacer renuncias profundas. No hay resurrección sin muerte no hay triunfos sin sacrificios, eso es lo que significa la metamorfosis que Santiago, Pedro y Juan vieron en el Tabor. El hombre ve a un Jesús derrotado pero Dios le manifiesta al mundo que eso no es así, las heridas de Jesús dejan escapar los rayos de su gloria. Dios está transformando el mundo sin que éste quiera reconocerlo pidamosle que abra nuestros ojos.

martes, 11 de marzo de 2014

“Ustedes oren así: ¡Padre nuestro que estás en el Cielo! Santificado sea tu nombre”
Mateo 6, 9.
Isaías 55, 10-11; Salmo 33/34, 4-7. 16-19; Mateo 6, 7-15.
La oración es un diálogo amistoso, y es en este diálogo de amor, de afecto entrañable como dices Jesús que tu Padre es también mío y de todos. Y es precisamente en esta enseñanza donde el misterio se ve des-velado, donde encuentro mi ser de hijo, hijo en el Hijo, hijo por amor en el Amor. Aquí también se evoca el origen de todo, pues no salí, no salimos espontáneamente, no somos efecto de la mera evolución de las cosas. Existe en mí y en todos una connotación específica: tengo un Padre que es Dios y Señor de todo cuanto existe. No somos huérfanos. No estamos solos. Nos ha creado la misma divinidad, la mismísima Trinidad. Por amor hemos sido acogidos en el seno del Padre.
Si tu Jesús me pides que vea a tu Padre como mi Padre, a tu Dios como mi Dios es porque revelas que sólo en esa relación mi existencia adquiere sustancialidad y sentido. Es en ese encuentro amoroso, en esa relación dichosa o bienaventurada donde podemos llegar a ser lo que estamos llamados a ser, pues tenemos impresa una vocación divina.
Tu nombre es santo. Eres tú quien santifica. ¿Cómo puedo entender esta petición de santificado sea tu nombre sino que en mi vida, que soy imagen tuya, tu nombre sea alabado y bendecido? ¿Necesitarás Tú de mi alabanza y adoración? Si lo necesitaras no fueras Dios. Entonces, descubro que en la alabanza y adoración que brota de mi corazón lleno de gratitud hacia Ti simplemente soy. Alabar y santificar tu nombre es al mismo tiempo descubrirme persona, pues en esta relación amistosa mi condición de creatura se manifiesta mucho mejor.
Señor, ayúdame a tener plena conciencia de que eres mi Padre. Pero como no puedo amar a quien no veo sino amo a quien debo porque lo veo. Ayúdame amar a mis padres como debería hacerlo, con tal de que en esa bella relación, obtenga la experiencia necesaria para tratarte a Ti con mejor afecto, con profundo respeto y veneración, con mucho amor y adoración.

lunes, 10 de marzo de 2014

Sean perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el cielo”
Mateo 5, 48.
Levítico 19, 1-2. 11-18; Salmo 18/19, 8-10. 15; Mateo 25, 31-46.
Estamos llamados continuamente a ser perfectos por Aquel que es en sí mismo Perfecto. La perfección humana está ligada a nuestra naturaleza, y es allí, en la naturalidad humana donde hemos de manifestar la “semilla” de incorruptibilidad, pues es en el devenir de la vida donde está la posibilidad de desplegar, desarrollar o ir desenvolviendo el pergamino de la perfección. Pero necesitamos un Big Bang que nos impulse o nos permita por su fuerza explosiva alcanzar tal perfección.
La perfección está estrechamente vinculada a la santidad, y la una no se entiende sin la otra, son dos términos correlativos, pues quien ha llamado a la perfección es el mismo quien llama también a la santidad, pues dice: «Sean santos, porque yo, el Señor, su Dios, soy santo», Levítico 19, 2. De esta manera, podemos afirmar sin titubeos que quien alcanza la santidad posee ya un grado de perfección en su ser. Esto me da pie para pensar que la santidad como la perfección están dentro de la estructura del Ser, no es algo añadido, porque si fuera algo accidental daría lo mismo tenerla o no. Pero si forma parte del ser personal de cada sujeto entonces está en plena correspondencia con el crecimiento humano e involucra todos sus aspectos: biológico, psíquico, moral, espiritual y social. Además que se han colocado como condiciones o premisas fundamentales para ver a Dios –la santidad– y para la Salvación –la perfección. Ahora bien, si es Dios quien pide y exige la santidad y la perfección es porque de antemano sabe que la poseemos.
Por otra parte, el hombre necesita accionar su Big Bang, esta fuerza centrifuga –la que aleja del centro– y centrípeta –la que atrae, impele y dirige hacia el centro– para que pueda salir de sí mismo y se encamine al encuentro del otro. Nuestro Big Bang es el Amor de Dios que se ha manifestado en Jesús de Nazaret. Es Jesús quien nos ha revelado lo que somos –fuerza centrípeta–y lo que estamos llamados a ser –fuerza centrifuga.
Estamos pues llamados a configurarnos continuamente a Jesús el Hijo de Dios. Y su santidad exige del hombre actitudes limpias, transparentes, sinceras, honestas. Exige desechar y arrancar de raíz todos los afectos desordenados. Y es en este proceso donde quizás la desesperación invade al creyente porque parece que no hace valer en él los frutos de la muerte y resurrección de Cristo Jesús. Pero no hemos de olvidar que en el proceso espiritual se trata de dejar hacer a Dios lo que Él quiera, es decir, permitir que sea Dios quien lleve acabo la purificación del templo como antaño hizo con el templo de Jerusalén, pues en el dejar hacer estamos colaborando y estamos haciendo. Es dejarlo actuar en entera libertad y sin resistencia alguna, puesto que Él es el auténtico Maestro interior, por lo tanto, por eso es muy conveniente que se rinda uno a su amor, «porque al que ama lo reprende el Señor, como un padre al hijo querido», Proverbios 3, 12 y Él mismo dice: «A los que amo yo los reprendo y corrijo. Sé fervoroso y arrepiéntete», Apocalipsis 3, 19. Aquí está la clave: que no disminuya el fervor, es decir, el esfuerzo, la dedicación, la búsqueda continua de su Rostro y el arrepentimiento, es decir, el reconocimiento continúo de la necesidad de su gracia para mantenernos en pie de lucha a pesar de nuestras debilidades y fragilidades.

Por eso son importantes para la santidad y la perfección del creyente una vida de participación en los sacramentos, especialmente el de la Reconciliación y el de la Sagrada Eucaristía. Porque en la Eucaristía descubriremos que la perfección es el Amor, y sólo allí, uno puede crecer y madurar espiritualmente en el perdón, en la misericordia, en la paciencia, en la donación y entrega sin reserva, en la generosidad, en la limosna, en la solidaridad, en el respeto, en hospitalidad, en el compartir, etc., pues todas ellas son expresiones del auténtico amor de Dios por el hombre y estas expresiones el creyente está llamado a concretizarlas en sus relaciones interpersonales. Entonces, descubrimos que el sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía ayudarán no sólo a recuperar la conciencia de ¿quién soy? sino que también permitirán el crecimiento humano, es decir, lo que debo llegar a ser. Por lo tanto, una vida sin Dios debe quedar en el pasado.

domingo, 9 de marzo de 2014

“La cuaresma, el éxodo de nuestra liberación”
Cugj.CaliϮ.
Génesis 2, 7-9; 3, 1-7; Salmo 50/51, 3-6. 12-14. 17; Romanos 5, 12-19; Mateo 4, 1-11.
En las aguas del Jordán la voz del Padre Celestial acaba de afirmar que Jesús es su Hijo amado en quien se complace, Cfr. Mateo 3, 17. Y estas pruebas o tentaciones que Jesús experimenta en el desierto vendrán a manifestar lo que la Voz Celestial había dicho.
«El Espíritu condujo a Jesús al desierto», Mateo 4, 1. La cuaresma es un tiempo de gracia que Dios nos concede vivir, es un momento privilegiado que nace de su misericordia, sólo Él puede suscitar en el corazón del hombre el deseo de recorrer el camino interior que va de una vida sumergida en situación de pecado hasta alcanzar una vida permeada, vivificada, nutrida por la gracia divina.
Todos somos pecadores y estamos llamados a entrar en este proceso de conversión. No hay  justificación alguna que sustente una vida sin pecado si no es por orden divina. Y lo digo: ¡Somos pecadores! Y aunque muchas veces nos empeñamos en callar la conciencia eso no deja de ser real, porque el espíritu que vive en nosotros no se cansa de gemir por nuestra liberación, por alcanzar el descanso y la paz de la conciencia. Pero sería muy pobre de nuestra parte si buscáramos sólo el descanso y la paz de la conciencia, porque el camino que se emprende en el proceso de conversión tiene como cometido la amistad perdida, el deseo unitivo con la persona amada, de lo contrario el camino no tendría sentido recorrerlo.
«Para que el diablo lo pusiera a prueba», v. 1. La tentación de Jesús fue posible sólo por el hecho de que asumió nuestra naturaleza humana. Pero dicha tentación es para nosotros una lección ante el poder del Maligno: ¡Lo podemos vencer! Pues está escrito: «el pecado acecha a la puerta de tu casa para someterte, sin embargo tú puedes dominarlo», Génesis 4, 7.
El diablo, el que busca dividir, manchar, distorsionar la imagen del Hombre en Jesús poniéndole una serie de trampas como lo hizo con Adán y Eva. Es en los acontecimientos de la vida ordinaria donde debemos realizar la complacencia del Padre porque somos hijos en el Hijo, y es esta dignidad de hijos de Dios la que se pone en juego en las tentaciones. Jesús, la verdadera imagen del Padre viene a recuperar no sólo el camino que se había cerrado a causa del pecado sino a restaurar la imagen de hijos de Dios desfigurada por el pecado de nuestros primeros padres.
«Después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, sintió hambre», Mateo 4, 2. Jesús se encuentra en el desierto como el nuevo Moisés, el nos acompaña en nuestro éxodo a la casa del Padre. El tiempo que se nos ha concedido vivir, es el tiempo del camino, de las luchas y de las pruebas. Es el tiempo necesario para la recuperación de la identidad de hijo de Dios, es el tiempo de madurar y de crecer en la libertad, es el tiempo de los días claros y de las densas tormentas, es el tiempo del hambre, pues muchas cosas desean saciar y satisfacer el corazón del hombre hambrienta de verdad, de esperanza, de amor y de felicidad. Es el tiempo de elegir con qué y cómo alimentarnos y nutrirnos. Es el tiempo de vivir en la Alianza y en la fidelidad, eso es lo que significa cuarenta días y cuarenta noches, una generación, mi generación.
«El tentador se acercó entonces y le dijo: si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes», v. 3.  El tentador hace uso de lo que tiene a la mano, se sirve de las fragilidades y debilidades humanas para sacar ventaja, se acerca a Jesús porque tiene hambre. Se acercará a ti porque también tienes hambre. El hambre aquí representa el anhelo más profundo de todo corazón humano. De ahí, que sea importante clarificar no sólo los deseos sino también el modo y los medios que se emplean para conseguir satisfacer los apetitos.
Santiago en su carta nos dice: «Cada uno es tentado por el propio deseo que lo arrastra y seduce», 1, 14. Y ese sentido creo que debemos darle crédito a Santiago porque en nosotros hay apetitos o inclinaciones que son contrarias totalmente al espíritu evangélico, y estamos invitados a no consentirlas, porque como enseña el CEC 2846: «nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación». La exhortación del Apóstol Pedro nos advierte al respecto: «Sean sobrios, estén siempre alertas, porque su adversario el Diablo, como león rugiendo, da vueltas buscando a quien devorar. Resístanlo firmes en la fe», 1Pedro 5, 8-9.
En las tentaciones de Jesús podemos visualizar las tentaciones que el hombre sufre en la briega diaria:
1.    Le propone que haga uso del “pan y circo”, que utilice el hambre del hombre para someterlos, explotarlos, para alcanzar sólo intereses personales, es el ámbito del paternalismo. A veces, pensamos que el aspecto económico puede darnos todo, hacer incluso que las piedras se conviertan en panes. Esta primera tentación se sitúa en la parte corporal del hombre: «Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros tienen dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía», Papa Francisco, la gula, la lujuria, la pereza, el culto al cuerpo, etc.
2.    La segunda propuesta es la del espectáculo y de la milagrería: la vanidad, la fama, la apariencia, el éxito público a través de una publicidad manipulada, el populismo, la soberbia, la egolatría, etc.
3.    La tercera propuesta que el diablo le presenta a Jesús es el uso del poder y la idolatría de las riquezas: la ira, la envidia y la avaricia son los impulsores para el enriquecimiento ilícito y obsceno, para el tráfico de influencias y las administraciones corruptas, para el robo y el injusto despojo de los bienes del prójimo, para el narcomenudeo, la trata de blancas, el secuestro, la extorsión, el lavado de dinero, etc.
Jesús nos enseña la manera cómo podemos salir victoriosos en las tentaciones:
-       No dialoga con Satanás como lo hizo Eva, es decir, no se expone a la tentación ni la consiente, la rechaza desde el primer momento en que este le presenta sus argumentos.
-       Jesús lo afronta refugiándose y confiando en la palabra de Dios. Lo primero que el diablo hace es separarte de Dios, que abandones la oración y la escucha de la palabra de Dios, hace que dejes la vida de los sacramentos, pues se dice: divide y vencerás. Te aísla de la vida comunitaria. ¡Cuidado! Solos no podemos vencer, es Dios quien lo ha derrotado.

sábado, 8 de marzo de 2014

“Te llamarán reparador de brechas, restaurador de casas en ruinas”
Isaías 58, 12.
Isaías 58, 9b-14; Salmo 85/86, 1-6; Lucas 5, 27-32.
La práctica de la justicia, la disponibilidad y la solidaridad con el pobre no aseguran sólo la felicidad para la otra vida sino también la paz y la prosperidad en la vida presente, pues compartir el pan tiene como cometido mitigar el hambre; el destierro de todo tipo de opresión y de esclavitud la promoción del hombre y el cuidado de su dignidad; evitando señalar los defectos del prójimo establecemos relaciones sanas y duraderas; no diciendo malas palabras o palabras ofensivas fraguamos por medio del respeto y el diálogo la amistad y la fraternidad, la seguridad y la paz, Cfr. Isaías 58, 9-10. Por eso hemos escuchado que el profeta le llama al hombre justo y solidario: «reparador de brechas, restaurador de casas en ruinas», v. 12.
Reparamos brechas cuando hacemos el camino de los hombres transitables, es decir, cuando les garantizamos confianza y credibilidad restableciendo las relaciones interpersonales que entre amigos, hermanos, conocidos, vecinos, compañeros de trabajo se habían dañado por diferencias o incomprensiones. Reparamos brechas cuando ayudamos a encontrar el camino recto a quienes han perdido el sentido de la vida, cuando les inyectamos nuevas ilusiones y esperanzas, y les otorgamos nuevos motivos para vivir, para construir un mundo, una sociedad más justa donde sea posible la convivencia de todos.
Construimos casas en ruinas cuando nos convertimos en punto de apoyo para quienes reprenden el destino de su propia vida después de vagar sin rumbo fijo anclados en vicios que les han desfigurado la imagen de hijos de Dios. Construimos casas en ruinas cuando nos esforzamos para que en casa exista: respeto, fraternidad, colaboración, ayuda mutua, paz, alegría, fidelidad, tolerancia, etc. Cuando en casa se ora y se bendice el nombre del Señor, y nos comprometemos alejar de ella la plaga del aborto, el divorcio, el adulterio, los métodos de contracepción, la violencia y las vejaciones intrafamiliares.
Todos estamos llamados a comprometernos a ser reparadores y constructores de brechas y casas, llamados hacer creíble el camino de la caridad, pues sólo el amor puede liberarnos del odio y del egoísmo que propician la muerte de muchos hermanos.

viernes, 7 de marzo de 2014

“Lo adulaban con la boca, le mentían con la lengua; su corazón no fue leal con Él”
Salmo 77/78, 36-37.
Isaías 58, 1-9a; Salmo 50/51, 3-6. 18-19; Mateo 9, 14-15.
El miércoles de ceniza nos decía el Señor Nuestro Dios por el ministerio del profeta Joel: «Toquen la trompeta en Sión, proclamen un ayuno», 2, 15. Y la esposa de Jesucristo, la Iglesia Madre, hizo caso a su Señor y Dios, y ha exhortado a sus hijos para que aprovechen este tiempo de gracia que Dios concede como tiempo favorable de salvación y restauración. Y esta misma idea hoy resuena cándidamente en la primera lectura, ya no es Joel pero sigue siendo el ministerio profético quien continúa con su labor en Isaías, pues dice: «Grita con fuerte voz, no te contengas, alza la voz como una trompeta, denuncia a mi pueblo sus delitos, a la casa de Jacob sus pecados», 58, 1. En este envío, tiene su raíz la misión del profeta, la cual deberá desempeñar con autenticidad y mansedumbre
Con autenticidad  porque el profeta se sabe enviado, el ejercicio de su ministerio está ligado a la escucha de la Palabra que Dios mismo en Persona le revela y le da a conocer. La tarea ardua del profeta es la de hacer volver al Señor los corazones de los hombres y para ello es necesario que todo hombre viva el proceso de purificación, de rompimiento de categorías de pensamiento y de diversos estilos de vida, que comúnmente están en oposición a una vida en consonancia con Dios. Este proceso de purificación es lo que llamamos conversión.
No sería una persona auténtica el profeta si por una parte él se guardase para sí todo aquello que el Señor le ha pedido que diga, su servicio estaría corrompido porque guardaría silencio cuando debería hablar. Y no se trata de hablar por hablar, se trata más bien de comunicar palabras que permitan la toma de conciencia, que hagan despertar de la modorra espiritual, palabras generadoras de vida, y eso sólo será posible si comunica la Buena Noticia de parte de Dios. Pero tampoco sería auténtico su servicio si no se dejase interpelar por las palabras del Señor, si a dichas palabras no le añade el encanto de las buenas obras, es decir, su predicación ha de ser con la congruencia de su vida porque de lo contrario todo se reduciría a campana que resuena, Cfr. 1Corintios 13, 1.
Con mansedumbre, porque aunque está llamado a denunciar la mentira, la corrupción, las injusticias, los robos y asesinatos, adulterios y cualquier tipo de pecados no lo ha de hacer como “justo juez”, porque no lo es, además que él mismo se percibe débil, frágil y miserable. Y es esta condición la que le hace descubrir que necesita también de la piedad, de la misericordia y del perdón de Dios. El profeta en este sentido no encuentra su gozo y dicha en la denuncia de los pecados del pueblo, no se deleita en meter el dedo en la herida y la llaga. ¡No! De ninguna manera. El señala lo que no está bien e indica al mismo tiempo el camino recto con el testimonio de su propia vida.
Ahora bien, si el pueblo se pregunta: «¿Para qué ayunar, si no haces caso? ¿Mortificarnos, si tú no te fijas?», Isaías 58, 3 lo dicen porque no ven respuesta alguna de parte de Dios, pero fijémonos bien y nos daremos cuenta el motivo por el cual los sacrificios penitenciales del pueblo no tienen fruto y son ritos estériles. Y para ello, nos es muy provechoso lo que el Salmista dice: «Un sacrificio no te satisface, si te ofreciera un holocausto, no lo aceptaría», 50/51, 18 ¿Por qué dice esto? Porque de nada serviría dejar de comer, colocarse una piedra en el zapato, ir de rodillas al Santuario de la Virgen si todo eso no manifiesta un rompimiento con la situación de pecado en la que uno se encuentra. Es más fácil ayunar que dejar de pecar y de cometer acciones injustas, por eso inmediatamente después el Salmista agrega: « El sacrificio que te agrada es un espíritu quebrantado, un corazón arrepentido y humillado, Oh Dios, no lo desprecias», v. 19. Si Dios se “ha vuelto sordo y no escuha” como dice el pueblo es a razón de sus actitudes, las cuales no eran honestas ni rectas, pues por un lado levantan las manos al Señor pero su corazón seguían anclado en la senda de la maldad como bien señala Isaías: «ayunan entre peleas y disputas, dando puñetazos sin piedad», 58, 4.

Entonces descubrimos que todo acto de piedad es un medio, una oportunidad para que el hombre se fragüe y se constituya una nueva personalidad, ha sido dado para que todo hombre sea cada día más humano y eso será cuando sus obras sean buenas. Es también, el medio idóneo para el cambio de actitudes, de actitudes negativas a actitudes positivas que perfeccionen al hombre en su itinerario espiritual, es pues para hacer del hombre una persona muy virtuosa.

jueves, 6 de marzo de 2014

“Mira: hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha”
Deuteronomio 30, 15.
Deuteronomio 30, 15-20; Salmo 1, 1-4. 6; Lucas 9, 22-25.
De los dos caminos que Dios pone delante del hombre para que ejercitándose en la libertad escoja lo que más le conviene, el hombre decide tomar los dos caminos, evidenciándose así la fisura que lleva en su interior, producto del egoísmo, pecado que lo reclama todo como propio. Y en su pretensión de recorrer al mismo tiempo el camino de la vida y de la muerte, de la felicidad y la desdicha, del bien y del mal el hombre ha derrochado sus energías, por eso, le vemos débil, inconstante, incoherente, tibio y mediocre. De ahí, la propuesta de Jesús, a la renuncia de aquello que impida seguir el camino de la Cruz.
Jesús nos propone el camino de la Cruz como el gran ideal, la idea-fuerza que jalone la existencia, para que convencidos canalicemos todas nuestros esfuerzos a la consecución de aquello que la Cruz de Cristo ofrece: la vida eterna, pues está escrito: «quien pierda su vida por mí la salvará», Lucas 9, 25. A vuelo de pájaro, uno puede constatar que la Cruz significa pasión, dolor, humillación, desprecio y muerte, pero si nos fijamos detenidamente veremos que no es así, con Jesús el madero de la muerte se convirtió en árbol de la Vida, el camino de la cruz es un camino misterioso pero contemporáneamente un camino donde el amor de Dios se ha manifestado como luz de medio día.
Pero elegir siempre la vida no es sencillo, es complicado y hasta complejo en un mundo que se opone rotundamente a ella de diversas formas: el aborto, el asesinato, el adulterio, el robo, la inseguridad, etc., las cuales manifiestan muy claramente un atentado contra la vida, porque cuando uno dice sí a la vida debe evitar de no caer en parcialidades.
Entonces, descubrimos que quien dice que sirve y sigue al Señor debe estar a favor de la vida, porque Jesús es el Señor y el Dios de la vida, pues dice de sí mismo:«Yo soy...la vida», Juan 14, 6. De ahí, que nos diga: «El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame», Lucas 9, 23. Negarse a toda actitud que envenene el corazón del prójimo, que le amargue su existencia y le haga perder lo bello y hermoso de la vida, eso es amar la vida. Negarse de seguir el propio camino sin Jesús y sin Cruz eso es amar la vida. Negarse a servir el camino del placer y el sendero ancho y empedrado que el mundo ofrece también eso es amar la vida. Negarse a las posesiones de bienes materiales y el consumismo como pilares de la felicidad es sin duda alguna amar la vida. En cambio, amar la sobriedad como estilo de vida, la humildad, la sencillez, el sacrificio y el dolor es amar la vida propiamente como Jesús lo hizo.

miércoles, 5 de marzo de 2014

“Miren, éste es el tiempo favorable, éste el día de la Salvación”
2Corintios 6, 2b.
Joel 2, 12-18; Salmo 50/51, 3-6. 12-14. 17; Mateo 6, 1-6. 16-18.
Hoy es el tiempo favorable para que cada uno se deje salvar por Dios, éste día y no otro. Aunque la cuaresma sea un tiempo de preparación para vivir la pascua del Señor y dure cuarenta días, en realidad, no tenemos tantos días más que el presente, que se abre como oportunidad para el cambio, porque mañana quien sabe si viviremos, por eso nos dice el Apóstol: «Miren, éste es el tiempo favorable, éste el día de la Salvación», 2Corintios 6, 2b.
La Salvación es un acontecimiento real, no hay que esperarla como algo que todavía no ha llegado, pues se nos dice éste es el día de Salvación, es el mismo Señor quien la actualiza continuamente, lo hace verídico en el corazón del hombre que se deja amar por Él. Y este amor de Dios se ha concretizado en la Persona de su Hijo Amado, Dios ha apostado a favor del hombre y no se retracta, permanece fiel. Y es este Hijo del Padre quien le confirió a su Iglesia el poder y los medios necesarios para que la Salvación llegue a todos de manera gratuita. Así que la Iglesia es la embajadora de Cristo porque hace presente la buena relación, el pacto de solidaridad que Dios ha establecido con su pueblo. Y en la Iglesia, algunos hermanos en Cristo han sido elegidos y facultados para ejercer esa función de embajadores de Cristo: «Somos embajadores de Cristo, y por nuestro medio, es como si Dios mismo los exhortara a ustedes» 2Corintios 5, 20. Por eso hoy en la Iglesia se ha dado la señal de alarma: se ha tocado la trompeta en Sión, Cfr. Joel 2, 15: «Déjense reconciliar con Dios», 2Corintios 5, 20.
Y para que esta reconciliación se dé, es necesario reconocer nuestros pecados, pues no puede existir reconciliación sino se asume como es debido las faltas cometidas y se pide perdón por ellas, esforzándose por cumplir el propósito de enmienda, es decir, no volver a cometerlas. Para eso, ha dejado Dios a sus embajadores, para el ejercicio del ministerio de la reconciliación.
El profeta Joel nos exhorta y nos propone el proceso de la reconciliación: «Conviértanse...de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto» 2, 12:
1.       Convertirse es cambiar de ruta, de dirección, es romper con formas de pensamientos y de estilos de vida que se oponen a una vida en Dios. Es adentrarse en uno mismo con la misión de hacer limpieza en casa. Se trata de purificar el corazón, de restaurarlo.
2.       Con Ayuno, antes de pensar en dejar de comer hay que pensar en moderar nuestros deseos: hay que dejar de comer prójimo en nuestras conversaciones, hay que ayunar de los egoísmos, de las envidias y rencores, etc. Hay que ayunar de hacer el mal.
Ahora bien, si se nos pide ayunar es para que compartamos, para que nos ejercitemos en la fraternidad y en la solidaridad. Ayunar significa reconocer que muchas cosas que el mundo nos ofrece no son artículos de primera necesidad y se puede vivir sin ellas. Porque un corazón que se despoja de todo lo superfluo tiene la posibilidad de llenarse de lo que verdaderamente nutre. Si ayunar es desintoxicarse y por eso es saludable y conveniente para el cuerpo, hagamos lo necesario para arrancar de raíz todos los afectos desordenados que nos hacen caminar pesadamente, en una vida de miseria y de pecado, en una vida sin Dios.
3.       Con llanto, es decir, la conversión tiene su punto de origen en el corazón, el llanto sólo expresa el dolor y el sentimiento. Uno puede ver las lágrimas y congojas, pero es el individuo quien experimenta en su ser el cambio, el desequilibrio, y revela al mismo tiempo sinceridad y honestidad.
Pero aquí, es importante señalar que el llanto que produce el arrepentimiento es completamente diferente  a las lágrimas de cocodrilo. Porque no hemos de pasar por alto que es Dios quien en realidad constata la sencillez del corazón y quien conoce si el individuo no ha echado en saco roto el perdón que le ofrece, pues está escrito: «Y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará», Mateo 6, 4. 6. 18.
4.       Con luto, con ello se da a entender que hay algo en el interior del hombre que debe morir: su orgullo o soberbia, su ira, su lujuria, su envidia, su gula, su pereza y su avaricia.
Eso es lo que significa también la imposición de ceniza, signo de caducidad y de muerte, signo de cambio y de arrepentimiento. Pero se vuelve un gesto innecesario tomarlo cuando no se tiene la convicción de cambiar de actitud, de esforzarse por ser mejor persona, mejor cristiano, mejor ciudadano. Ni es pecado sino lo recibes, ni siquiera es necesario para la Salvación, por eso nos dice el profeta Joel: «rasguen los corazones y no los vestidos» 2, 13 para indicar que la practica de piedad –el ayuno, la limosna, la oración–, pierde su sentido auténtico sino no soy mejor hijo, hermano, padre, madre, amigo, etc., todo se reduciría a show y pantomima pseudocristiana.

martes, 4 de marzo de 2014

“Como hijos obedientes, no vivan conforme a las pasiones que tenían antes, en el tiempo de su ignorancia”
1Pedro 1, 14.
1Pedro 1, 10-16; Salmo 97/98, 1-4; Marcos 10, 28-31.
La vida del cristiano es la vida del sano equilibrio, pues «si se exagera la inclinación a comer, se cae en la gula. Si se exagera la inclinación a descansar, se cae en la pereza. Si se exagera el amor a sí mismo, se cae en el orgullo y el narcisismo. Si se exagera el apego a un grupo religioso o el interés por un partido político, se cae en el fanatismo», Mauro Rodríguez Estrada.
Detrás de la pasión se esconden siempre las inclinaciones, las emociones, los instintos y las necesidades intensas, preponderante y exclusiva. La pasión hace vivir acelerada y desiquilibradamente a la persona. Quien se deja dominar por la pasión vive a merced de ella, todos sus pensamientos, sentimientos y actos están concentrados a la consecución de lo que desea poseer afanosamente y cuando no lo consigue se vive frustrado y desilusionado; se termina por perder el sentido de la propia vida y el espíritu de la muerte ronda muy cerca: el corazón se empieza a llenar de resentimiento, amargura, envidia, odio, etc.
Y sin embargo, nada grande se ha hecho en el mundo sin una pasión, de ahí, que sea necesario discernir para canalizar o potencializar las “energías” que envuelven los pensamientos, las emociones y acciones de la persona. Detrás de una pasión puede esconderse también bondad  o malicia, la primera se potencializa y se pone al servicio de la humanidad, mientras que a la segunda se canaliza porque no sólo dañaría a terceros sino al mismo sujeto que padece las inclinaciones intensas. Por eso nos dice el Apóstol Pedro en su carta: «tengan listo su espíritu, vivan sobriamente y confiadamente» 1Pedro 1, 13.

lunes, 3 de marzo de 2014

“Alégrense, aunque por el momento tengan que soportar pruebas diversas”
1Pedro 1, 6.
1Pedro 1, 3-9; Salmo 110/111, 1-2. 5-6. 9-10; Marcos 10, 17-27.
Alegría en el dolor y en situaciones límites parece petición absurda y hasta irrazonable lo que se espera del cristiano. Pero lo cierto es, que hay una motivación poderosa para llegar incluso a deponer la propia vida con tal de testimoniar la fe en Jesucristo: La completa convicción de saberse elegidos, amados, salvados, resucitados, insertados en una vida nueva, en una esperanza viva que no puede destruirse, ni marchitarse, reservada para todos los fieles al Evangelio. Esa es no sólo la idea-fuerza que jalona la vida cristiana sino la certidumbre que brota del amor del que tiene fe:«Ustedes lo aman sin haberlo visto y creyendo en él sin verlo todavía, se alegran con gozo indecible y glorioso», 1Pedro 1, 8. El auténtico cristiano está inundado del Espíritu Santo y se siente dichoso porque cree sin ver, Cfr. Juan 20, 29 aun en los momentos más doloroso de su propia existencia simplemente porque ama Cristo, pues está escrito:«Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni extinguirlo los ríos», Cantar de los cantares 8, 7.

domingo, 2 de marzo de 2014

“Confía siempre en [Dios], pueblo mío, y desahoga tu corazón en su presencia”
Salmo 61/62, 9.
Isaías 49, 14-15; Salmo 61/62, 2-3. 6-9; 1Corintios 4, 1-5; Mateo 6, 24-34.
«Confía siempre en [Dios], pueblo mío, y desahoga tu corazón en su presencia», Salmo (61), 9. Nos exhorta el Salmista, exhortación que brota no de una idea sino de una rica experiencia. Por eso hace de su oración un cántico, porque ha encontrado en YHWH la protección, el auxilio, la solución a lo que le afligía y le sumergía en profunda desesperación y temor. Buscó ayuda y la encontró en YHWH. Había perdido la paz, la tranquilidad, la quietud, el equilibrio y en YHWH encontró el bien anhelado (Cfr. v. 2), ahora se siente seguro pues afirma «ya nada me inquietará», v. 3. Se siente con entera «firmeza», v. 6, salvado, porque YHWH es para él «roca firme» y «refugio» seguro. Por más que las olas impetuosas del mar de la vida amenacen y pongan en peligro su vida, YHWH está más que dispuesto a intervenir en cada situación y momento de su vida.
Pero hay una actitud que no hemos de pasar por alto y que el Salmista quiere que hagamos propia, él nos dice: «desahoga tu corazón en su presencia», v. 9. Y Jesús nos enseña en el evangelio: «el Padre Celestial ya sabe que ustedes tienen necesidad», Mateo 6, 32. Esta expresión de Jesús unida a la del Salmista nos sugiere lo siguiente: Dios no es indiferente a tus necesidades, pues como afirma las Sagradas Escrituras: Dios conoce «los pensamientos e intenciones del corazón» humano, Hebreos 4, 12. Por tanto, Dios siempre desea ayudarte y bendecirte, pero no olvides que nuestro Padre Celestial es un Dios muy respetuoso, jamás va intervenir en tu vida sin tu consentimiento. Él te hizo libre, por eso esperará hasta que le invoques con la confianza de un hijo. En ese sentido, el Salmista y Jesús nos enseñan que Dios es un Padre al que podemos acudir en cada momento de nuestra existencia y siempre obtendremos la ayuda adecuada y necesaria, pues está escrito: «Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá, porque quien pide recibe, quien busca encuentra, a quien llama se le abre», Lucas 11, 9-10. Pero aquí mismo hay que tener presente que Dios nos concederá aquello que más nos conviene en el aquí y en el ahora, pero sin que se oponga a nuestra salvación, el Señor siempre nos dará «cosas buenas», Mateo 7, 11. Entonces la actitud que el Salmista y Jesús nos enseñan este domingo es la de confiar plenamente en Dios, es decir, tener fe en Dios aun cuando sintamos de parte de Él un silencio abrumador, aunque veamos sólo espesos nubarrones y no comprendamos del todo su forma de enseñar, de cuidar y amar.
Cuando nuestro cielo se cubren de espesos nubarrones nos es más difícil descubrir el amor de Dios, el sufrimiento, el dolor, la enfermedad, la falta de una trabajo digno, estable y bien remunerado, los diversos problemas morales y espirituales nos hacen sucumbir. Y es cuando esa expresión del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura se hace realidad: «El Señor me ha abandonado, el Señor me tiene en el olvido», 49, 14. Esta expresión es el gemido del pueblo israelita que vive en el extranjero, como esclavo, es también el desvarío de la persona que está en medio de la tormenta. Pero el profeta nos dice que esto no es verdad, el Señor nos ama con un amor eterno, inconmovible: «¿Puede acaso una madre olvidarse de su criatura hasta dejar de enternecerse por el hijo de sus entrañas? Aunque hubiera una madre que se olvidará, yo nunca me olvidaré de ti, dice el Señor todopoderoso», v. 15. ¿Cómo entender entonces ese silencio departe de Dios en la hora de la angustia? Como una presencia pedagógica. Por tanto, estamos llamados a descubrir y de discernir ¿cómo es que llegamos a tal situación?¿Cuál fue la causa que la originó? Porque nada sucede fortuitamente. El silencio de Dios es aprendizaje. El pueblo de Israel estaba en el exilio no porque Dios los hubiese abandonado o rechazado sino porque decidieron construir su proyecto personal de vida sin Dios, su pecado los hizo vivir como esclavos. En ocasiones tenemos que pasar por estas situaciones para comprender que no somos más que hombres, débiles, frágiles, seres necesitados de salvación. Porque el hombre jamás alcanzará su realización y felicidad si prescinde del Dios que le ha dado la existencia.
De todo lo que hemos venido diciendo concluimos que Dios se nos revela entonces como un Padre providente. Pero la “Providencia divina” hemos de entenderlo como la certeza de que el plan salvífico de Dios se desarrolla en la historia de la humanidad. Él continúa teniendo los hilos de la historia en sus manos y lo conduce hacia sí. Pero la providencia divina no hay que confundirla con apatía o confianza excesiva que induzca a la inactividad. Sino que dentro de esa conducción que Dios hace de la historia, el hombre está llamado a desplegar toda la potencialidad de su ser para encauzar todas las realidades temporales a la voluntad de Dios. De ahí que la clave de lectura del evangelio de este domingo no está en las riquezas, porque ellas no son el problema: «Lo que está allí en tela de juicio es nuestra actitud y nuestras acciones con respecto a los bienes materiales», Carlos Soltero, S. J. Por eso, enseña Jesús: «busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se les darán como añadidura», Mateo 6, 33. Cuando el afán del dinero se nos presenta como un obstáculo para encontrarnos con Dios, sucede lo que explica san Pablo en la segunda lectura: quedan «al descubierto las intenciones del corazón», 1 Cor 4, 5. Si por tener un poco más me olvido del Señor quizás a quien estoy sirviendo no es a Dios ni tampoco a los hermanos sino al dinero, pues:
-          Hay padres de familia que con el afán de buscar una estabilidad económica se olvidan de convivir y de dialogar con la esposa y los hijos.
-          San Pablo dice: «lo que se busca en un administrador es que sea fiel» 1Corintios 4, 2. El sacerdote puede caer en la tentación y buscar incansablemente el dinero, olvidándose de su condición de pastor y de profeta. Y los cristianos que tienen a su cargo la administración de bienes ajenos pueden cometer abuso de confianza jineteando el dinero para intereses personales y para enriquecimiento ilícito.
«Las hormigas almacenan no para acumular, sino porque son organizadas y saben que tienen que prever temporadas en que pueden faltar el alimento. Esto significa que debemos trabajar, pero confiados en la Providencia de nuestro Padre. No hay que estar esperando que Él nos traiga todo a casa, y nos lo dé peladito y en la boca, pues los flojos no tienen derecho ni a comer, sino a salir a trabajar y a buscar, como las aves, que temprano se levantan, elevan sus cantos al Creador y vuelan por todas partes buscando el alimento para sí y para sus polluelos», Mons. Felipe Arizmendi.

sábado, 1 de marzo de 2014

“Mucho puede la oración fervorosa del justo”
Santiago 5, 16.
Santiago 5, 13-20; Salmo 140/141, 1-3. 8; Marcos 10, 13-16.
El hombre, en cada momento de su existencia está llamado a la oración, por eso nos dice Santiago «si alguno de ustedes sufre que ore» como indicando que es provechoso intensificar la oración en situaciones donde el sufrimiento se hace presente, ya sea por enfermedad, por problemas morales o espirituales; pero también hay que orar en aquellos días felices, de alegría, donde todo transcurre armoniosamente, pues agrega: «si está contento que cante alabanzas», Santiago 5, 13. La alabanza al Señor es por tanto un modo muy particular de la oración, así lo enseña la Escritura: «Entre ustedes entonen salmos, himnos y cantos inspirados, cantando y celebrando al Señor de todo corazón, dando gracias siempre y por cualquier motivo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo», Efesios 5, 19. De ahí, que cantar al Señor es también orar y san Agustín así nos lo ha enseñado al comentar el Salmo 72/73: «El que canta ora dos veces».
La oración es pues el encuentro íntimo de corazones palpitantes, de corazones amantes, es diálogo filial, fraterno, de amistad. La oración es además el derramamiento del corazón ante el gran Consolador, Sanador y Restaurador que es Dios. La oración es oxigenación de la fe y nutrimento de la esperanza, es generadora de consuelo y paz.
Y cuando uno ora a solas no lo hace nunca solo. El cristiano por su bautismo forma parte de la Iglesia que es el cuerpo místico de Cristo. La Cabeza (Cristo) siempre está unido a su cuerpo (Iglesia), por tanto, el cristiano ora junto a Cristo en unidad del Espíritu Santo y su plegaria es dirigida siempre al Padre. Así que, la oración personal evoca ya el sentido comunitario y de pertenencia a la gran familia de Dios: la comunidad eclesial. De ahí, que Santiago nos diga: «Si uno de ustedes cae enfermo que llame a los ancianos de la comunidad para que recen por él y lo unjan con aceite invocando el nombre del Señor» 5, 14. El óleo es útil para darle brillo al cuerpo y al ser “derramado” por el sacerdote significa que Cristo toma sobre sí la debilidad del cuerpo, abraza y sostiene al enfermo con su cuerpo y con su sangre, sanándole internamente a través del perdón de sus pecados. Por eso, en la unción de los enfermos la oración, el sacramento de la reconciliación y la Eucaristía están estrechamente unidos, por eso se nos dice: «La oración hecha con fe sanará al enfermo y el Señor lo hará levantarse; y si ha cometido pecados, se le perdonarán», v. 15.
El cuidado pastoral de los enfermos es sin duda alguna una de las obras de misericordia más bellas que el cristiano tiene a su alcance para ejercitarse a sabiendas que al tratar al enfermo el cristiano se encuentra con Cristo sufriente, Cfr. Mateo 25, 40. Pero el cuidado pastoral de los enfermos no se reduce simplemente al que está postrado en cama, o aquel que padece alguna enfermedad crónica y aún camina sino que su extensión abarca también a todos aquellos que andan extraviados, lejos del Señor, y es a ellos a quienes debemos ayudarles a volver al buen Camino, y la oración de intercesión, los sacrificios y demás actos de piedad juega en este sentido un papel importantísimo para acelerar la conversión del prójimo. Y existe para esta acción caritativa una gran recompensa: «el que convierte al pecador del mal camino salvará su vida de la muerte y obtendrá el perdón de una multitud de pecados», Santiago 5, 20.