“Si
escuchas hoy su voz: No endurezcan tu corazón”
Cfr. Salmo
(94), 8.
Éxodo 17,
3-7; Salmo (94), 1-2. 6-9; Romanos 5, 1-2. 5-8; Juan 4, 5-42.
El domingo pasado celebrábamos la
Transfiguración del Señor en el monte Tabor. Allí el Padre Celestial nos
presentó a su Hijo Amado y nos pidió que le escucháramos. Hoy, tercer domingo
del tiempo cuaresmal, te repito parafraseando el Salmo responsorial: Si escuchas hoy su voz: No endurezcan tu
corazón, Cfr. Salmo (94), 8. Y la voz de Jesús de Nazaret ha retumbado en
este templo, como voz de trompeta, como voz de Profeta, se lo dice a la
Samaritana del evangelio junto al pozo de Jacob, Cfr. Juan 4, 6, te lo dice a
ti que has venido a este “pozo” a beber su Palabra, que te has acercado al
banquete eucarístico para saciar tu hambre y tu sed. Me lo dice a mí pastor de
su pueblo para que escuchando su voz lleve a su rebaño hacia Él. Nos lo dice a
todos nosotros sus hermanos, la gran familia de su Padre de Dios, su pueblo
predilecto: «Dame de beber», Juan 4, 7.
Pero el
Señor no quiere agua en el sentido literal de la palabra, porque ante la
negativa de la mujer: «¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí,
que soy Samaritana?», v. 9. Jesús responde: «Si conocieras el don de Dios y
quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva»,
v. 10.
Si conocieras el don de Dios como
dándonos a entender que hay algo más grande, de mucho y sumo valor, que hace
incluso palidecer al agua natural tan necesaria en la vida ordinaria del
hombre. Ustedes saben el agua es un bien material que no podemos darnos el lujo
de desperdiciarla sin que por ello paguemos las consecuencias de nuestra
osadía: su escasez. ¡Cuántos hombres y mujeres alzan su voz cuando este vital
líquido les hace falta! Pero con todo esto Jesús nos dice Si conocieras el don de Dios indicando así que este bien material
pasa a un segundo plano, porque cada hombre, cada mujer tiene un cuerpo y tiene
un espíritu. El cuerpo queda saciado con el agua natural, pero el espíritu no.
Al cuerpo puedes darle todo aquello que se le antoje pero no por ello sacias el
espíritu. Ciertamente, dice el refrán: barriga
llena corazón contento. Si el cuerpo está bien lo estará también el
espíritu. Pero la experiencia es sabia y nos enseña que no siempre es así. El
espíritu reclama aquello que este mundo material no puede colmar.
¿Cuál es ese don de Dios del que habla Jesús?
Se refiere a su misma Persona, Jesús es Don del Padre a la humanidad tan
hambrienta y sedienta de amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad,
fidelidad, Cfr. Gálatas 6, 22, de perdón, Cfr. 1Corintios 13, 5, de felicidad,
de realizaciones nuevas cada mañana. En Jesús de Nazaret, Dios Padre: «sostiene
a los que caen, y levanta a los que se doblan…Satisface los deseos de sus
fieles, escucha sus clamores y los salva», Salmo (144), 14. 18. Por tanto,
quien escucha a Jesús de Nazaret escucha al Padre que lo envió, Cfr. Juan 14,
24. Quien cree en Jesús cree en Dios Padre, quien ama Jesús ama al Padre, quien
acepta al Hijo acepta al Padre. También, hermanos míos, el don al que se
refiere Jesús es al Espíritu Santo, don que no puede recibirse sino se acepta a
Jesús como Dios y Señor Salvador porque este Espíritu de Dios procede del Padre y del Hijo como
confesamos al recitar el Credo.
«Si
conocieras…quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría
agua viva», v. 10. Te pide de beber Dios mismo. Cosa antes nunca visto, que un
Dios se vuelva mendigo del amor del hombre. La samaritana figura de todo un
pueblo extranjero, figura de la Iglesia venida de la gentilidad, es figura del
hombre y de la mujer de hoy que buscan incansablemente la verdad, la justicia,
lo bueno, lo bello, lo recto. Figura de los hombres de este tiempo que buscan a
Dios por caminos equivocados. La samaritana y los cinco hombres de su vida,
ninguno marido suyo, Cfr. Juan 4, 16-18 nos dicen de la insaciabilidad del
corazón del hombre. Un corazón que no se conforma con poco, un corazón que no
reclama ya bienes materiales sino lo eterno. Un corazón que evoca
elocuentemente su origen: lo divino. Aquí Jesús de Nazaret se presenta como el
verdadero marido, el auténtico Esposo.
«Entonces
la mujer dejó su cántaro, se fue al pueblo y comenzó a decir a la gente:
“Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será éste
el Mesías?” Salieron del pueblo y se pusieron en camino dónde él estaba», v.
28-30. Dejó su cántaro, es decir, su sed quedó saciada. Y esa alegría que le
inunda el corazón es inmensa que es ya un torrente impetuoso que no puede
contener y termina por derramarla. La comunica, se hace discípula de Jesús y se
convierte en apóstol.
Nuestro
país, nuestras ciudades, nuestras colonias, nuestras familias tienen sed, como
el pueblo de Israel en el desierto. Pero «mientras no haya conversión de los
corazones, aunque cambien los partidos en el poder, [se abandonen a los hijos e
hijas, se cambie al esposo, esposa por otro u otra], se implemente nuevas leyes
o se incrementen más operativos policíacos y militares, seguirán imperando la
injusticia y la mentira, la violencia y el egoísmo, los asaltos y asesinatos,
el narcotráfico y, en una palabra, lo que llamamos cultura de la muerte. Sólo Cristo puede cambiar los corazones, para
que juntos construyamos la nueva sociedad que anhelamos. Por eso, no nos
cansaremos de repetir: mientras gobernantes, legisladores, líderes sociales,
dirigentes empresariales, educadores, dueños de medios informativos y
ciudadanos en general no se acerquen a Cristo, que es fuente de vida eterna,
nada va a cambiar en forma estable y profunda…Sin Cristo, nadie es capaz de
ceder en sus propias posturas, en aras del bien social. Sin Cristo, nadie
acepta sus errores y sólo culpa a los otros de los males sociales…Sólo Cristo
puede saciar nuestra sed de un mundo mejor. Sólo Él puede ayudar a los esposos
a permanecer unidos y fieles, a perdonarse y soportar los problemas, para no
desintegrar su familia», Mons. Felipe
Arizmendi.