lunes, 10 de marzo de 2014

Sean perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el cielo”
Mateo 5, 48.
Levítico 19, 1-2. 11-18; Salmo 18/19, 8-10. 15; Mateo 25, 31-46.
Estamos llamados continuamente a ser perfectos por Aquel que es en sí mismo Perfecto. La perfección humana está ligada a nuestra naturaleza, y es allí, en la naturalidad humana donde hemos de manifestar la “semilla” de incorruptibilidad, pues es en el devenir de la vida donde está la posibilidad de desplegar, desarrollar o ir desenvolviendo el pergamino de la perfección. Pero necesitamos un Big Bang que nos impulse o nos permita por su fuerza explosiva alcanzar tal perfección.
La perfección está estrechamente vinculada a la santidad, y la una no se entiende sin la otra, son dos términos correlativos, pues quien ha llamado a la perfección es el mismo quien llama también a la santidad, pues dice: «Sean santos, porque yo, el Señor, su Dios, soy santo», Levítico 19, 2. De esta manera, podemos afirmar sin titubeos que quien alcanza la santidad posee ya un grado de perfección en su ser. Esto me da pie para pensar que la santidad como la perfección están dentro de la estructura del Ser, no es algo añadido, porque si fuera algo accidental daría lo mismo tenerla o no. Pero si forma parte del ser personal de cada sujeto entonces está en plena correspondencia con el crecimiento humano e involucra todos sus aspectos: biológico, psíquico, moral, espiritual y social. Además que se han colocado como condiciones o premisas fundamentales para ver a Dios –la santidad– y para la Salvación –la perfección. Ahora bien, si es Dios quien pide y exige la santidad y la perfección es porque de antemano sabe que la poseemos.
Por otra parte, el hombre necesita accionar su Big Bang, esta fuerza centrifuga –la que aleja del centro– y centrípeta –la que atrae, impele y dirige hacia el centro– para que pueda salir de sí mismo y se encamine al encuentro del otro. Nuestro Big Bang es el Amor de Dios que se ha manifestado en Jesús de Nazaret. Es Jesús quien nos ha revelado lo que somos –fuerza centrípeta–y lo que estamos llamados a ser –fuerza centrifuga.
Estamos pues llamados a configurarnos continuamente a Jesús el Hijo de Dios. Y su santidad exige del hombre actitudes limpias, transparentes, sinceras, honestas. Exige desechar y arrancar de raíz todos los afectos desordenados. Y es en este proceso donde quizás la desesperación invade al creyente porque parece que no hace valer en él los frutos de la muerte y resurrección de Cristo Jesús. Pero no hemos de olvidar que en el proceso espiritual se trata de dejar hacer a Dios lo que Él quiera, es decir, permitir que sea Dios quien lleve acabo la purificación del templo como antaño hizo con el templo de Jerusalén, pues en el dejar hacer estamos colaborando y estamos haciendo. Es dejarlo actuar en entera libertad y sin resistencia alguna, puesto que Él es el auténtico Maestro interior, por lo tanto, por eso es muy conveniente que se rinda uno a su amor, «porque al que ama lo reprende el Señor, como un padre al hijo querido», Proverbios 3, 12 y Él mismo dice: «A los que amo yo los reprendo y corrijo. Sé fervoroso y arrepiéntete», Apocalipsis 3, 19. Aquí está la clave: que no disminuya el fervor, es decir, el esfuerzo, la dedicación, la búsqueda continua de su Rostro y el arrepentimiento, es decir, el reconocimiento continúo de la necesidad de su gracia para mantenernos en pie de lucha a pesar de nuestras debilidades y fragilidades.

Por eso son importantes para la santidad y la perfección del creyente una vida de participación en los sacramentos, especialmente el de la Reconciliación y el de la Sagrada Eucaristía. Porque en la Eucaristía descubriremos que la perfección es el Amor, y sólo allí, uno puede crecer y madurar espiritualmente en el perdón, en la misericordia, en la paciencia, en la donación y entrega sin reserva, en la generosidad, en la limosna, en la solidaridad, en el respeto, en hospitalidad, en el compartir, etc., pues todas ellas son expresiones del auténtico amor de Dios por el hombre y estas expresiones el creyente está llamado a concretizarlas en sus relaciones interpersonales. Entonces, descubrimos que el sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía ayudarán no sólo a recuperar la conciencia de ¿quién soy? sino que también permitirán el crecimiento humano, es decir, lo que debo llegar a ser. Por lo tanto, una vida sin Dios debe quedar en el pasado.

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