Sean
perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el cielo”
Mateo 5,
48.
Levítico
19, 1-2. 11-18; Salmo 18/19, 8-10. 15; Mateo 25, 31-46.
Estamos llamados continuamente a ser perfectos por Aquel que es en sí mismo Perfecto. La perfección humana está
ligada a nuestra naturaleza, y es allí, en la naturalidad humana donde hemos de
manifestar la “semilla” de incorruptibilidad, pues es en el devenir de la vida
donde está la posibilidad de desplegar, desarrollar o ir desenvolviendo el
pergamino de la perfección. Pero necesitamos un Big Bang que nos impulse o nos permita por su fuerza explosiva
alcanzar tal perfección.
La perfección
está estrechamente vinculada a la santidad, y la una no se entiende sin la
otra, son dos términos correlativos, pues quien ha llamado a la perfección es
el mismo quien llama también a la santidad, pues dice: «Sean santos, porque yo,
el Señor, su Dios, soy santo», Levítico 19, 2. De esta manera, podemos afirmar
sin titubeos que quien alcanza la santidad posee ya un grado de perfección en su ser. Esto me da pie para pensar que la
santidad como la perfección están dentro de la estructura del Ser, no es algo
añadido, porque si fuera algo accidental daría lo mismo tenerla o no. Pero si
forma parte del ser personal de cada sujeto entonces está en plena
correspondencia con el crecimiento humano e involucra todos sus aspectos: biológico,
psíquico, moral, espiritual y social. Además que se han colocado como
condiciones o premisas fundamentales para ver a Dios –la santidad– y para la
Salvación –la perfección. Ahora bien, si es Dios quien pide y exige la santidad
y la perfección es porque de antemano sabe que la poseemos.
Por otra
parte, el hombre necesita accionar su Big
Bang, esta fuerza centrifuga –la que aleja del centro– y centrípeta –la que
atrae, impele y dirige hacia el centro– para que pueda salir de sí mismo y se
encamine al encuentro del otro. Nuestro Big
Bang es el Amor de Dios que se ha manifestado en Jesús de Nazaret. Es Jesús
quien nos ha revelado lo que somos –fuerza centrípeta–y lo que estamos llamados
a ser –fuerza centrifuga.
Estamos
pues llamados a configurarnos continuamente a Jesús el Hijo de Dios. Y su
santidad exige del hombre actitudes limpias, transparentes, sinceras, honestas.
Exige desechar y arrancar de raíz todos los afectos desordenados. Y es en este
proceso donde quizás la desesperación invade al creyente porque parece que no
hace valer en él los frutos de la muerte y resurrección de Cristo Jesús. Pero
no hemos de olvidar que en el proceso espiritual se trata de dejar hacer a Dios lo que Él quiera, es
decir, permitir que sea Dios quien lleve acabo la purificación del templo como
antaño hizo con el templo de Jerusalén, pues en el dejar hacer estamos colaborando y estamos haciendo. Es dejarlo actuar en entera libertad y sin resistencia
alguna, puesto que Él es el auténtico Maestro interior, por lo tanto, por eso
es muy conveniente que se rinda uno a su amor, «porque al que ama lo reprende
el Señor, como un padre al hijo querido», Proverbios 3, 12 y Él mismo dice: «A
los que amo yo los reprendo y corrijo. Sé fervoroso y arrepiéntete»,
Apocalipsis 3, 19. Aquí está la clave: que no disminuya el fervor, es decir, el esfuerzo, la dedicación, la búsqueda
continua de su Rostro y el
arrepentimiento, es decir, el reconocimiento continúo de la necesidad de su
gracia para mantenernos en pie de lucha a pesar de nuestras debilidades y
fragilidades.
Por eso son
importantes para la santidad y la perfección del creyente una vida de
participación en los sacramentos, especialmente el de la Reconciliación y el de
la Sagrada Eucaristía. Porque en la Eucaristía descubriremos que la perfección
es el Amor, y sólo allí, uno puede crecer y madurar espiritualmente en el perdón,
en la misericordia, en la paciencia, en la donación y entrega sin reserva, en
la generosidad, en la limosna, en la solidaridad, en el respeto, en
hospitalidad, en el compartir, etc., pues todas ellas son expresiones del auténtico
amor de Dios por el hombre y estas expresiones el creyente está llamado a
concretizarlas en sus relaciones interpersonales. Entonces, descubrimos que el
sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía ayudarán no sólo a recuperar
la conciencia de ¿quién soy? sino que
también permitirán el crecimiento humano, es decir, lo que debo llegar a ser. Por lo tanto, una vida sin Dios debe
quedar en el pasado.
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