“El que quiera venir en pos de mí,
que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y me siga”
Lucas 9, 23.
Zacarías 12,
10-11; 13, 1; Salmo 62/63, 2-6; Gálatas 3, 26-29; Lucas 9, 18-24.
El libro de los Hechos de los
Apóstoles nos narra que Pablo y Bernabé evangelizaron una población llamada
Antioquía, y fue precisamente en ese lugar «donde por primera vez se llamó a
los discípulos cristianos», 11, 26. La identidad del cristiano es Cristo. Así
como no existe Cristo sin Cruz no existe cristiano sin relación a Cristo y a la
Cruz de cada día. Esta identidad propia del cristiano se cultiva, se fragua en
el trato continuo con Jesús el Hijo de Dios.
¿Quién soy yo? |
Esta relación
íntima se logra por medio de la oración, que es ya un diálogo permanente que
hace salir al discípulo de la propia autoreferencialidad y lo sitúa en el plano
del otro, en este caso, con el propio Señor. El texto del Evangelio de este
Domingo nos lo enseña. Jesús pregunta «¿Quién dice la gente que soy yo?», Lucas
9, 18. Es una pregunta que tiene como contexto no sólo un lugar solitario,
lejano del ‘rumor’ de la gente, sino un diálogo que es ya oración profunda. En
este diálogo-oración los protagonistas no son los discípulos de Jesús, es Dios
mismo, es decir, es Jesús pues es quien revela el misterio de su propia
identidad. Es Jesús quien hace que la oración no se convierta en un monólogo
sino en un diálogo, donde Dios pregunta y el hombre responde y viceversa. Es en
este clima de oración, de íntima relación entre Dios y el hombre donde se
fragua la propia identidad.
Las respuestas de
los discípulos nos ayudan a comprender mejor este punto. Los discípulos en un
primer momento le dicen a Jesús la concepción figurativa que la gente posee de
su persona: «unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros,
que alguno de los antiguos profetas que ha resucitado», v. 19. Jesús es el
profeta por antonomasia porque es la Palabra hecha carne, la Palabra Eterna del
Padre, como explica el evangelio de san Juan: «Todo fue hecho por ella y sin
ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir», 1, 3. Por tanto, no puede ser
confundido con Elías ni con Juan el Bautista u otro profeta. Jesús es mucho más
grande que Elías y el propio Juan el Bautista. El ministerio profético de Elías
y de Juan el Bautista no tienen sentido y carece de significado si no tiene
relación con esta Palabra divina que se ha hecho carne, v. 14. La propia
existencia, el ser mismo de Elías y de Juan el Bautista, se debe a esta Palabra
que es Dios, v. 1. De ahí, que podamos descubrir una nota característica de la
identidad de Jesús: Jesús es el Dios creador mientras que Elías y el Bautista
son creaturas. Así que cuando oramos lo hemos de hacer conscientes de que somos
creaturas y criaturas de Dios.
La otra respuesta
que los discípulos dan a Jesús no es ya lo que la gente comenta sino lo que
ellos mismos han descubierto en el propio caminar, en el trato asiduo y
continuo que tienen con el propio Jesús. Los versículos (18-24) del capítulo
nueve de este evangelio de Lucas que estamos meditando están precedidos por
hechos muy significativos, por ejemplo: ‘la misión de los doce de evangelizar a
los pueblos anunciando la buena noticia y sanando a los enfermos y expulsando a
los demonios con el poder de Jesús’, vv. 1-9; ‘el desconcierto de Herodes al
oír hablar de lo que Jesús realiza’, vv. 7-9; y, ‘el prodigio de la
multiplicación de los panes’, vv. 10-17. Es a partir del ‘Hacer’ de Jesús que
los discípulos descubren la ‘Misión de Jesús’ y sobre todo caen en la cuenta de
la propia identidad de Jesús (Ser): «El Mesías de Dios», v. 20. Hasta este
punto parece todo muy bien.
Pero en este
diálogo Jesús revela la manera como debe ser entendido su misión de ‘Mesías de
Dios’ por eso inmediatamente les dice el primer anuncio de su pasión. Y es este
el punto neurálgico de la propia identidad de Jesús pues se identifica con el
‘siervo de Yahvé’ que el profeta Isaías describe en el capítulo 53 del libro
que lleva su nombre y que del puntualmente dice: «Sufrió el castigo para
nuestro bien y con sus heridas nos sanó. Pues él cargó con los pecados de
muchos e intercedió por los pecadores», v. 5. 12.
Y es este camino
del ‘siervo de Yahvé’ que todo discípulo de Jesucristo ha de asumir para
identificarse plenamente con Él, por eso le escuchamos decir tres condiciones
propias del discipulado: renunciar así mismo, abrazar la cruz de cada día y
seguir a Jesús hasta el Calvario para que se haga realidad el poder de su
resurrección. He aquí la sabiduría de la Cruz de Cristo.
Señor
Jesús tu eres mi Dios Salvador. A ti debo mi existencia y todo cuanto soy. Y mi
quehacer pastoral tiene el significado correcto si estoy íntimamente unido a
Ti, que eres la Vid Verdadera. ¡Quiero fructificar! Concédeme aquellos bienes
que son necesarios para abrazar mi Cruz y dar testimonio de mi fe en Ti.
Ayúdame a edificar tu Iglesia.
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