lunes, 20 de junio de 2016

“El que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y me siga”
Lucas 9, 23.
Zacarías 12, 10-11; 13, 1; Salmo 62/63, 2-6; Gálatas 3, 26-29; Lucas 9, 18-24.
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos narra que Pablo y Bernabé evangelizaron una población llamada Antioquía, y fue precisamente en ese lugar «donde por primera vez se llamó a los discípulos cristianos», 11, 26. La identidad del cristiano es Cristo. Así como no existe Cristo sin Cruz no existe cristiano sin relación a Cristo y a la Cruz de cada día. Esta identidad propia del cristiano se cultiva, se fragua en el trato continuo con Jesús el Hijo de Dios.
¿Quién soy yo?
Esta relación íntima se logra por medio de la oración, que es ya un diálogo permanente que hace salir al discípulo de la propia autoreferencialidad y lo sitúa en el plano del otro, en este caso, con el propio Señor. El texto del Evangelio de este Domingo nos lo enseña. Jesús pregunta «¿Quién dice la gente que soy yo?», Lucas 9, 18. Es una pregunta que tiene como contexto no sólo un lugar solitario, lejano del ‘rumor’ de la gente, sino un diálogo que es ya oración profunda. En este diálogo-oración los protagonistas no son los discípulos de Jesús, es Dios mismo, es decir, es Jesús pues es quien revela el misterio de su propia identidad. Es Jesús quien hace que la oración no se convierta en un monólogo sino en un diálogo, donde Dios pregunta y el hombre responde y viceversa. Es en este clima de oración, de íntima relación entre Dios y el hombre donde se fragua la propia identidad.
Las respuestas de los discípulos nos ayudan a comprender mejor este punto. Los discípulos en un primer momento le dicen a Jesús la concepción figurativa que la gente posee de su persona: «unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que alguno de los antiguos profetas que ha resucitado», v. 19. Jesús es el profeta por antonomasia porque es la Palabra hecha carne, la Palabra Eterna del Padre, como explica el evangelio de san Juan: «Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir», 1, 3. Por tanto, no puede ser confundido con Elías ni con Juan el Bautista u otro profeta. Jesús es mucho más grande que Elías y el propio Juan el Bautista. El ministerio profético de Elías y de Juan el Bautista no tienen sentido y carece de significado si no tiene relación con esta Palabra divina que se ha hecho carne, v. 14. La propia existencia, el ser mismo de Elías y de Juan el Bautista, se debe a esta Palabra que es Dios, v. 1. De ahí, que podamos descubrir una nota característica de la identidad de Jesús: Jesús es el Dios creador mientras que Elías y el Bautista son creaturas. Así que cuando oramos lo hemos de hacer conscientes de que somos creaturas y criaturas de Dios.
La otra respuesta que los discípulos dan a Jesús no es ya lo que la gente comenta sino lo que ellos mismos han descubierto en el propio caminar, en el trato asiduo y continuo que tienen con el propio Jesús. Los versículos (18-24) del capítulo nueve de este evangelio de Lucas que estamos meditando están precedidos por hechos muy significativos, por ejemplo: ‘la misión de los doce de evangelizar a los pueblos anunciando la buena noticia y sanando a los enfermos y expulsando a los demonios con el poder de Jesús’, vv. 1-9; ‘el desconcierto de Herodes al oír hablar de lo que Jesús realiza’, vv. 7-9; y, ‘el prodigio de la multiplicación de los panes’, vv. 10-17. Es a partir del ‘Hacer’ de Jesús que los discípulos descubren la ‘Misión de Jesús’ y sobre todo caen en la cuenta de la propia identidad de Jesús (Ser): «El Mesías de Dios», v. 20. Hasta este punto parece todo muy bien.
Pero en este diálogo Jesús revela la manera como debe ser entendido su misión de ‘Mesías de Dios’ por eso inmediatamente les dice el primer anuncio de su pasión. Y es este el punto neurálgico de la propia identidad de Jesús pues se identifica con el ‘siervo de Yahvé’ que el profeta Isaías describe en el capítulo 53 del libro que lleva su nombre y que del puntualmente dice: «Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus heridas nos sanó. Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores», v. 5. 12.
Y es este camino del ‘siervo de Yahvé’ que todo discípulo de Jesucristo ha de asumir para identificarse plenamente con Él, por eso le escuchamos decir tres condiciones propias del discipulado: renunciar así mismo, abrazar la cruz de cada día y seguir a Jesús hasta el Calvario para que se haga realidad el poder de su resurrección. He aquí la sabiduría de la Cruz de Cristo.
Señor Jesús tu eres mi Dios Salvador. A ti debo mi existencia y todo cuanto soy. Y mi quehacer pastoral tiene el significado correcto si estoy íntimamente unido a Ti, que eres la Vid Verdadera. ¡Quiero fructificar! Concédeme aquellos bienes que son necesarios para abrazar mi Cruz y dar testimonio de mi fe en Ti. Ayúdame a edificar tu Iglesia.


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