martes, 7 de junio de 2016

“…lo comeremos y luego moriremos”
1Reyes 17, 12.
1Reyes 17, 7-17; Salmo 118/119, 129-133. 135; Mateo 5, 13-16.
Muere quien no tiene pan como el que tiene de sobra; la muerte es un acontecimiento del que ningún ser vivo puede sustraerse, eso es lo que enseña la palabra de Dios: «porque una misma es la suerte de los hombres y la de los animales: la muerte de uno es como la de los otros, sin que el hombre aventaje al animal, pues todo es vanidad. Todos van al mismo lugar: todos vienen del polvo y regresan al polvo», Eclesiastés 3, 19-20.
"Todos ustedes son hijos de la luz, hijos del día", 1Tesalonicences 5,5.
Pero, aunque muera el santo y el pecador, el necio como el sabio, el rico como el pobre, el bueno y el malo parece que no da lo mismo morir sin esperanza que con una muy grande y completamente fiable. Una esperanza que se presente como modelo de vida, como camino transitable a la eternidad aun cuando se tenga que beber el trago amargo de la muerte terrena. Al respecto la Palabra de Dios enseña que el necio, el pecador, el malo, el injusto, etc., se equivocan en su proyecto de vida y que además la propia maldad se vuelve para ruina de sí mismos pues terminan ciegos porque «ignoran los secretos de Dios, no confían en el premio de la virtud, ni creen en la recompensa de los intachables», Sabiduría 2, 21-22. Por eso, hemos escuchado en el Salmo responsorial que se dijo: «La explicación de tu palabra es luz que ilumina y proporciona instrucción a los sencillos», 118/119, 130.
La palabra de Dios es fuente de esperanza cuando la muerte se acerca con sus nubarrones y trata de oscurecer nuestras vidas, apagándola, sumergiéndola en la desesperación y en el desánimo. Por eso, le escuchamos decir al profeta Isaías ante la dramática situación del viuda de Sarepta de que moría de hambre por la escasez de pan y aceite: «porque así dice el Señor, Dios de Israel: No faltará harina en la vasija ni aceite en la jarra hasta el día en que el Señor haga caer la lluvia sobre la tierra», 1Reyes 17, 14. Es la palabra de Dios quien sostiene y da sustentabilidad a la vida del hombre, y el propio Señor lo deja claro ante la tentación demoniaca de desvivirse por lo material, es decir, de ir convirtiendo a lo largo del camino ‘las piedras en pan’: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», Mateo 4, 4. Y poeta también canta: «No te inquietes cuando alguien se enriquece y aumenta el lujo de su casa: cuando muera no se llevará nada, su lujo no bajará con él», Salmo 48/49, 17-18. Eso queda todavía más claro, con el acontecimiento de que aunque la tinaja de harina no se vació ni la jarra de aceite disminuyó, es decir, aunque la viudad de Sarepta tenía asegurado el pan cotidiano su hijo murió y por la palabra del Señor Elías lo arrancó de las garras del abismo, Cfr. 17, 17-24.
Nos es claro que sólo cuando la palabra de Dios habita en la mente, en el corazón del cristiano, su vida es portadora de sabor (SAL) en el mundo insípido, es decir, lleva paz donde hay odio, alegría donde hay tristeza, consuelo donde hay llanto, esperanza cuando hay desilusión, etc. Como lo hizo Elías con la viuda de Sarepta. A veces se quiere dar consuelo, alegría, paz y esperanza con la simplicidad de las palabras humanas, y no se cae en cuenta de que se termina por alimentar a los hombres con golosinas, panaceas que adormecen su espíritu pero que terminan hostigándola y dejándola mucho peor.
Creo que es conveniente hacer nuestra la petición del Salmista: «Muéstrame tu rostro radiante, enséñame tus normas», 118/119, 135. El rostro radiante de Dios es Jesucristo pues ha dicho de sí mismo: «Yo he venido al mundo como la luz, para que todo el que crea en mí no siga en la oscuridad», Juan 12, 46. Jesús es el modelo de vida de todo cristiano, es a él a quien debemos volver siempre nuestra mirada, porque contemplándolo encontraremos una manera, un estilo genuino para convertirnos en portadores de luz y hacer también realidad su palabra en nuestras vidas: «Brille su luz delante de los hombres de modo que, al ver sus buenas obras, den gloria a su Padre que está en los cielos», Mateo 5, 16. Ser luz para quienes viven en oscuridad, orientación para quienes andan extraviados, sentido nuevo para quienes están asqueados de la vida y han perdido su sabor, es la tarea y el desafío del cristiano de hoy.
“Señor envíame tu luz y tu verdad, que ellas me guíen, y me lleven a tu santo monte, hasta tu morada”, Salmo 42/43, 3. Alimenta mi vida con tu Palabra. Mi ministerio sacerdotal sea expresión de tu palabra para que pueda ser sal y luz del mundo a ejemplo tuyo. Entre la luz y la oscuridad; entre lo salado e insípido queda el camino del temor y de la santa esperanza: la virtud de la sobriedad. Ayúdame a ser sobrio, Cfr. 1Tesalonicenses 5, 8.



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