sábado, 11 de junio de 2016

“Entonces Elías dijo a todo el pueblo: Acérquense a mí. Y todo el pueblo se acercó a él. Elías reparó el altar del Señor, que había sido destruido”
1Reyes 18, 30.
1Reyes 18, 20-39; Salmo 15/16, 1-2. 4-5. 8. 11; Mateo 5, 17-19.
He aquí la misión del profeta: enderezar el camino del pueblo hacia Dios y el restablecimiento del auténtico culto a Dios. Dios es único y no tiene comparación alguna. Y es curioso, sólo cuando el pueblo se acerca al profeta y realiza lo que se le indica para el holocausto recuerda su identidad: «Israel es tu nombre», 1Reyes 18, 31. Es Dios quien le ha dado un nombre, es Dios quien convoca y reúne en un solo pueblo a todas las tribus de Jacob. Sin identidad propia los pueblos terminan por desaparecer o confundirse o disgregarse. Y divididos es imposible que alcancen auténtico desarrollo. Lo mismo, una persona que no trabaja sobre su propia identidad no madura, se desconoce así mismo y no alcanza la plenitud de su humanidad.
Los verdaderos adoradores del Padre lo hacen de ser en espíritu y en verdad
El hombre no puede realizarse plenamente despaldas a Dios, lo han explicado muy bien los padres conciliares cuando han dicho: «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», GS 22. Negando el principio no hay raíces profundas que garanticen crecimiento y fructificación. Así como un hijo no puede dar razón de sí mismo si no tiene vinculación con sus padres, de la misma manera, el cristiano pierde significado si no posee una relación íntima con Cristo Jesús. Otro tanto sucede con el hombre, sin relación a la divinidad su existencia se reduciría a un mero existencialismo terrenal donde todas y cada una de las aspiraciones de su espíritu quedarían en el vacío. En el fondo el hombre se percibe no como la ‘máquina perfecta’ de una cadena de la evolución, sino como un acontecimiento distinto y superior, de otra índole, es decir, de un linaje diverso a la pura animalidad. El hombre en su ser experimenta lo divino que hay en él pues casi en todas aspiraciones evocan eternidad.
¿Cómo evangelizar a los hombres hoy si cada cual sigue lo que considera correcto y bueno a sus intereses? Al hombre se le va la mayor parte de la vida en la consecución de aquellos bienes que les permiten subsistir temporalmente. No tienen tiempo para el culto ni mucho menos para la adoración al verdadero Dios. La mente, el corazón y sus obras se levantan, pero no al cielo sino en la tierra, para transformar un mundo donde Dios ya no está al centro de los acontecimientos humanos. ¿Qué se puede hacer para que el hombre vuelva a Dios? Lo que hizo Elías en verdad fue grandioso, le dio al pueblo los elementos necesarios para que reconociera que solamente hay un Dios: «¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!», 1Reyes 18, 39.
En este tiempo, constatamos la desfiguración del hombre, les vemos cansados, faltos de una auténtica espiritualidad que les dote de nuevas fuerzas para que puedan construir relaciones y puentes de amistad y de fraternidad. El hombre quizás consciente o inconscientemente se ha convertido en profeta de Baal, pues están desde la mañana hasta casi el anochecer, y algunos durante la noche y otros tanto en la madrugada, generando productividad para el dios dinero.
El hombre al rendirle culto a los ídolos está sin percatarse de ello realizando lo mismo que los falsos profetas hicieron al invocar a Baal, están poniendo su vida en peligro sin que al final encuentre respuesta alguna: «Ellos gritaban más fuerte y, según su costumbre, se cortaban con espadas y lanzas, hasta lograr que corriera la sangre por su cuerpo. Después del mediodía, se pusieron a delirar hasta la ofrenda del sacrificio vespertino. Pero no se oía ninguna voz; nadie respondía ni hacía caso», v. 28-29. El ídolo no es sólo la falsa imagen que el hombre tiene de Dios sino también la imagen errónea que el hombre tiene de sí mismo.
Elías restableció el culto a Yahvé, y sacó al hombre de su horizontalidad y le recordó que está llamado a compartir junto a su creador una vida plena y eterna. El culto visto de la perspectiva del “compartir” con el inmensamente Otro no sólo el tiempo, el espacio, los bienes espirituales y materiales que ha adquirido a través de su trabajo, imprime en el corazón del hombre el sentido de gratuidad, como bien explica san Pablo: «Pues ¿quién te hace superior a los demás? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te enorgulleces como si no lo hubieras recibido?», 1Corintios 4, 7. Pero el verdadero culto a Dios tiene estrecha vinculación con el trato cotidiano con el prójimo y no se entiende ni se explica sin ésta relación, pues educa a que el hombre alcance su realización en el mundo de las relaciones interpersonales como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «El domingo está tradicionalmente consagrado por la piedad cristiana a obras buenas y a servicios humildes para con los enfermos, débiles y ancianos…El domingo es un tiempo de reflexión, de silencio, de cultura y de meditación, que favorece el crecimiento de la vida interior y cristiana», 2186.
Señor, Tú eres mi Dios, y solo a Ti quiero alabar, bendecir, adorar y servir. Ayúdame a buscarte siempre, concédeme el don de la fidelidad y del servicio a Ti y a mis hermanos. Quiero como Elías ser un buscador constante de tu rostro y de acompañar y conducir a Ti al pueblo que me has confiado. Amén.


  

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