“Mucho
puede la oración fervorosa del justo”
Santiago
5, 16.
Santiago
5, 13-20; Salmo 140/141, 1-3. 8; Marcos 10, 13-16.
El hombre, en cada momento de su
existencia está llamado a la oración, por eso nos dice Santiago «si alguno de
ustedes sufre que ore» como indicando que es provechoso intensificar la oración
en situaciones donde el sufrimiento se hace presente, ya sea por enfermedad,
por problemas morales o espirituales; pero también hay que orar en aquellos
días felices, de alegría, donde todo transcurre armoniosamente, pues agrega:
«si está contento que cante alabanzas», Santiago 5, 13. La alabanza al Señor es
por tanto un modo muy particular de la oración, así lo enseña la Escritura:
«Entre ustedes entonen salmos, himnos y cantos inspirados, cantando y
celebrando al Señor de todo corazón, dando gracias siempre y por cualquier
motivo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo», Efesios 5, 19. De
ahí, que cantar al Señor es también orar y san Agustín así nos lo ha enseñado
al comentar el Salmo 72/73: «El que canta ora dos veces».
La oración
es pues el encuentro íntimo de corazones palpitantes, de corazones amantes, es
diálogo filial, fraterno, de amistad. La oración es además el derramamiento del
corazón ante el gran Consolador, Sanador y Restaurador que es Dios. La oración
es oxigenación de la fe y nutrimento de la esperanza, es generadora de consuelo
y paz.
Y cuando
uno ora a solas no lo hace nunca solo. El cristiano por su bautismo forma parte
de la Iglesia que es el cuerpo místico de Cristo. La Cabeza (Cristo) siempre
está unido a su cuerpo (Iglesia), por tanto, el cristiano ora junto a Cristo en
unidad del Espíritu Santo y su plegaria es dirigida siempre al Padre. Así que,
la oración personal evoca ya el sentido comunitario y de pertenencia a la gran
familia de Dios: la comunidad eclesial.
De ahí, que Santiago nos diga: «Si uno de ustedes cae enfermo que llame a los
ancianos de la comunidad para que recen por él y lo unjan con aceite invocando
el nombre del Señor» 5, 14. El óleo es útil para darle brillo al cuerpo y al
ser “derramado” por el sacerdote significa que Cristo toma sobre sí la
debilidad del cuerpo, abraza y sostiene al enfermo con su cuerpo y con su
sangre, sanándole internamente a través del perdón de sus pecados. Por eso, en la
unción de los enfermos la oración, el sacramento de la reconciliación y la
Eucaristía están estrechamente unidos, por eso se nos dice: «La oración hecha
con fe sanará al enfermo y el Señor lo hará levantarse; y si ha cometido
pecados, se le perdonarán», v. 15.
El cuidado
pastoral de los enfermos es sin duda alguna una de las obras de misericordia más
bellas que el cristiano tiene a su alcance para ejercitarse a sabiendas que al
tratar al enfermo el cristiano se encuentra con Cristo sufriente, Cfr. Mateo
25, 40. Pero el cuidado pastoral de los enfermos no se reduce simplemente al
que está postrado en cama, o aquel que padece alguna enfermedad crónica y aún
camina sino que su extensión abarca también a todos aquellos que andan extraviados,
lejos del Señor, y es a ellos a quienes debemos ayudarles a volver al buen
Camino, y la oración de intercesión, los sacrificios y demás actos de piedad
juega en este sentido un papel importantísimo para acelerar la conversión del
prójimo. Y existe para esta acción caritativa una gran recompensa: «el que
convierte al pecador del mal camino salvará su vida de la muerte y obtendrá el
perdón de una multitud de pecados», Santiago 5, 20.
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