viernes, 7 de marzo de 2014

“Lo adulaban con la boca, le mentían con la lengua; su corazón no fue leal con Él”
Salmo 77/78, 36-37.
Isaías 58, 1-9a; Salmo 50/51, 3-6. 18-19; Mateo 9, 14-15.
El miércoles de ceniza nos decía el Señor Nuestro Dios por el ministerio del profeta Joel: «Toquen la trompeta en Sión, proclamen un ayuno», 2, 15. Y la esposa de Jesucristo, la Iglesia Madre, hizo caso a su Señor y Dios, y ha exhortado a sus hijos para que aprovechen este tiempo de gracia que Dios concede como tiempo favorable de salvación y restauración. Y esta misma idea hoy resuena cándidamente en la primera lectura, ya no es Joel pero sigue siendo el ministerio profético quien continúa con su labor en Isaías, pues dice: «Grita con fuerte voz, no te contengas, alza la voz como una trompeta, denuncia a mi pueblo sus delitos, a la casa de Jacob sus pecados», 58, 1. En este envío, tiene su raíz la misión del profeta, la cual deberá desempeñar con autenticidad y mansedumbre
Con autenticidad  porque el profeta se sabe enviado, el ejercicio de su ministerio está ligado a la escucha de la Palabra que Dios mismo en Persona le revela y le da a conocer. La tarea ardua del profeta es la de hacer volver al Señor los corazones de los hombres y para ello es necesario que todo hombre viva el proceso de purificación, de rompimiento de categorías de pensamiento y de diversos estilos de vida, que comúnmente están en oposición a una vida en consonancia con Dios. Este proceso de purificación es lo que llamamos conversión.
No sería una persona auténtica el profeta si por una parte él se guardase para sí todo aquello que el Señor le ha pedido que diga, su servicio estaría corrompido porque guardaría silencio cuando debería hablar. Y no se trata de hablar por hablar, se trata más bien de comunicar palabras que permitan la toma de conciencia, que hagan despertar de la modorra espiritual, palabras generadoras de vida, y eso sólo será posible si comunica la Buena Noticia de parte de Dios. Pero tampoco sería auténtico su servicio si no se dejase interpelar por las palabras del Señor, si a dichas palabras no le añade el encanto de las buenas obras, es decir, su predicación ha de ser con la congruencia de su vida porque de lo contrario todo se reduciría a campana que resuena, Cfr. 1Corintios 13, 1.
Con mansedumbre, porque aunque está llamado a denunciar la mentira, la corrupción, las injusticias, los robos y asesinatos, adulterios y cualquier tipo de pecados no lo ha de hacer como “justo juez”, porque no lo es, además que él mismo se percibe débil, frágil y miserable. Y es esta condición la que le hace descubrir que necesita también de la piedad, de la misericordia y del perdón de Dios. El profeta en este sentido no encuentra su gozo y dicha en la denuncia de los pecados del pueblo, no se deleita en meter el dedo en la herida y la llaga. ¡No! De ninguna manera. El señala lo que no está bien e indica al mismo tiempo el camino recto con el testimonio de su propia vida.
Ahora bien, si el pueblo se pregunta: «¿Para qué ayunar, si no haces caso? ¿Mortificarnos, si tú no te fijas?», Isaías 58, 3 lo dicen porque no ven respuesta alguna de parte de Dios, pero fijémonos bien y nos daremos cuenta el motivo por el cual los sacrificios penitenciales del pueblo no tienen fruto y son ritos estériles. Y para ello, nos es muy provechoso lo que el Salmista dice: «Un sacrificio no te satisface, si te ofreciera un holocausto, no lo aceptaría», 50/51, 18 ¿Por qué dice esto? Porque de nada serviría dejar de comer, colocarse una piedra en el zapato, ir de rodillas al Santuario de la Virgen si todo eso no manifiesta un rompimiento con la situación de pecado en la que uno se encuentra. Es más fácil ayunar que dejar de pecar y de cometer acciones injustas, por eso inmediatamente después el Salmista agrega: « El sacrificio que te agrada es un espíritu quebrantado, un corazón arrepentido y humillado, Oh Dios, no lo desprecias», v. 19. Si Dios se “ha vuelto sordo y no escuha” como dice el pueblo es a razón de sus actitudes, las cuales no eran honestas ni rectas, pues por un lado levantan las manos al Señor pero su corazón seguían anclado en la senda de la maldad como bien señala Isaías: «ayunan entre peleas y disputas, dando puñetazos sin piedad», 58, 4.

Entonces descubrimos que todo acto de piedad es un medio, una oportunidad para que el hombre se fragüe y se constituya una nueva personalidad, ha sido dado para que todo hombre sea cada día más humano y eso será cuando sus obras sean buenas. Es también, el medio idóneo para el cambio de actitudes, de actitudes negativas a actitudes positivas que perfeccionen al hombre en su itinerario espiritual, es pues para hacer del hombre una persona muy virtuosa.

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