“Miren,
éste es el tiempo favorable, éste el día de la Salvación”
2Corintios
6, 2b.
Joel 2,
12-18; Salmo 50/51, 3-6. 12-14. 17; Mateo 6, 1-6. 16-18.
Hoy es el tiempo favorable para que
cada uno se deje salvar por Dios, éste día y no otro. Aunque la cuaresma sea un
tiempo de preparación para vivir la pascua del Señor y dure cuarenta días, en
realidad, no tenemos tantos días más que el presente, que se abre como
oportunidad para el cambio, porque mañana quien sabe si viviremos, por eso nos
dice el Apóstol: «Miren, éste es el tiempo favorable, éste el día de la
Salvación», 2Corintios 6, 2b.
La
Salvación es un acontecimiento real, no hay que esperarla como algo que
todavía no ha llegado, pues se nos dice éste
es el día de Salvación, es el mismo Señor quien la actualiza continuamente,
lo hace verídico en el corazón del hombre que se deja amar por Él. Y este amor
de Dios se ha concretizado en la Persona de su Hijo Amado, Dios ha apostado a
favor del hombre y no se retracta, permanece fiel. Y es este Hijo del Padre
quien le confirió a su Iglesia el poder y los medios necesarios para que la
Salvación llegue a todos de manera gratuita. Así que la Iglesia es la
embajadora de Cristo porque hace presente la buena relación, el pacto de
solidaridad que Dios ha establecido con su pueblo. Y en la Iglesia, algunos
hermanos en Cristo han sido elegidos y facultados para ejercer esa función de
embajadores de Cristo: «Somos embajadores de Cristo, y por nuestro medio, es
como si Dios mismo los exhortara a ustedes» 2Corintios 5, 20. Por eso hoy en la
Iglesia se ha dado la señal de alarma: se
ha tocado la trompeta en Sión, Cfr. Joel 2, 15: «Déjense reconciliar con
Dios», 2Corintios 5, 20.
Y para que
esta reconciliación se dé, es necesario reconocer nuestros pecados, pues no
puede existir reconciliación sino se asume como es debido las faltas cometidas
y se pide perdón por ellas, esforzándose por cumplir el propósito de enmienda,
es decir, no volver a cometerlas. Para eso, ha dejado Dios a sus embajadores,
para el ejercicio del ministerio de la reconciliación.
El profeta
Joel nos exhorta y nos propone el proceso de la reconciliación: «Conviértanse...de
todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto» 2, 12:
1.
Convertirse
es cambiar de ruta, de dirección, es romper con formas de pensamientos y de
estilos de vida que se oponen a una vida en Dios. Es adentrarse en uno mismo
con la misión de hacer limpieza en casa. Se trata de purificar el corazón, de
restaurarlo.
2.
Con
Ayuno, antes de pensar en dejar de comer hay que pensar
en moderar nuestros deseos: hay que dejar de comer prójimo en nuestras
conversaciones, hay que ayunar de los egoísmos, de las envidias y rencores,
etc. Hay que ayunar de hacer el mal.
Ahora
bien, si se nos pide ayunar es para que compartamos, para que nos ejercitemos
en la fraternidad y en la solidaridad. Ayunar significa reconocer que muchas
cosas que el mundo nos ofrece no son artículos de primera necesidad y se puede
vivir sin ellas. Porque un corazón que se despoja de todo lo superfluo tiene la
posibilidad de llenarse de lo que verdaderamente nutre. Si ayunar es
desintoxicarse y por eso es saludable y conveniente para el cuerpo, hagamos lo
necesario para arrancar de raíz todos los afectos desordenados que nos hacen
caminar pesadamente, en una vida de miseria y de pecado, en una vida sin Dios.
3.
Con
llanto, es decir, la conversión tiene su punto de
origen en el corazón, el llanto sólo expresa el dolor y el sentimiento. Uno
puede ver las lágrimas y congojas, pero es el individuo quien experimenta en su
ser el cambio, el desequilibrio, y revela al mismo tiempo sinceridad y
honestidad.
Pero aquí,
es importante señalar que el llanto que produce el arrepentimiento es
completamente diferente a las lágrimas de cocodrilo. Porque no hemos
de pasar por alto que es Dios quien en realidad constata la sencillez del corazón
y quien conoce si el individuo no ha echado
en saco roto el perdón que le ofrece, pues está escrito: «Y tu Padre, que
ve en lo escondido, te lo pagará», Mateo 6, 4. 6. 18.
4.
Con
luto, con ello se da a entender que hay algo en el interior del hombre
que debe morir: su orgullo o soberbia, su ira, su lujuria, su envidia, su gula,
su pereza y su avaricia.
Eso es lo
que significa también la imposición de
ceniza, signo de caducidad y de muerte, signo de cambio y de
arrepentimiento. Pero se vuelve un gesto innecesario tomarlo cuando no se tiene
la convicción de cambiar de actitud, de esforzarse por ser mejor persona,
mejor cristiano, mejor ciudadano. Ni es pecado sino lo recibes, ni siquiera es
necesario para la Salvación, por eso nos dice el profeta Joel: «rasguen los
corazones y no los vestidos» 2, 13 para indicar que la practica de piedad –el ayuno,
la limosna, la oración–, pierde su sentido auténtico sino no soy mejor hijo,
hermano, padre, madre, amigo, etc., todo se reduciría a show y pantomima
pseudocristiana.
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