“Él levanta del
polvo al desvalido y saca al indigente del estiércol”
Salmo 112/113, 7.
Lo hizo sentar entre los jefes de su pueblo |
Hoy celebramos la fiesta litúrgica de
san Matías Apóstol, aquel hombre que el Señor quiso asociar al número de los Apóstoles
para que junto a ellos diera testimonio “de la resurrección del Señor”, Hechos
1, 22. Hay muchas preguntas que surgen alrededor de esta elección y podemos alargarnos
gustosamente en el discurso sin tener cuenta del tiempo, pues cada pasaje de la
Sagradas Escrituras, contiene una riqueza infinita que nos es difícil agotarla.
Por eso, quiero compartir con ustedes sencillamente dos ideas que están relacionados
con la elección de Matías como testigo de Jesucristo. Ideas que tienen que ver
con las siguientes palabras: Elección y Conversión.
Elección.
La elección nos
invita a reconocer que hemos sido mirados con amor, con mucha ternura, con
compasión. Esa mirada es una nueva forma de ver lo que hay en el profundo del corazón
del hombre. Y lo que hay en el corazón no está a la vista de lo que comúnmente ven
los hombres: “Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve
el corazón”, 1Samuel 16, 7.
El hombre ve
siempre lo externo, aquello que se manifiesta en los actos que se realizaron.
Pero se les escapa las intenciones y las condiciones incluso que obligaron o
condicionaron la misma libertad humana en su elección. Así, por ejemplo, la
elección de Matías evoca necesariamente la traición de Judas. Y podemos decir
muchas cosas negativas de su persona, como también del resto de los otros
discípulos (Pedro el violento que cortó la oreja de un hombre y también traidor;
los ambiciosos hermanos del trueno: Santiago y Juan; etc.).
Y, sin embargo,
cuando Pedro propone la elección de un nuevo testigo, hace una lectura de los
acontecimientos históricos y comunitarios desde una perspectiva positiva; desde
el hecho de que Dios es el Señor de la historia y que escribe incluso aun
cuando las libertades humanas se opongan a su plan de Salvación. Esa lectura
positiva radica en el hecho de que se cumplen las palabras de la Escritura,
Hechos 1, 16-20. Esto me hace pensar que cuando uno elige, lo hace sí, mirando
los actos humanos, los actos y actitudes externas, lo hace con mucha fe y grandísima
esperanza, porque se le escapan las intenciones. Por eso, le escuchamos decir a
Pedro los criterios de la elección: testigo de la resurrección, y eso implica
verlo morir, y esto a su vez exige haberlo conocido antes para saber quién
moría en la Cruz y por cuál motivo. De ahí, que agrega: “uno que sea de los que
nos acompañaron mientras convivió con nosotros el Señor Jesús, desde que Juan
bautizaba hasta el día de la ascensión”, v. 22. Y todos esos requisitos lo
reunía también Judas Iscariote el traidor.
La mirada de
compasión que penetra en la profundidad, en el espacio íntimo del hombre, y que
comprende el angustioso gemir del alma humana es una mirada divina. Una mirada
que recuerda que el hombre es bueno por naturaleza y que ha sido creado por un
Dios que es bueno, Cfr. Mateo 10, 18. Esa mirada que voltea hacia abajo, hacia
donde comúnmente pisoteamos y despreciamos, el Salmista lo dice magistralmente:
“¿Quién hay como el Señor? ¿Quién iguala al Dios nuestro, que tiene en las
alturas su morada, y sin embargo de esto, bajar se digna su mirada para ver
tierra y cielo?”, 112/113, 5-6. Dios mira al hombre valiosamente.
Pero la mirada del
que es elegido, es una mirada de ‘ojos vidriaos’, de una conciencia indigna,
sin mérito alguno o digno de algo. Se percibe más bien como un ser siempre
sediento y hambriento de bienes que le dignifiquen, 106/107, 9.
Conversión.
Esa mirada debe
convertirse por la elección de amor, en una mirada de profundo agradecimiento,
de gratitud, porque se le ha escuchado y se le ha dado aquello que jamás pensó
recibir por mérito propios: “Él levanta del polvo al desvalido y saca al
indigente del estiércol, para hacerlo sentar entre los grandes, los jefes de su
pueblo”, 112/113, 7-8. Por eso, una actitud sabia es el reconocimiento y
también el recogimiento y, sobre todo, de saber leer en estas acciones “la
misericordia del Señor”, 106/107, 43.
La conversión, es
pues necesaria, es una respuesta de agradecimiento, con trabajo interno continuo,
de permanecer fiel a quien ha llamado y le dado a la vida un nuevo sentido de
vida. Ese es el reto. El desafío de todo hombre y mujer, porque todos han sido
elegidos y ‘predestinados’ a la Salvación. Pero cabe también, y no se debe pasar
por alto, la posibilidad de que la historia de Judas Iscariote se vuelva a
repetir y concretizar. El hombre corre el riego de volver caer y su caída puede
originarle la muerte: “Con el dinero que le pagaron por su maldad compró un
terreno, cayó de cabeza, su cuerpo se abrió y se le salieron las entrañas”,
Hechos 1, 18. Y entonces se cumplirá la maldición: “Que su morada quede
desierta y que no haya quien habite en ella”, Salmo 68/69, 26. Y “Que sus días
sean pocos y su empleo lo ocupe otro”, 108/109.
Señor
me has elegido, me has sacado del “estiércol” y me has dado una dignidad que no
merezco. Señor abre mis ojos para verte, abre mis oídos para escucharte. Toca
mi mente para pensar en lo bueno que has sido conmigo. Toca mi corazón para que
Te ame. Fortalece mi voluntad para permanecer fiel y convertirme siempre a Ti. Conviérteme
y me convertiré.
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