sábado, 14 de mayo de 2016

“Él levanta del polvo al desvalido y saca al indigente del estiércol”
Salmo 112/113, 7.
Lo hizo sentar entre los jefes de su pueblo
Hoy celebramos la fiesta litúrgica de san Matías Apóstol, aquel hombre que el Señor quiso asociar al número de los Apóstoles para que junto a ellos diera testimonio “de la resurrección del Señor”, Hechos 1, 22. Hay muchas preguntas que surgen alrededor de esta elección y podemos alargarnos gustosamente en el discurso sin tener cuenta del tiempo, pues cada pasaje de la Sagradas Escrituras, contiene una riqueza infinita que nos es difícil agotarla. Por eso, quiero compartir con ustedes sencillamente dos ideas que están relacionados con la elección de Matías como testigo de Jesucristo. Ideas que tienen que ver con las siguientes palabras: Elección y Conversión.
Elección.
La elección nos invita a reconocer que hemos sido mirados con amor, con mucha ternura, con compasión. Esa mirada es una nueva forma de ver lo que hay en el profundo del corazón del hombre. Y lo que hay en el corazón no está a la vista de lo que comúnmente ven los hombres: “Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve el corazón”, 1Samuel 16, 7.
El hombre ve siempre lo externo, aquello que se manifiesta en los actos que se realizaron. Pero se les escapa las intenciones y las condiciones incluso que obligaron o condicionaron la misma libertad humana en su elección. Así, por ejemplo, la elección de Matías evoca necesariamente la traición de Judas. Y podemos decir muchas cosas negativas de su persona, como también del resto de los otros discípulos (Pedro el violento que cortó la oreja de un hombre y también traidor; los ambiciosos hermanos del trueno: Santiago y Juan; etc.).
Y, sin embargo, cuando Pedro propone la elección de un nuevo testigo, hace una lectura de los acontecimientos históricos y comunitarios desde una perspectiva positiva; desde el hecho de que Dios es el Señor de la historia y que escribe incluso aun cuando las libertades humanas se opongan a su plan de Salvación. Esa lectura positiva radica en el hecho de que se cumplen las palabras de la Escritura, Hechos 1, 16-20. Esto me hace pensar que cuando uno elige, lo hace sí, mirando los actos humanos, los actos y actitudes externas, lo hace con mucha fe y grandísima esperanza, porque se le escapan las intenciones. Por eso, le escuchamos decir a Pedro los criterios de la elección: testigo de la resurrección, y eso implica verlo morir, y esto a su vez exige haberlo conocido antes para saber quién moría en la Cruz y por cuál motivo. De ahí, que agrega: “uno que sea de los que nos acompañaron mientras convivió con nosotros el Señor Jesús, desde que Juan bautizaba hasta el día de la ascensión”, v. 22. Y todos esos requisitos lo reunía también Judas Iscariote el traidor.
La mirada de compasión que penetra en la profundidad, en el espacio íntimo del hombre, y que comprende el angustioso gemir del alma humana es una mirada divina. Una mirada que recuerda que el hombre es bueno por naturaleza y que ha sido creado por un Dios que es bueno, Cfr. Mateo 10, 18. Esa mirada que voltea hacia abajo, hacia donde comúnmente pisoteamos y despreciamos, el Salmista lo dice magistralmente: “¿Quién hay como el Señor? ¿Quién iguala al Dios nuestro, que tiene en las alturas su morada, y sin embargo de esto, bajar se digna su mirada para ver tierra y cielo?”, 112/113, 5-6. Dios mira al hombre valiosamente.
Pero la mirada del que es elegido, es una mirada de ‘ojos vidriaos’, de una conciencia indigna, sin mérito alguno o digno de algo. Se percibe más bien como un ser siempre sediento y hambriento de bienes que le dignifiquen, 106/107, 9.
Conversión.
Esa mirada debe convertirse por la elección de amor, en una mirada de profundo agradecimiento, de gratitud, porque se le ha escuchado y se le ha dado aquello que jamás pensó recibir por mérito propios: “Él levanta del polvo al desvalido y saca al indigente del estiércol, para hacerlo sentar entre los grandes, los jefes de su pueblo”, 112/113, 7-8. Por eso, una actitud sabia es el reconocimiento y también el recogimiento y, sobre todo, de saber leer en estas acciones “la misericordia del Señor”, 106/107, 43.
La conversión, es pues necesaria, es una respuesta de agradecimiento, con trabajo interno continuo, de permanecer fiel a quien ha llamado y le dado a la vida un nuevo sentido de vida. Ese es el reto. El desafío de todo hombre y mujer, porque todos han sido elegidos y ‘predestinados’ a la Salvación. Pero cabe también, y no se debe pasar por alto, la posibilidad de que la historia de Judas Iscariote se vuelva a repetir y concretizar. El hombre corre el riego de volver caer y su caída puede originarle la muerte: “Con el dinero que le pagaron por su maldad compró un terreno, cayó de cabeza, su cuerpo se abrió y se le salieron las entrañas”, Hechos 1, 18. Y entonces se cumplirá la maldición: “Que su morada quede desierta y que no haya quien habite en ella”, Salmo 68/69, 26. Y “Que sus días sean pocos y su empleo lo ocupe otro”, 108/109.
Señor me has elegido, me has sacado del “estiércol” y me has dado una dignidad que no merezco. Señor abre mis ojos para verte, abre mis oídos para escucharte. Toca mi mente para pensar en lo bueno que has sido conmigo. Toca mi corazón para que Te ame. Fortalece mi voluntad para permanecer fiel y convertirme siempre a Ti. Conviérteme y me convertiré.  


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