domingo, 1 de mayo de 2016

"Pero el Paraclito, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho", Juan 14, 26.



El domingo pasado Jesus nos decía que el amor es la identidad del cristiano, porque solamente el que se atreve amar como él lo ha hecho ese puede ser llamado su discípulo, Cfr. Juan 13, 34-35. Y hoy, en el evangelio que hemos proclamado lo vuelve a confirmar pero de otro modo: "El que no me ama no cumplirá mis Palabras", Juan 14, 24. Cuando Jesus habla de cumplir sus "palabras" hemos de considerar que en su vida "palabras" y "hechos" no son dos cosas distintas sino totalmente complementarias, al punto de lograr percibir una unidad, una integridad que muy bien podríamos llamar cabalidad, congruencia o coherencia de vida, términos que son sinónimos. De esta manera podemos ver en Jesus al hombre total y perfecto al que toda persona humana debería tender; no hay fisura en él, sus dos naturalezas y sus dos voluntades -divina y humana- están bien "fusionadas".
No sucede así con el ser humano el cual posee simplemente una sola voluntad y una sola naturaleza. El pecado original, que se le ha perdonado y borrado en su Bautismo le dejó una cicatriz, que le hace verse al menos internamente dividido. Por esa realidad al ser humano le cuesta más vivir la integridad de vida, no le es fácil ser cabal en cada una de sus relaciones, le pesa en verdad ser coherente, muy a menudo comprueba que niega con sus obras aquello que afirma con sus palabras.
Y lo asombroso de esto es que Jesus lo sabe, y no se alarma, sino que actúa ofreciéndole a sus hermanos la ayuda adecuada, por eso les dice: "el Paraclito", es decir, el qué estará a su lado, el que nos los dejará 'ni a sol ni a sombra' ni los hará sentir huérfanos, es "el Espíritu Santo" que el Padre enviará en su nombre, el cual 'enseñará y recordará' todo cuanto Jesus ha dicho y hecho.
Jesus presenta al Espíritu Santo como el Maestro Interior, como el que capacita o faculta al discípulo de Cristo para que siempre actúe no sólo correctamente sino para que sea capaz de afrontar según las enseñanzas de Cristo los retos y desafíos que su propia realidad le presenta y pueda así dar un genuino testimonio de su fe. Es pues, el Espíritu Santo que hace que las palabras y obras de Jesus se comprendan y se profundicen cada día más, que alcancen un desarrollo reflexivo a tal grado que pueda ser aplicado pastoralmente en cada momento de la existencia humana, eso lo comprendo a partir del discernimiento que la Iglesia de los primeros siglos realizó y que nos refiere la primera lectura cuando dice: "El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las estrictamente necesarias", Hechos 15, 28.
Con ello, el primer concilio de la Iglesia llamada concilio de Jerusalén nos enseña que es precisamente el Espíritu Santo el que "recuerda" a la Iglesia "todo cuanto" Jesus ha enseñado. Es el Espíritu Santo quién puede hacer que el hombre de fe sea coherente y pueda dar un auténtico testimonio de fe. ¿Y qué es lo que enseña en el fondo el Concilio de Jerusalén? Que en el proyecto de amor de Jesus ningún hombre, ningún pueblo o raza queda excluida o marginada de la salvación que el Padre ofrece por su medio, por eso escuchamos en la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis que Juan al contemplar la hermosura y la majestuosidad del templo de la Jerusalén Celestial, tenía puertas que estaban orientadas hacia los cuatro puntos cardinales para que por ellas entre la humanidad entera: "Tres de estas puertas daban al oriente, tres al norte, tres al sur y tres al poniente", 21, 13.
De lo anterior, podemos concluir entonces, que cuando el hombre ama como lo ha hecho Jesus, pone de manifiesto con palabras y hechos que está impulsado por el Espíritu que el Padre ha enviado y es cuando en verdad podemos decir que Dios habita en esa persona: "El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en el nuestra mirada", Juan 14, 23.
Pero cuando el hombre se reconoce que no ha amado como Jesus le exhorta experimenta inquietud, vacío y su propia conciencia le reprocha dejándole el "sin sabor" de vivir sin paz, es decir, sin la presencia de Dios en su vida, porque si no ha amado entonces es porque ha realizado lo opuesto al amor y termina por experimentar una profunda tristeza porque el amor de Dios en su vida no es plena: "Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena", 15, 11. Por eso llegará afirmar San Pablo: "los frutos del espíritu es amor, alegría, paz...", Galatas 5, 22.
Señor dame tu Espíritu Santo, quiero que me enseñe y me recuerde lo fiel que debo ser a tus "palabras y obras" para que mi predicación este sustentada siempre por mi estilo de vida. Quiero vivir coherentemente para que mi testimonio de fe sea algo creíble; no quiero perder la paz y la alegría que me ofreces; quiero amar como tú has enseñado y eso sólo lo puedo lograr si me concedes tu Espíritu Santo. 

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