jueves, 5 de mayo de 2016

“Ustedes estarán tristes, pero su tristeza se transformará en alegría”
Juan 16, 20.
Déjame secar tu rostro, Dios mío

Cuando he escuchado el discurso de despedida que Jesús hace a sus discípulos, ha venido a mi mente las palabras que papa Francisco nos dirige en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, la alegría del Evangelio, se trata de un número donde el santo Padre parafrasea una idea de su predecesor papa Emérito Benedicto XVI: “el amor es en el fondo la única luz que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar”, 272.
Y recuerdo también un hecho familiar: mi madre, cuando junto a su hijo enfermo pasaba la noche como si estuviera en pleno día, llena de dolor, de angustia por no tener lo mínimo para llevarlo al médico y pagar los medicamentos; siempre recuerdo la narración donde explicaba que el médico de un sanatorio privado le entregó a su hijo en brazos como si estuviera dormido, mi hermano había muerto, y no se podían cubrir los gastos, así que el médico le dijo que no llorará, que él le entregaría a su hijo y así debería llevarlo de vuelta a casa, como si estuviese dormido, así deberían pasar también los retenes militares. Sólo podría llorar cuando estuviese en casa y así lo hizo. Luego ella con el tiempo enfermó del corazón, pues la tristeza y el dolor, fueron muy grandes. Y ¿por qué lloraba mi madre desesperadamente, por qué se jalonaba el cabello como si estuviera fuera de sí? ¿por qué mi padre recitaba en la noche con lágrimas en los ojos, hincado y con los brazos extendidos la oración de Job 1, 21: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó: ¡Bendito sea el Nombre del Señor!? Porque habían perdido a un ser muy querido, porque amaron con toda la potencialidad de su ser al hijo de sus entrañas. Lloraron y estaban tristes por Amor. Y fue precisamente el amor de sus otros seis hijos los que les impulsó como bien recuerdan los papas a continuar con sus vidas: “el amor es en el fondo la única luz que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar”.
Los discípulos experimentaron la tristeza cuando vieron a su maestro caminar hacia el patíbulo, destrozado y humillado. Lo lloraron y se sintieron culpables, experimentaron vergüenza, dolor y miedo por haber abandonado al amigo fiel. Pero cuando lo vieron Resucitado y una vez que les mostró las heridas de las manos y el costado las Sagradas Escrituras dicen que “los discípulos se llenaron de alegría”, Juan 20, 20.
Hay gente que ‘goza’ con el sufrimiento ajeno, o es indiferente o están anestesiados por tantas injusticias que sin darse cuenta están en el camino de lo que en medicina se llama: Algolagnia. Palabra proveniente del griego antiguo (algos: dolor; lagneia: placer), que constituye una de las definiciones usuales en Medicina para referirse al erotismo del dolor, al placer sexual relacionado con las sensaciones dolorosas.
Se trata de una patología ciertamente distinta del sadismo o masoquismo. Pero en la vida espiritual también se da y a ese tipo de mal espiritual se le conoce como odio puro (pecado capital), y hace a la persona que es dominado por este tipo de ‘espíritu’ demoniaco: desalmada, porque son capaces de cometer acciones crueles sin mostrar pena o compasión, especialmente contra personas o animales. Por eso, le escuchamos decir a Jesús: “Les aseguro que ustedes llorarán y se entristecerán, mientras el mundo se alegrará”, Juan 16, 20. Y fue exactamente lo que hicieron los enemigos de Jesús cuando irónicamente se burlaban de él cuando está en la Cruz, es lo que incluso hizo uno de los dos ladrones que se encontraban también en el mismo suplicio que Cristo, Cfr. Lucas 23, 35-43.

Señor, “anota en tu libro mi vida errante, recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío”, Salmo 55/56, 9. Y no permitas que el dolor me haga insensible al dolor ajeno, dame el don de la compasión, pero sobre todo la creatividad para ayudar al hermano pobre, desamparado y que sufre. Que mis penas sirvan, ¡Dios mío!, como purificación de mis propios pecados. Señor haz que te vea en los rostros sufrientes del mundo de hoy e imite la valentía de la Verónica que se abrió paso entre los soldados para enjugar tus lágrimas.

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