“Ustedes estarán
tristes, pero su tristeza se transformará en alegría”
Juan 16, 20.
Déjame secar tu rostro, Dios mío |
Cuando he escuchado el discurso de
despedida que Jesús hace a sus discípulos, ha venido a mi mente las palabras
que papa Francisco nos dirige en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, la alegría del Evangelio, se trata de un número
donde el santo Padre parafrasea una idea de su predecesor papa Emérito
Benedicto XVI: “el amor es en el fondo la única luz que ilumina constantemente
a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar”, 272.
Y recuerdo también
un hecho familiar: mi madre, cuando junto a su hijo enfermo pasaba la noche
como si estuviera en pleno día, llena de dolor, de angustia por no tener lo
mínimo para llevarlo al médico y pagar los medicamentos; siempre recuerdo la
narración donde explicaba que el médico de un sanatorio privado le entregó a su
hijo en brazos como si estuviera dormido, mi hermano había muerto, y no se
podían cubrir los gastos, así que el médico le dijo que no llorará, que él le
entregaría a su hijo y así debería llevarlo de vuelta a casa, como si estuviese
dormido, así deberían pasar también los retenes militares. Sólo podría llorar
cuando estuviese en casa y así lo hizo. Luego ella con el tiempo enfermó del
corazón, pues la tristeza y el dolor, fueron muy grandes. Y ¿por qué lloraba mi
madre desesperadamente, por qué se jalonaba el cabello como si estuviera fuera
de sí? ¿por qué mi padre recitaba en la noche con lágrimas en los ojos, hincado
y con los brazos extendidos la oración de Job 1, 21: “Desnudo salí del vientre
de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó:
¡Bendito sea el Nombre del Señor!? Porque habían perdido a un ser muy querido,
porque amaron con toda la potencialidad de su ser al hijo de sus entrañas.
Lloraron y estaban tristes por Amor. Y fue precisamente el amor de sus otros
seis hijos los que les impulsó como bien recuerdan los papas a continuar con
sus vidas: “el amor es en el fondo la única luz que ilumina constantemente a un
mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar”.
Los discípulos
experimentaron la tristeza cuando vieron a su maestro caminar hacia el
patíbulo, destrozado y humillado. Lo lloraron y se sintieron culpables,
experimentaron vergüenza, dolor y miedo por haber abandonado al amigo fiel.
Pero cuando lo vieron Resucitado y una vez que les mostró las heridas de las
manos y el costado las Sagradas Escrituras dicen que “los discípulos se
llenaron de alegría”, Juan 20, 20.
Hay gente que
‘goza’ con el sufrimiento ajeno, o es indiferente o están anestesiados por
tantas injusticias que sin darse cuenta están en el camino de lo que en
medicina se llama: Algolagnia. Palabra proveniente del griego antiguo (algos:
dolor; lagneia: placer), que constituye una de las definiciones usuales en
Medicina para referirse al erotismo del dolor, al placer sexual relacionado con
las sensaciones dolorosas.
Se trata de una
patología ciertamente distinta del sadismo o masoquismo. Pero en la vida
espiritual también se da y a ese tipo de mal espiritual se le conoce como odio
puro (pecado capital), y hace a la persona que es dominado por este tipo de
‘espíritu’ demoniaco: desalmada, porque son capaces de cometer acciones crueles
sin mostrar pena o compasión, especialmente contra personas o animales. Por
eso, le escuchamos decir a Jesús: “Les aseguro que ustedes llorarán y se
entristecerán, mientras el mundo se alegrará”, Juan 16, 20. Y fue exactamente
lo que hicieron los enemigos de Jesús cuando irónicamente se burlaban de él
cuando está en la Cruz, es lo que incluso hizo uno de los dos ladrones que se
encontraban también en el mismo suplicio que Cristo, Cfr. Lucas 23, 35-43.
Señor,
“anota en tu libro mi vida errante, recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío”,
Salmo 55/56, 9. Y no permitas que el dolor me haga insensible al dolor ajeno,
dame el don de la compasión, pero sobre todo la creatividad para ayudar al
hermano pobre, desamparado y que sufre. Que mis penas sirvan, ¡Dios mío!, como
purificación de mis propios pecados. Señor haz que te vea en los rostros
sufrientes del mundo de hoy e imite la valentía de la Verónica que se abrió
paso entre los soldados para enjugar tus lágrimas.
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