martes, 3 de mayo de 2016

“Se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres”
Filipenses 2, 7.
¡Salve Cruz Bendita!

El versículo que hoy vamos a meditar pertenece a una carta que el Apóstol Pablo dirigió a la primera comunidad europea que fundó junto a su compañero de viaje y de evangelización, el gran Silas. La carta es dirigida a la comunidad cristiana de Filipos desde la ciudad de Roma, donde Pablo se encuentra prisionero por predicar a Jesús muerto y Resucitado. Esta carta es muy interesante y sumamente edificadora, porque el Apóstol escribe desde una situación totalmente onerosa para su propia salud y sobre todo porque percibe que su muerte está ya muy cerca. Y nos permite reconocer la gran libertad de espíritu que posee, la cual le permite valientemente confesar que es a través de la humillación de la Cruz como Dios salvó al mundo, cumpliéndose así lo que Jesús el Hijo de Dios había comentado al maestro Nicodemo: “Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él”, Juan 3, 17.
Por eso, sin tapujo ya había dicho anticipadamente a la comunidad cristiana de Corinto: “mientras que nosotros anunciamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos; pero para los llamados, tanto judíos como griegos, un Cristo que es fuerza y sabiduría de Dios”, 1Corintios 1, 23-24. Y esto es en verdad gran Misterio: ¿cómo un hombre humillado en la Cruz, muerto en un madero ignominioso puede convertirse en fuerza para el hombre que sufre y carga su propia cruz? ¿qué clase de conocimiento o sabiduría puede desprenderse de una muerte tan atroz como la que padeció Jesús de Nazareth a tal punto que se convierta en la plataforma de la edificación de la fe una nueva religión como lo es la cristiana?
Esa ‘fuerza y sabiduría’ que emanan fuertemente de la Cruz procede del Dios vivo. Porque hay que decirlo, sin miedo y sin temblor y no por las consecuencias o contradicciones teológicas que se pueden desprender de tal afirmación: Dios murió y resucitó. Y murió porque así lo ha querido y lo pudo llevar acabo, ese fue su plan desde un principio, ni incluso Satanás pudo percatarse anticipadamente del Knock Out que Dios le iba a propinar y que le dejaría fuera de combate, la Cruz de Cristo, es decir, la muerte del Hijo Dios, es el derechazo con el que Dios Uno y Trino derrotó a Satanás, el pecado y la muerte. Por eso, está escrito: “Por eso me ama el Padre, porque doy la vida, para después recobrarla. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y para después recobrarla. Éste es el encargo que he recibido del Padre”, Juan 10, 17-18. Y entonces entendemos mucho mejor la expresión del versículo que estamos meditando: “Se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres”, Filipenses 2, 7. Lo que significa que Dios pudo hacer lo que hizo porque su Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, se encarnó en el vientre de una Virgen, llamada María, de la cual tomó naturaleza humana sin menoscabar su propia divinidad.
Si al tomar “la condición de siervo” el Hijo de Dios no perdió nada, se entiende que la Cruz tampoco lo haría, aunque para sus agresores significara la peor humillación que podría sufrir un hombre en el ‘mundo’ de ese tiempo. Por eso, san Juan habla de la hora de la exaltación o glorificación del Hijo del Hombre, de Jesús muerto en la Cruz: “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna”, 3, 14-15. Lo que quiso significar la derrota de Jesús, o la muerte de Dios, para sus enemigos significó la gran oportunidad para revelar con gran nitidez La Divinidad de Jesús, es decir, lo posible que es para Dios habitar en medio de sus criaturas, confirmando así lo que antiguamente ya se había anunciado proféticamente por Moisés: “Porque, ¿qué nación grande tiene un dios tan cercano como nuestro Dios, que cuando lo invocamos siempre está cerca?”, Deuteronomio 4, 7. Por eso Dios merece ser alabado y adorado porque como canta el Salmista: “y a ti se te cumplen los votos, porque tú escuchas nuestras súplicas”, 64/65, 2-3.
Así, que al venerar piadosamente ‘la cruz de Cristo’ lo que estamos realizando es, primeramente, un reconocimiento del instrumento que Dios utilizó para manifestar no sólo el Poder de su divinidad sino también el de su Misericordia por la humanidad. Segundo, la demostración de un gran amor y respeto a Dios por su Virtud, Dignidad, Mérito y Santidad.
Por último, la humillación de Cristo en la Cruz, también significa ‘el camino de luz’ que debería recorrer todo fiel que desea ser reconocido como auténticamente cristiano, Cfr. Juan 14, 6. La cruz de Cristo revela la fragilidad y la debilidad humana, pone en evidencia el mundo de injusticias originadas siempre por los pecados del hombre y de las estructuras de pecado que existen y se mantienen en una humanidad sin Dios.
Conviene, por tanto, a mi parecer, asumir con humildad lo que somos: ‘hombres frágiles, débiles y pecadores’. No somos poderosos, la soberbia y el pecado proyectan solamente una caricatura del hombre, aparentamos estar bien, como si nada sucediese internamente, como si no tuviéramos en el corazón ‘polillas’ que continuamente nos degradan y consumen nuestras esperanzas y sueños y; como si fuera posible tener el control de todas y cada una de las contrariedades de la vida, pero no debería actuar así, porque se corre el peligro de que como nos ven siempre ‘fuertes, invencibles, inconmovibles’ consideren que no necesitamos ayuda, cuando en realidad de la garganta quiere salir un grito desgarrador de auxilio. La cruz de Cristo entonces nos da la fuerza para asumir esas debilidades, fragilidades y pecados y al unísono con nuestro Señor Jesús exclamar al Padre: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”, Lucas 23, 46. Y para que podamos, sólo entonces, escucharle decir al Padre: “¡Te basta mi gracia! La fuerza se realiza en la debilidad”. Entonces, hermanos, digamos con San Pablo: “Muy a gusto me gloriaré de mis debilidades, para que se aloje en mí el poder de Cristo”, 2Corintios 12, 9.
Señor soy un hombre débil, frágil y pecador, que continuamente necesita de tu gracia, concédemelo y haz que vuelva a experimentar la fuerza de tu poder y de grandísima misericordia. Gracias por darnos la Cruz como defensa contra el pérfido enemigo. Gracias porque la propia cruz de mis debilidades, fragilidades y pecados son motivos para que se hagan realidad las palabras del Salmista: “Pero él sentía lástima de ellos, les perdonaba su culpa y no los destruía. Muchas veces dominó su ira y apagó el furor de su cólera”, 77/78, 38. Gracias por tu grande Amor, Señor, Dios mío.


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