viernes, 29 de abril de 2016

"El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las estrictas necesarias", Hechos 15, 28.

La reunión conciliar de la Iglesia (Jerusalén, Antioquía, Siria y Cilicia) del primer siglo llega a la conclusión con claras propuestas pastorales que responden adecuadamente a los desafíos que al menos internamente estaban suscitándose con los hermanos que se habían convertido del paganismo y habían abrazado la fe en Jesús de Nazareth, Hijo de Dios, muerto y resucitado.
No comentaré ninguna de esas respuestas pastorales del Concilio de Jerusalén. Pero quisiera poner en evidencia lo que en el fondo subyace con las directrices que de ella emanan para el mantenimiento no sólo de la unidad sino de la propia comunión de fe y de la fraternidad. El Concilio según mi parecer debe mantener siempre vigente el Espíritu de Jesús: la opción por los marginados, las masas abandonadas, los discriminados, los excluidos.

Ese espíritu de Jesús está expresado en el pasaje del Evangelio del día: "Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros", Juan 15, 14. 17. El amor de Jesús expresado en su muerte de Cruz no dejó a nadie excluido. Jesús, nuestro cordero inmolado murió a beneficio no de unos cuantos sino de toda la humanidad. Y ese sacrificio se actualiza cada vez que se pone en marcha obras de amor: palabras, sentimientos, gestos.
Un beso, una sonrisa, un abrazo, un saludo, una ayuda; el compartir los alimentos o el tiempo o los bienes sean estos espirituales o materiales; cuando se escucha con la atención debida; cuando uno calla mientras el otro se encuentra dominado por la ira o la rabia; cuando se es capaz de reconocer no sólo los errores y defectos sino también las cualidades y bondades de toda persona; cuando se escucha una bella melodía que ennoblece el alma; cuando se tienen personas al servicio y se les trata con respeto y tolerancia; cuando leemos un buen libro y aprendemos cosas nuevas que edifican nuestro espíritu y elevan nuestra educación; cuando luchamos para que la justicia se restablezca; cuando aspiramos al bien común en todas y cada una de nuestras relaciones interpersonales; cuando perdonamos y promovemos procesos de reconciliación y paz con quienes nos han violentado o han provocado heridas profundas en nuestras personas o en la propia sociedad; en éstas y otras cosas el amor de Jesucristo puede ser puesta en obra.
Cuando el hombre se aventure a vivir la fraternidad y la amistad sin excluir a ninguno el mandamiento de Jesús deja de ser abstracto y comienza existir en la realidad como cosa concreta, verificable y puede convertirse en la fuerza que transforma el ambiente donde vivimos.
Así que el Espíritu Santo rompe barreras y logra la expresión más bella del amor: La comunión. Y eso es expresamente lo que pone de manifiesto el primer concilio de la historia de la Iglesia: una apertura al mundo. Apertura que no se ha cerrado por las directrices pastorales de los primeros apóstoles y presbíteros; sino que continúa abierta porque actualmente en la humanidad son otros los rostros que deben ser incluidos y atendidos caritativamente.
Señor, enséñanos amar, a no tener miedo de abrir el corazón y los brazos para acoger a quienes hoy son los débiles del mundo de esta nuestra historia social y personal. Queremos continuar siendo tus amigos, dando no sólo afecto sino abriendo espacios para que ninguno quede excluido. Danos tu Espíritu Jesús e impulsanos al testimonio de vida por medios de obras de amor.

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