“Mis ovejas
escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen”
Juan 10, 27.
Hechos 13, 14. 43-52; Salmo 99/100, 2-3. 5; Apocalipsis 7, 9. 14b-17;
Juan 10, 27-30.
Jesús es el Pastor bello (Cfr. Juan
10, 11), en él la belleza no cambia con el tiempo, se mantiene igual, nunca
envejecerá, tendrá siempre un rostro radiante como el sol, porque él es el «Cordero,
que está en medio del trono» reinando junto al Padre por toda la eternidad como
lo afirma la segunda lectura tomada del libro del Apocalipsis 7, 17; pero la
belleza de nuestro querido Jesús no sólo se refiere a su aspecto físico sino a
las buenas actitudes que adornan o enriquecen su personalidad. Así, que cuando
decimos hemos encontrado una bella persona estaríamos corto de visión si la
redujéramos a su buena presencia; pero si le agregamos el hecho de que siempre
sonríe, es respetuosa, atenta, servicial, generosa, paciente, etc., decimos
mucho más de ella que sí sólo hiciéramos referencia a sus ojos, a su rostro o a
su cuerpo o altura, etc. Jesús es el pastor bello porque siempre desplegó un
gran abanico de actitudes siempre nuevas que dignificaban a la persona con las
que se relacionaba. Aquí encontramos pues una gran enseña de nuestro Jesús: el servicio de amor al prójimo nos hace ser
siempre bellos.
Pero Jesús no sólo
es el Pastor bello es también el Cordero degollado porque ha entregado su vida
por todas las ovejas de la tierra y así lo afirma también el Apocalipsis en un
cántico: «porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres
de toda raza, lengua, pueblo y nación», 5, 9.
Hemos sido comprando a gran precio, y eso pone en evidencia lo valioso
que somos a los ojos de Dios; Él nos ha rescatado de las garras de la muerte,
de la oscuridad del pecado y del poder de Satanás. Jesús nuestro cordero
inmolado es el Hombre fuerte que ha amarrado a Satanás y nos ha sustraído de su
reino (Cfr. Lucas 11, 22) y nos ha trasladado al reino de su Padre querido
(Cfr. Apocalipsis 5, 10), por eso le escuchamos decir en el evangelio: «nadie
las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y él es superior a todos, y
nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre», Juan 10, 28-29. Esto, hermanos
está poderoso, en Jesús el Señor somos más que vencedores, somos hijos amados
del Padre, Dios está a favor del hombre y de la entera humanidad. Y eso debe
ser para ti y para mí motivo de profunda alegría, al saber, como dice san
Pablo: «que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni el
presente ni el futuro, ni los poderes de este mundo, ni lo alto ni lo bajo, ni
creatura alguna podrá apartarnos del amor que nos ha manifestado Dios en Cristo
Jesús, Señor nuestro», Romanos 8, 38.
Jesús como pastor
bello y cordero inmolado nos marca el camino, el estilo de vida que todos los
discípulos debemos asumir en entera libertad y con gran ánimo (Cfr. Juan 14,
6), no debemos tener miedo en consumir la vida sirviendo al prójimo, pues ha
dicho: «quien pierda su vida por mi causa la conservará», Mateo 16, 25. El
estilo de vida señalado por Jesús, es un sendero “antiguo y nuevo” que conduce
no a una vida vacía, frustrada, arrugada o corroída; es más bien un modelo de
vida que conduce: «a las fuentes del agua de la vida», es decir, a la vida
eterna. Entonces, comprendemos que Jesús el pastor bello y cordero inmolado es
el único que puede saciar el corazón sediento del hombre, pues el hombre siempre
tiene hambre de eternidad. En Jesús, y solamente en Él, Dios enjuga de los ojos
de la humanidad toda lágrima, porque les ofrece una esperanza cierta, por eso
escuchamos decir: «Ya no sufrirán hambre ni sed, no los quemará el sol ni los
agobiará el calor», Apocalipsis 7, 16-17.
Pero esta
esperanza para que sea tal, la vivimos en el “aquí y en el ahora”, no la
postergamos hasta el final de los tiempos, ciertamente la pregustamos, la
saboreamos en cada momento de la vida hasta llegar a poseerla en plenitud en la
vida eterna. La esperanza de una vida eterna junto a la Trinidad y que Jesús
nos ofrece debe dotar siempre de alegría al cristiano y debe incluso renovarle
las fuerzas para seguir amando, aún en las diversas pruebas y sufrimientos que
pueda experimentar; y le debe impulsar a hacer todo lo que esté a su alcance
para que no se extinga, para que la profesión de fe en el Resucitado sea una
acción creíble, palpable a los ojos de tantos hombres y mujeres que caminan hoy
día sin ilusión, sin ganas de vivir o fuerzas para luchar, eso es lo que
entiendo cuando Lucas dice: «Los discípulos se quedaron llenos de alegría y del
Espíritu Santo», es decir, se quedaron llenos de gozo por el poder de Dios,
Hechos 13, 52.
Una Iglesia que
está llena de verdadera alegría por la presencia del Espíritu Santo: es una
Iglesia viva porque escucha la voz del Señor y sigue las huellas del pastor
bello; es ante todo una Iglesia donde reina el espíritu de comunión porque se esfuerzan cada uno de sus miembros
en vivir la fraternidad, a semejanza de Jesús y su Padre: «El Padre y yo somos
uno», Juan 10, 30. ¡No es posible la unidad sin la fraternidad!
La Iglesia en su
quehacer pastoral debe manifestarse siempre de manera organizada, con un
trabajo articulado para que sus esfuerzos de vivir las obras de misericordia sean siempre no una cosa “eventual” sino una
connotación natural que de razón de su propia existencia. La Iglesia existe
para enjugar en el “aquí y en el ahora” las lágrimas de tantos rostros de
hombres y mujeres de nuestro tiempo. Para la Iglesia esos rostros tienen un
Nombre, una dignidad que debe defender, proclamar y custodiar, por eso Jesús
dice de sus ovejas: «yo las conozco». No se conoce a distancia, la oveja para
no irse con extraños debe aprender a distinguir la voz de la Iglesia del “canto
de las sirenas”, pero para que suceda eso, la Iglesia tiene que hacerse cercana
pues sólo así puede decir Jesús de su Iglesia: «mis ovejas escuchan mi voz; yo
las conozco y ellas me siguen», Juan 10, 27. Por si queda dudas: todas las
ovejas forman la Iglesia, el pueblo de Dios.
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