sábado, 16 de abril de 2016

"Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen”, Juan 10, 27.

“Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen”
Juan 10, 27.
Hechos 13, 14. 43-52; Salmo 99/100, 2-3. 5; Apocalipsis 7, 9. 14b-17; Juan 10, 27-30.
Jesús es el Pastor bello (Cfr. Juan 10, 11), en él la belleza no cambia con el tiempo, se mantiene igual, nunca envejecerá, tendrá siempre un rostro radiante como el sol, porque él es el «Cordero, que está en medio del trono» reinando junto al Padre por toda la eternidad como lo afirma la segunda lectura tomada del libro del Apocalipsis 7, 17; pero la belleza de nuestro querido Jesús no sólo se refiere a su aspecto físico sino a las buenas actitudes que adornan o enriquecen su personalidad. Así, que cuando decimos hemos encontrado una bella persona estaríamos corto de visión si la redujéramos a su buena presencia; pero si le agregamos el hecho de que siempre sonríe, es respetuosa, atenta, servicial, generosa, paciente, etc., decimos mucho más de ella que sí sólo hiciéramos referencia a sus ojos, a su rostro o a su cuerpo o altura, etc. Jesús es el pastor bello porque siempre desplegó un gran abanico de actitudes siempre nuevas que dignificaban a la persona con las que se relacionaba. Aquí encontramos pues una gran enseña de nuestro Jesús: el servicio de amor al prójimo nos hace ser siempre bellos.
Pero Jesús no sólo es el Pastor bello es también el Cordero degollado porque ha entregado su vida por todas las ovejas de la tierra y así lo afirma también el Apocalipsis en un cántico: «porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación», 5, 9.  Hemos sido comprando a gran precio, y eso pone en evidencia lo valioso que somos a los ojos de Dios; Él nos ha rescatado de las garras de la muerte, de la oscuridad del pecado y del poder de Satanás. Jesús nuestro cordero inmolado es el Hombre fuerte que ha amarrado a Satanás y nos ha sustraído de su reino (Cfr. Lucas 11, 22) y nos ha trasladado al reino de su Padre querido (Cfr. Apocalipsis 5, 10), por eso le escuchamos decir en el evangelio: «nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y él es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre», Juan 10, 28-29. Esto, hermanos está poderoso, en Jesús el Señor somos más que vencedores, somos hijos amados del Padre, Dios está a favor del hombre y de la entera humanidad. Y eso debe ser para ti y para mí motivo de profunda alegría, al saber, como dice san Pablo: «que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni el presente ni el futuro, ni los poderes de este mundo, ni lo alto ni lo bajo, ni creatura alguna podrá apartarnos del amor que nos ha manifestado Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro», Romanos 8, 38.
Jesús como pastor bello y cordero inmolado nos marca el camino, el estilo de vida que todos los discípulos debemos asumir en entera libertad y con gran ánimo (Cfr. Juan 14, 6), no debemos tener miedo en consumir la vida sirviendo al prójimo, pues ha dicho: «quien pierda su vida por mi causa la conservará», Mateo 16, 25. El estilo de vida señalado por Jesús, es un sendero “antiguo y nuevo” que conduce no a una vida vacía, frustrada, arrugada o corroída; es más bien un modelo de vida que conduce: «a las fuentes del agua de la vida», es decir, a la vida eterna. Entonces, comprendemos que Jesús el pastor bello y cordero inmolado es el único que puede saciar el corazón sediento del hombre, pues el hombre siempre tiene hambre de eternidad. En Jesús, y solamente en Él, Dios enjuga de los ojos de la humanidad toda lágrima, porque les ofrece una esperanza cierta, por eso escuchamos decir: «Ya no sufrirán hambre ni sed, no los quemará el sol ni los agobiará el calor», Apocalipsis 7, 16-17.
Pero esta esperanza para que sea tal, la vivimos en el “aquí y en el ahora”, no la postergamos hasta el final de los tiempos, ciertamente la pregustamos, la saboreamos en cada momento de la vida hasta llegar a poseerla en plenitud en la vida eterna. La esperanza de una vida eterna junto a la Trinidad y que Jesús nos ofrece debe dotar siempre de alegría al cristiano y debe incluso renovarle las fuerzas para seguir amando, aún en las diversas pruebas y sufrimientos que pueda experimentar; y le debe impulsar a hacer todo lo que esté a su alcance para que no se extinga, para que la profesión de fe en el Resucitado sea una acción creíble, palpable a los ojos de tantos hombres y mujeres que caminan hoy día sin ilusión, sin ganas de vivir o fuerzas para luchar, eso es lo que entiendo cuando Lucas dice: «Los discípulos se quedaron llenos de alegría y del Espíritu Santo», es decir, se quedaron llenos de gozo por el poder de Dios, Hechos 13, 52.
Una Iglesia que está llena de verdadera alegría por la presencia del Espíritu Santo: es una Iglesia viva porque escucha la voz del Señor y sigue las huellas del pastor bello; es ante todo una Iglesia donde reina el espíritu de comunión porque se esfuerzan cada uno de sus miembros en vivir la fraternidad, a semejanza de Jesús y su Padre: «El Padre y yo somos uno», Juan 10, 30. ¡No es posible la unidad sin la fraternidad!
La Iglesia en su quehacer pastoral debe manifestarse siempre de manera organizada, con un trabajo articulado para que sus esfuerzos de vivir las obras de misericordia sean siempre no una cosa “eventual” sino una connotación natural que de razón de su propia existencia. La Iglesia existe para enjugar en el “aquí y en el ahora” las lágrimas de tantos rostros de hombres y mujeres de nuestro tiempo. Para la Iglesia esos rostros tienen un Nombre, una dignidad que debe defender, proclamar y custodiar, por eso Jesús dice de sus ovejas: «yo las conozco». No se conoce a distancia, la oveja para no irse con extraños debe aprender a distinguir la voz de la Iglesia del “canto de las sirenas”, pero para que suceda eso, la Iglesia tiene que hacerse cercana pues sólo así puede decir Jesús de su Iglesia: «mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen», Juan 10, 27. Por si queda dudas: todas las ovejas forman la Iglesia, el pueblo de Dios.

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