“¿De dónde vienen las luchas y los
conflictos entre ustedes?¿No es, acaso, de las malas pasiones, que siempre
están en guerra dentro de ustedes?”
Santiago
4, 1.
Santiago
4, 1-10; Salmo 54/55, 7-11. 23; Marcos 9, 30-37.
Todo hombre, varón y mujer, posee una
voluntad al que le doy el calificativo de
poder. Primero, para que se
comprenda la facultad que el hombre tiene
a su disposición, como algo propio, muy suyo y la consiguiente oportunidad de poder modificar su situación no sólo
interna sino también externa hasta donde le sea posible. Y segundo, el riesgo que deriva de la exageración de concebir este poder como algo ilimitado, de hacer y
deshacer según el propio criterio, sin caer en la cuenta de que dicha voluntad
debe ser educada, canalizada y totalmente dirigida hacia el bien personal y
social. Pues dicha voluntad de poder
se manifiesta en cada una de las decisiones que toma la persona en, con y por “libertad”.
Dándole al varón y a la mujer la posibilidad de construir o destruir, ya sea
para bien suyo y gozo de los demás, o bien, en contra suya y en perjuicio de los
otros.
Por esta voluntad de poder el varón y la mujer
expresan sus más nobles deseos, entre ellas el deseo de ser siempre el mejor en
todos los aspectos de la vida: en el campo laboral, en el deporte, en el
estudio, en lo religioso, etc. Y eso es bueno, es lo que se espera de cada
persona, y así lo constata las Sagradas Escrituras cuando declara: «Y vio Dios
todo lo que había hecho: y era muy bueno», Génesis 1, 31. Y Jesús no se opone a
ello, al contrario alienta, motiva al hombre a ser siempre el primero, pues
dice: «si alguno quiere ser el primero», Marcos 9, 35. ¿En dónde reside entonces la problemática de ser el primero? El
texto mismo nos lo dice «porque en el camino había discutido sobre quien de
ellos era el más grande», v. 34. En la pregunta que hace Jesús y en el silencio
de sus discípulos subyace una voluntad de
poder que está animada por una “sabiduría” que excluye a los otros, que
busca solamente el bien de una sola persona, se esconde la intención de una
persona narcisista, malévola y casi diabólica, pues se afirma en la carta de
Santiago: «si ustedes...hacen las cosas por rivalidad, no se engañen...Ésa no
es sabiduría que baja del cielo, sino terrena, animal, demoníaca», 3, 14-15.
Entonces ¿por qué y para qué ser el más importante?
¿Cuál es la finalidad de haber sido elegido el mejor empleado del mes? ¿el más
inteligente de la clase? ¿el ganador de los cien metros planos? Etc. Creo
que el problema reside en el hecho de la idolatría, que nada tiene que ver con
un reconocimiento sano al esfuerzo y a la dedicación que personalmente ha hecho
el sujeto sino con el reclamo que el orgullo y la soberbia ponen de manifiesto:
“somos merecedores de culto y de adoración porque hemos demostrado ser los
mejores”. ¿Cuántas veces no se alegra el
estudiante de ser el mejor de la clase sin importarle aquel que tiene
dificultades para aprender? Pues no hay ganador sin perdedor. Lo cierto es,
que este tipo de voluntad de poder
demoníaco «conduce a una situación en la que uno se impone y los demás sirven;
uno es feliz –si es que puede haber felicidad en ello–, los demás infelices;
sólo uno sale vencedor todos los demás derrotados; uno domina, los demás son
dominados», Cantalamesa. Se nos
olvida que todos los males de la humanidad tienen esta raíz. Piénsese por
ejemplo en las relaciones familiares, cuando sólo impera la opinión del Padre
por encima de la Madre y de los hijos, cuando se determina tajantamente que se
hace y que no, y no se da espacio al consenso o a la deliberación.
A esta
manera de ser el primero y el más importante Jesús se opone. Él, sin embargo,
propone un nuevo camino: «si alguno quiere ser el primero, que sea el último de
todos y el servidor de todos», Marcos 9, 35. Significando que en el servicio
todos encuentran un espacio donde desarrollarse y crecer, todos se benefician
de la grandeza de uno, más que elevarse por encima de los demás, eleva a los
demás consigo.
Ciertamente,
para que nuestra voluntad de poder esté al servicio del bien común se necesita
constancia, disciplina y arduo trabajo. Dado que el «servicio desinteresado
supone decisiones radicales y grandes dosis de amor que excluye todo egoísmo.
Se trata, por tanto, de un camino verdadero pero áspero», Guillermo Gutiérrez. Porque incluso hay
que remar contra corriente, uno puede tener la firme determinación de generar
el cambio, de querer hacer algo por los demás, pero muchos otros no estarán de
acuerdo si se opone a sus propios intereses. De ahí, que se vean asediados,
perseguidos, calumniados. Como bien afirma el libro de la Sabiduría: «tendamos
una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos», 2, 12.
Pero el
mayor obstáculo de servicio se encuentra en uno mismo, pero como está escrito: «el
pecado acecha a la puerta de tu casa para someterte, sin embargo tú puedes
dominarlo», Génesis 4, 7. Y uno se da cuenta de ello, por eso Santiago nos dice
marcadamente: «¿De dónde vienen las luchas y los conflictos entre ustedes? ¿No
es, acaso, de las malas pasiones, que siempre están en guerra dentro de
ustedes?», 4, 1. Y a pesar de las
fragilidades humanas estamos llamados de usar correctamente el poder de nuestra
voluntad.
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