martes, 25 de febrero de 2014

“¿De dónde vienen las luchas y los conflictos entre ustedes?¿No es, acaso, de las malas pasiones, que siempre están en guerra dentro de ustedes?”
Santiago 4, 1.
Santiago 4, 1-10; Salmo 54/55, 7-11. 23; Marcos 9, 30-37.
Todo hombre, varón y mujer, posee una voluntad al que le doy el calificativo de poder. Primero, para que se comprenda  la facultad que el hombre tiene a su disposición, como algo propio, muy suyo y la consiguiente oportunidad de poder modificar su situación no sólo interna sino también externa hasta donde le sea posible. Y segundo, el riesgo que deriva de la exageración de concebir este poder como algo ilimitado, de hacer y deshacer según el propio criterio, sin caer en la cuenta de que dicha voluntad debe ser educada, canalizada y totalmente dirigida hacia el bien personal y social. Pues dicha voluntad de poder se manifiesta en cada una de las decisiones que toma la persona en, con y por “libertad”. Dándole al varón y a la mujer la posibilidad de construir o destruir, ya sea para bien suyo y gozo de los demás, o bien, en contra suya y en perjuicio de los otros.
Por esta voluntad de poder el varón y la mujer expresan sus más nobles deseos, entre ellas el deseo de ser siempre el mejor en todos los aspectos de la vida: en el campo laboral, en el deporte, en el estudio, en lo religioso, etc. Y eso es bueno, es lo que se espera de cada persona, y así lo constata las Sagradas Escrituras cuando declara: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno», Génesis 1, 31. Y Jesús no se opone a ello, al contrario alienta, motiva al hombre a ser siempre el primero, pues dice: «si alguno quiere ser el primero», Marcos 9, 35. ¿En dónde reside entonces la problemática de ser el primero? El texto mismo nos lo dice «porque en el camino había discutido sobre quien de ellos era el más grande», v. 34. En la pregunta que hace Jesús y en el silencio de sus discípulos subyace una voluntad de poder que está animada por una “sabiduría” que excluye a los otros, que busca solamente el bien de una sola persona, se esconde la intención de una persona narcisista, malévola y casi diabólica, pues se afirma en la carta de Santiago: «si ustedes...hacen las cosas por rivalidad, no se engañen...Ésa no es sabiduría que baja del cielo, sino terrena, animal, demoníaca», 3, 14-15.
Entonces ¿por qué y para qué ser el más importante? ¿Cuál es la finalidad de haber sido elegido el mejor empleado del mes? ¿el más inteligente de la clase? ¿el ganador de los cien metros planos? Etc. Creo que el problema reside en el hecho de la idolatría, que nada tiene que ver con un reconocimiento sano al esfuerzo y a la dedicación que personalmente ha hecho el sujeto sino con el reclamo que el orgullo y la soberbia ponen de manifiesto: “somos merecedores de culto y de adoración porque hemos demostrado ser los mejores”. ¿Cuántas veces no se alegra el estudiante de ser el mejor de la clase sin importarle aquel que tiene dificultades para aprender? Pues no hay ganador sin perdedor. Lo cierto es, que este tipo de voluntad de poder demoníaco «conduce a una situación en la que uno se impone y los demás sirven; uno es feliz –si es que puede haber felicidad en ello–, los demás infelices; sólo uno sale vencedor todos los demás derrotados; uno domina, los demás son dominados», Cantalamesa. Se nos olvida que todos los males de la humanidad tienen esta raíz. Piénsese por ejemplo en las relaciones familiares, cuando sólo impera la opinión del Padre por encima de la Madre y de los hijos, cuando se determina tajantamente que se hace y que no, y no se da espacio al consenso o a la deliberación.
A esta manera de ser el primero y el más importante Jesús se opone. Él, sin embargo, propone un nuevo camino: «si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos», Marcos 9, 35. Significando que en el servicio todos encuentran un espacio donde desarrollarse y crecer, todos se benefician de la grandeza de uno, más que elevarse por encima de los demás, eleva a los demás consigo.
Ciertamente, para que nuestra voluntad de poder esté al servicio del bien común se necesita constancia, disciplina y arduo trabajo. Dado que el «servicio desinteresado supone decisiones radicales y grandes dosis de amor que excluye todo egoísmo. Se trata, por tanto, de un camino verdadero pero áspero», Guillermo Gutiérrez. Porque incluso hay que remar contra corriente, uno puede tener la firme determinación de generar el cambio, de querer hacer algo por los demás, pero muchos otros no estarán de acuerdo si se opone a sus propios intereses. De ahí, que se vean asediados, perseguidos, calumniados. Como bien afirma el libro de la Sabiduría: «tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos», 2, 12.
Pero el mayor obstáculo de servicio se encuentra en uno mismo, pero como está escrito: «el pecado acecha a la puerta de tu casa para someterte, sin embargo tú puedes dominarlo», Génesis 4, 7. Y uno se da cuenta de ello, por eso Santiago nos dice marcadamente: «¿De dónde vienen las luchas y los conflictos entre ustedes? ¿No es, acaso, de las malas pasiones, que siempre están en guerra dentro de ustedes?», 4, 1.  Y a pesar de las fragilidades humanas estamos llamados de usar correctamente el poder de nuestra voluntad.

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