lunes, 10 de febrero de 2014

“Una nube llenó el templo...la gloria del Señor había llenado su templo”
1Reyes 8, 10-11.
1Reyes 8, 1-7. 9-13; Salmo 131/132, 6-10; Marcos 6, 53-56.

 Cuando tengo oportunidad de ir a casa por carretera, dejando la ciudad de las luces –Puebla– a mis espaldas y descendiendo las cumbres de maltrata para tocar suelo veracruzano, densas neblinas cierran el paso, uno se desplaza a vuelta de rueda. La sensación que evoca la neblina es en verdad impresionante. Una sensación de misterio y de desafío que hacen estar con los sentidos al máximo por si se presentara alguna situación inesperada.
Hoy la primera lectura nos narra el traslado del Arca de la Alianza al Templo de Jerusalén que ha construido el rey Salomón. Todo el pueblo se encuentra en asamblea, ofreciendo sacrificios y alabanzas a YHWH. El texto señala que «una nube llenó el templo, y esto les impidió continuar oficiando, porque la gloria del Señor había llenado su templo», 1Reyes 8, 10-11. La nube nos indica una nueva presencia de Dios, un novedosa manera de acompañamiento y de pastoreo de su rebaño. Dios vive donde acontece lo humano. ¡Que maravilla!
La nube simboliza la presencia de Dios pero no es Dios. Y en este punto acapara mi atención el hecho de que el hombre siempre quiere ver, tocar, sentir y oler para estar un tanto seguro en lo que cree y es precisamente esta “necesidad” de experiencia casi mística la que se vuelve un tanto peligrosa, porque puede el hombre adherirse a la cosa sin que por ello descubra el auténtico significado de lo que representa la cosa en sí, es decir, el hombre es capaz de realizar actos de idolatría e incluso de idolatrase así mismo.
Por otra parte, descubrir la presencia real de Dios en la Eucaristía no es cuestión de tener en buen estado el sentido de la vista sino más bien de fe. Y la fe es un don que siempre hay que pedir, desarrollar y fortificar con el estudio, la oración y con la frecuencia de los sacramentos. El pan y el vino consagrado, la Eucaristía, no es una representación del cuerpo y la sangre del Señor, sino el Señor mismo, el cual se ofrece al Padre gracias a la acción poderosa del Espíritu Santo para la Salvación del mundo.
En la Eucaristía Dios se dona así mismo y desea ardientemente habitar en el corazón del hombre. En ese sentido, nos percatamos que es Dios quien envuelve en el misterio al hombre y lo introduce en la intimidad Trinitaria. ¿Cómo se da esto? No lo sabemos. ¿Por qué sucede? Por voluntad divina, por amor. Y no encuentro otro motivo suficiente sino el amor que Dios le profesa a todo hombre. Es su amor el que lo lleva a unirse plenamente a la condición humana del hombre. Y esto sin duda alguna es grandioso y maravilloso. ¡Gracias Dios!


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