lunes, 3 de febrero de 2014

“La historia de David es también la historia de cada hombre y de cada mujer”
Cugj.CaliϮ.
2Samuel 15, 13-14. 30; 16, 5-13a; Salmo 3, 2-7; Marcos 5, 1-20.
Dios ha perdonado a David su pecado pero eso no le libra de experimentar en carne propia la osadía de su rebeldía, pues hemos de reconocer que todos los actos humanos son generadoras de consecuencias. Y son dichas consecuencias que harán beber al rey el trago amargo del sufrimiento. Sus malas acciones propiciaron que cayeran desgracias sobre su propia casa:
-          Mató a Urías, el hitita, con la espada amonita por ese motivo la espada no se apartará jamás de su casa, Cfr. 2Samuel 12, 10. Ha sembrado muerte y cosechará con abundancia.
-          David traicionó a Urías a escondidas, ahora él será traicionado por uno de su misma sangre en pleno día y todo el pueblo de Israel lo verá, Cfr. v. 11-12.
-          Al saber que el hijo que le dio la mujer de Urías moriría, Cfr. v. 14 será el detonante que impulse a David a la oración y a la penitencia.
Pero en el fondo de estas desgracias que el rey ha de afrontar hay un aspecto pedagógico interesante. No se trata de una venganza o castigo divino, si no más bien de un aprendizaje de tipo penitencial. Deberá asumir la penitencia impuesta no sólo como resignación sino también como una manera concreta de purificar su corazón. En la penitencia el hombre debe comprender que el pecado siempre destruirá al hombre, le hará sufrir y le marginará a una existencia vacía, sedienta, desnuda y en soledad. Con la penitencia David emprende el camino de retorno al Señor, es un camino doloroso, sólo Él sabe el peso de la carga y ninguno puede consolarlo. El pasaje que hemos escuchado en la primera lectura nos sitúa ya en el proceso de la experiencia penitencial de David.
David tuvo muchas mujeres y por lo tanto muchos hijos e hijas. Su penitencia inicia precisamente en el seno familiar. Su hijo Absalón tenía una hermana muy hermosa llamada Tamar, Cfr. 2Samuel 13, 1. Pero otro hijo de David el primogénito, llamado Amnón se enamoró de ella y la violó, Cfr. v. 14. Absalón decidió matar a Amnón y luego se fugó, Cfr. v. 33-34.  Con el tiempo regresó a Jerusalén e inició la conspiración y se proclamó rey de Hebrón, Cfr. 2Samuel 15, 10.
De ahí, que hayamos escuchado en la primera lectura que David huye pero no por miedo afrontar a su hijo Absalón, sino porque reconoce que esta lucha por el reino, por sustentar el poder acarreará más muerte, David teme por los habitantes de la ciudad, por su pueblo, Cfr. v. 13-14. Reconoce que cuando los intereses son sólo personales que necesidad hay de hacerles pagar a terceros, y sobre todo cuando estos terceros son gente inocentes. 
En esta actitud de David encontramos mucha luminosidad porque el proceso penitencial tiene como metido la reparación, la purificación, la restauración no sólo del corazón del hombre que ha errado y pecado sino también de las realidades temporales que sufrieron violencia por dichas acciones negativas.
Y el primer cambio que está suscitando el proceso penitencial en el corazón de David es el abandono de sí mismo, está venciendo su egoísmo, los otros ya no son indiferentes ahora están en el primer plano de los intereses del rey. Si el egoísmo en una primera instancia había separado al rey del pueblo, ahora en cambio, el sufrimiento del rey es también sufrimiento del pueblo, pues hemos escuchado decir que: «David iba llorando, con la cabeza cubierta y los pies descalzos. Todos sus acompañantes iban también con la cabeza cubierta y llorando», v. 30. Rey y pueblo son uno.
Hay otro aspecto que la huida de David nos enseña, la humildad con la que asume su partida, ya no se esconde ni busca el refugio en la apariencia, lo que está padeciendo es del conocimiento de todos. Asume la verdad de la situación a pesar de que es muy dura. Pero cosa insólita no está solo, ahora su pueblo está con él. Por eso puede asumir como es debido la situación, pues el texto nos señala que mientras iban de camino un hombre de la familia de Saúl llamado Semeí los insultaba, los maldecía y les arrogaba piedras, y los soldados y el pueblo se agruparon para protegerlo, Cfr. 2Samuel 16, 5-8.
El rey es amado y por esa manifestación de compasión no sólo soporta la humillación y los insultos sino que también es capaz de reconocer que es el Señor quien ha permitido que todas estas cosas sucedan. David hace una lectura de su situación no sólo como consecuencias de su actuar negativo sino como una poderosa intervención de Dios que puede sacar lo mejor del hombre aún en situaciones extremas, es decir, David reconoce que los insultos y las humillaciones pueden ser muy provechosas si dejamos que sea Dios quien las convierta en bendiciones, Cfr. v. 10-12. En ese sentido, David ha aprendido, aunque muy tarde, que es mejor sufrir la injusticia que provocarla. Pero es precisamente en este punto donde destella mejor la luz, David ahora confía en Dios y espera que Él se compadezca de su situación y la cambien.
¿Cuantos hombres y mujeres han pasados por momentos oscuros y repletos de sufrimientos? Creo que no existe ninguno que no haya pasado por estas situaciones. Por eso, la historia de David es también la historia de cada hombre y de cada mujer. No importa aquí si lo hemos experimentado como inocentes o culpables. Lo que interesa es que estamos llamados a rectificar, a retomar el rumbo y empezar de nuevo mientras la vida terrena nos dure, a saber responsabilizarnos de nuestros actos con humildad, con resignación, con esperanza, con fe y mucho amor. Lo que importa es tener el coraje, la fuerza y la valentía para reconstruir lo que quizás hemos derrumbado o levantar aquello que también hemos dejado caer; de reconocer nuestros errores y pecados, aceptando corregirlos y confesándolos porque cuando hacemos esto nos liberamos y caminamos más ligeros, recuperamos no sólo las energías sino también la salud física y espiritual.

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