“David
dijo a Natán: ¡He pecado contra el Señor! Natán le respondió: El Señor ya ha
perdonado tu pecado, no morirás”
2Samuel 12, 13.
2Samuel 12, 1-7a. 10-17; 50/51, 12-17; Marcos
4, 35-41.
Existe en
nuestra cultura un adagio muy conocido: No
hay peor ciego que el que no quiere ver. Pero ¿quién se atreverá abrirle el ojo al ciego y sin que por ello salga raspado? El dejar al hombre continuar con su ceguera es ¿cuestión de prudencia? O más bien ¿de miedo o cobardía? Y si nos
proponemos abrirle los ojos ¿realizamos
un acto de caridad y de justicia?¿será acaso un acto de amor a la verdad o será
simplemente puro morbo? Pero ¿Por qué
abrirle los ojos? ¿Por qué no se le deja como está? ¿Qué provecho sacamos de ello?
Lo cierto es, que la corrección fraterna tiene
como propósitos bien definidos:
Salvar al hermano, no condenarlo,
ayudándole a que recupere la conciencia, a que pueda responsabilizarse de sus
actos para que pueda emprender con un nuevo brío los compromisos que se han
generado de sus acciones.
Este
primer aspecto de la corrección fraterna, la toma
de conciencia, no es cosa
sencilla, es una cuestión totalmente delicada, que puede tocar fibras muy
sensibles e incluso herir susceptibilidades provocando la gravedad de la
situación.
La
narración que el profeta Natán cuenta al rey David tiene ese objetivo. Pero no
es fábula nacida de la pura ocurrencia, tampoco se trata de palabras carentes
de significados. La narración es clara, encierra en ella un alto contenido
moral, es prácticamente una catequesis, no hay ambigüedades, engloba elementos
necesarios que reclaman valores como la verdad, la justicia, la misericordia,
la solidaridad, la propiedad privada, el respeto por la vida humana, entre
otras. La narración no provoca discusiones acaloradas, pues se trata de subsanar y de restablecer la armonía perdida, por eso las cosas que se están
diciendo se realizan con la elegancia y la sencillez de las palabras, con
tolerancia y mucho respeto. En este punto debemos recordar que Natán está
hablando con el Rey de Israel, por tanto, no puede olvidar por un instante quien tiene el sartén por el mango.
Existe un
pasaje en las Sagradas Escrituras que nos brinda mucha luz al respecto. Se
trata de un fragmento del profeta Ezequiel, el Señor Dios nos dice por su
medio: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado...y no que se convierta de su
conducta y que viva?», 18, 23. Estas palabras recuperan todo su significado por
aquel otro pasaje del Nuevo Testamento que el Apóstol Juan nos refiere en su
evangelio, cuando Jesús dice: «Yo vine para que tengan vida, y la tengan en
abundancia», 10, 10. ¡Oh, hermanos! La paciencia de Dios, el amor de Dios, la
justicia de Dios, el perdón de Dios, el Kairos
de Dios –el tiempo de Dios– son infinitos y totalmente inconmensurables.
Esto me da
pie para decir, que en la corrección fraterna no se trata de culpar y
sentenciar a muerte al hermano, se trata de amarle, de aceptarle con sus
debilidades y errores, de curar, vendar y sanar sus heridas. Se trata de
ayudarle a vivir bien. ¡Qué difícil y bella tarea tenemos! ¡Que el Señor nos
ayude! Y que también nos perdone si por algún momento hemos dejado morir al
prójimo.
Pero no se
trata de reconocer simplemente el hecho de que existen problemas, errores y
equivocaciones, debilidades y fragilidades. No se trata de realizar una lectura
sociológica o psicológica de las realidades temporales, se trata más bien de
una lectura de fe, de una visión teológica. Se trata de mirar estas realidades
desde una nueva perspectiva, aquella que introduce un límite al mal. Porque las
puras leyes humanas no erradican el mal, y no toda ley humana garantiza el
desarrollo integral del hombre. Existen leyes que incluso están en contra de la
misma dignidad humana, son permisivas y alentadoras de la maldad.
La toma de
conciencia que propongo es aquella que incluye en el proyecto de vida humana
los designios divinos. Una vida con Dios, una vida impulsada por el amor y el
perdón de Dios. Una vida que esté jalonada por la conversión del corazón del
hombre a Dios. Puesto que es Él, el Único vencedor del imperio de la muerte,
como bien señala el evangelio: «Él se levantó, increpó al viento y ordenó al
lago: ¡Calla, enmudece! El viento cesó y sobrevino una gran calma», Marcos 4,
39.
Resarcir
el daño.
Una vez que se ha recuperado la conciencia, y
se reconoce con honestidad el mal que se ha hecho, el paso a seguir es buscar
por todos los medios posibles y reales, el restablecimiento de la justicia, de la
armonía, de la paz. Teniendo presente y aceptando con humildad que nada será
igual, los hechos corresponden al pasado. Aquí es luminoso las palabras que
Poncio Pilatos dijo a los sumos sacerdotes con motivo del letrero que había
mandado colocar en la cruz de Jesús: «Lo escrito, escrito está», Juan 19, 22.
Recordemos, la naturaleza nos enseña, una
herida requiere tiempo, paciencia, y la cicatriz será siempre el signo
elocuente de que el pecado siempre destruye lo bueno que hay en el hombre. Por
lo tanto, tenemos el presente y se nos abre el futuro. Vivamos el presente con
fe, esperanza y amor. Aprendamos de nuestros errores y horrores, saquémosle
provecho para ser cada día mejores. Vivamos con actitudes positivas y evitemos
que el recuerdo nos amargen la existencia.
Reconciliación.
La
justicia por si sola termina por condenar al hombre. Pero la justicia permeada
por el amor de Dios y del prójimo salva al hombre. El objetivo más sublime de
la toma de conciencia y el resarcimiento de los daños es el alcance de la
reconciliación. Este punto, requiere tiempo, mucha fuerza de voluntad porque no
se trata de olvidar el mal que hicieron, sino de vencerlo a fuerzas de bien, de
ponerle un límite, de evitar que se propague y termine por consumir a todos.
Ser conscientes de que el mal existe y que puede presentarse en diversos modos,
por eso debemos estar siempre en alerta. Por desgracia, la maldad está
emparentada con la fragilidad y debilidades humanas. Por eso no dejemos de
buscar continuamente al Señor y especialmente en los momentos de más
desolación, miedo y angustia, digámosle con fe: «Maestro, ¿no te importa que
naufraguemos», Marcos 4, 38.
Integrarlo a la comunidad:
Si
lográramos esto, en verdad habremos salvado al hermano y evitado la creación de un “terrible
enemigo”, porque habremos re-vitalizado y res-tablecido la relación con Dios,
con los hombres, con la naturaleza, pero sobretodas las cosas porque se habrá
encontrado así mismo el hombre errante y pecador.
Si el
profeta Natán dice de parte de Dios al rey David: «El Señor ya ha perdonado tu
pecado, no morirás», 2Samuel 12, 13. ¿Quiénes
somos para condenar al prójimo? Si la sentencia del Señor ha sido, es y
siempre será favorable al hombre ¿por qué
nos seguimos empeñando en no perdonar?
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