sábado, 1 de febrero de 2014

“David dijo a Natán: ¡He pecado contra el Señor! Natán le respondió: El Señor ya ha perdonado tu pecado, no morirás”
2Samuel 12, 13.
2Samuel 12, 1-7a. 10-17; 50/51, 12-17; Marcos 4, 35-41.
Existe en nuestra cultura un adagio muy conocido: No hay peor ciego que el que no quiere ver. Pero ¿quién se atreverá abrirle el ojo al ciego y sin que por ello salga raspado? El dejar al hombre continuar con su ceguera es ¿cuestión de prudencia? O más bien ¿de miedo o cobardía? Y si nos proponemos abrirle los ojos ¿realizamos un acto de caridad y de justicia?¿será acaso un acto de amor a la verdad o será simplemente puro morbo? Pero ¿Por qué abrirle los ojos? ¿Por qué no se le deja como está? ¿Qué provecho sacamos de ello?
Lo cierto es, que la corrección fraterna tiene como propósitos bien definidos:
Salvar al hermano, no condenarlo, ayudándole a que recupere la conciencia, a que pueda responsabilizarse de sus actos para que pueda emprender con un nuevo brío los compromisos que se han generado de sus acciones.
Este primer aspecto de la corrección fraterna,  la toma de conciencia, no es cosa sencilla, es una cuestión totalmente delicada, que puede tocar fibras muy sensibles e incluso herir susceptibilidades provocando la gravedad de la situación.
 La narración que el profeta Natán cuenta al rey David tiene ese objetivo. Pero no es fábula nacida de la pura ocurrencia, tampoco se trata de palabras carentes de significados. La narración es clara, encierra en ella un alto contenido moral, es prácticamente una catequesis, no hay ambigüedades, engloba elementos necesarios que reclaman valores como la verdad, la justicia, la misericordia, la solidaridad, la propiedad privada, el respeto por la vida humana, entre otras. La narración no provoca discusiones acaloradas, pues se trata de subsanar y de restablecer la armonía perdida, por eso las cosas que se están diciendo se realizan con la elegancia y la sencillez de las palabras, con tolerancia y mucho respeto. En este punto debemos recordar que Natán está hablando con el Rey de Israel, por tanto, no puede olvidar por un instante quien tiene el sartén por el mango.

Existe un pasaje en las Sagradas Escrituras que nos brinda mucha luz al respecto. Se trata de un fragmento del profeta Ezequiel, el Señor Dios nos dice por su medio: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado...y no que se convierta de su conducta y que viva?», 18, 23. Estas palabras recuperan todo su significado por aquel otro pasaje del Nuevo Testamento que el Apóstol Juan nos refiere en su evangelio, cuando Jesús dice: «Yo vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia», 10, 10. ¡Oh, hermanos! La paciencia de Dios, el amor de Dios, la justicia de Dios, el perdón de Dios, el Kairos de Dios –el tiempo de Dios– son infinitos y totalmente inconmensurables.
Esto me da pie para decir, que en la corrección fraterna no se trata de culpar y sentenciar a muerte al hermano, se trata de amarle, de aceptarle con sus debilidades y errores, de curar, vendar y sanar sus heridas. Se trata de ayudarle a vivir bien. ¡Qué difícil y bella tarea tenemos! ¡Que el Señor nos ayude! Y que también nos perdone si por algún momento hemos dejado morir al prójimo.
 Pero no se trata de reconocer simplemente el hecho de que existen problemas, errores y equivocaciones, debilidades y fragilidades. No se trata de realizar una lectura sociológica o psicológica de las realidades temporales, se trata más bien de una lectura de fe, de una visión teológica. Se trata de mirar estas realidades desde una nueva perspectiva, aquella que introduce un límite al mal. Porque las puras leyes humanas no erradican el mal, y no toda ley humana garantiza el desarrollo integral del hombre. Existen leyes que incluso están en contra de la misma dignidad humana, son permisivas y alentadoras de la maldad.
La toma de conciencia que propongo es aquella que incluye en el proyecto de vida humana los designios divinos. Una vida con Dios, una vida impulsada por el amor y el perdón de Dios. Una vida que esté jalonada por la conversión del corazón del hombre a Dios. Puesto que es Él, el Único vencedor del imperio de la muerte, como bien señala el evangelio: «Él se levantó, increpó al viento y ordenó al lago: ¡Calla, enmudece! El viento cesó y sobrevino una gran calma», Marcos 4, 39.
Resarcir el daño.
Una vez que se ha recuperado la conciencia, y se reconoce con honestidad el mal que se ha hecho, el paso a seguir es buscar por todos los medios posibles y reales, el restablecimiento de la justicia, de la armonía, de la paz. Teniendo presente y aceptando con humildad que nada será igual, los hechos corresponden al pasado. Aquí es luminoso las palabras que Poncio Pilatos dijo a los sumos sacerdotes con motivo del letrero que había mandado colocar en la cruz de Jesús: «Lo escrito, escrito está», Juan 19, 22.
Recordemos, la naturaleza nos enseña, una herida requiere tiempo, paciencia, y la cicatriz será siempre el signo elocuente de que el pecado siempre destruye lo bueno que hay en el hombre. Por lo tanto, tenemos el presente y se nos abre el futuro. Vivamos el presente con fe, esperanza y amor. Aprendamos de nuestros errores y horrores, saquémosle provecho para ser cada día mejores. Vivamos con actitudes positivas y evitemos que el recuerdo nos amargen la existencia.
Reconciliación.
La justicia por si sola termina por condenar al hombre. Pero la justicia permeada por el amor de Dios y del prójimo salva al hombre. El objetivo más sublime de la toma de conciencia y el resarcimiento de los daños es el alcance de la reconciliación. Este punto, requiere tiempo, mucha fuerza de voluntad porque no se trata de olvidar el mal que hicieron, sino de vencerlo a fuerzas de bien, de ponerle un límite, de evitar que se propague y termine por consumir a todos. Ser conscientes de que el mal existe y que puede presentarse en diversos modos, por eso debemos estar siempre en alerta. Por desgracia, la maldad está emparentada con la fragilidad y debilidades humanas. Por eso no dejemos de buscar continuamente al Señor y especialmente en los momentos de más desolación, miedo y angustia, digámosle con fe: «Maestro, ¿no te importa que naufraguemos», Marcos 4, 38.
Integrarlo a la comunidad:
Si lográramos esto, en verdad habremos salvado al hermano y evitado la creación de un “terrible enemigo”, porque habremos re-vitalizado y res-tablecido la relación con Dios, con los hombres, con la naturaleza, pero sobretodas las cosas porque se habrá encontrado así mismo el hombre errante y pecador.
Si el profeta Natán dice de parte de Dios al rey David: «El Señor ya ha perdonado tu pecado, no morirás», 2Samuel 12, 13. ¿Quiénes somos para condenar al prójimo? Si la sentencia del Señor ha sido, es y siempre será favorable al hombre ¿por qué nos seguimos empeñando en no perdonar?

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