miércoles, 26 de febrero de 2014

“Nadie puede comprar su propia vida, ni por ella pagarle a Dios rescate”
Salmo 48/49, 8.
Santiago 4, 13-17; Salmo 48/49, 2-3. 6-11; Marcos 9, 38-40.
Vivir cada día es un don de Dios, una oportunidad bella para disfrutar y gozar cada momento de la propia existencia incluyendo también los días aciagos, pues todo aquello que el hombre experimenta forma parte de su historia y de su proyecto personal. Vivir cada día significa abrazar el presente así como viene sin perder de vista el futuro; pero sin que el futuro impida vivir el presente. Vivir el presente con esperanza, con el sueño de que todo puede ser mejor no es vana ilusión si dicha esperanza es una que no termina nunca y que dota siempre de elementos significativos el deseo de continuar esforzándose para vivir bien y en el bien; vivir el presente con esperanza es aceptar y afrontar la realidad sabiendo de ante mano que el hombre desempeña un rol importante en la construcción de la humanidad.
El sabio escribió «lo bueno y lo que vale es comer, beber y disfrutar de todo el esfuerzo que uno realiza bajo el sol los pocos años que Dios le concede», Eclesiastés 5, 17. Si cada día es un don para construir el mañana, hay que vivir con agradecimiento, siempre dando gracias a quien ha dado la vida como don, depositando en él la confianza –la fe – para retomar cada día con esperanza. De esta manera, se mantiene un sano equilibrio entre el Donante (Dios), el don (la vida del hombre) y lo que el hombre puede lograr gracias a su esfuerzo y afán –trabajo (bienes). Pues es sólo recuperando la fe en la providencia y la confianza absoluta en la gratuidad divina como nos distanciamos marcadamente de la pasividad o providencialismo, de aquella autosuficiencia que seduce y engaña a quienes consideran que no necesitan de los otros para desarrollar el potencial humano que hay en uno mismo.
De ahí, que las palabras de Santiago son para el hombre de fe una sentencia que motiva a posar la mirada en Aquel que puede garantizar que el mañana no sea una cosa frustrada: «si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello», 4, 15. Porque una autosuficiencia que nos aleja del reconocimiento de sabernos limitados y necesitados de los otros –Dios, hombre y mundo–  para el crecimiento y progreso en todos los ámbitos de la vida es simplemente soberbia y orgullo enmascarados.

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