“Lo he
abandonado a la dureza de su corazón, siguendo sus propios proyectos”
Salmo
80/81, 13.
1Reyes 11,
29-32; 12, 19; Salmo 80/81, 9-10. 12-15; Marcos 7, 31-37.
El autor sagrado realiza una lectura
de la situación política del pueblo israelita desde una perspectiva religiosa y
presenta la separación de Israel de la casa de David como un castigo por la
apostasía idolátrica de Salomón, Cfr. 1Reyes 12, 19.
La
división acontece en tiempos de Roboán, hijo de Salomón que le sucedió en el
trono después de haber reinado cuarenta años, Cfr. 1Reyes 11, 42. Durante su
reinado la política exterior de Salomón consistió en las alianzas con los reinos
circunvecinos, tratados de paz y de comercio basados en las alianzas
matrimoniales. Pero para que Salomón pudiera pactar de esta manera su reino
debería presentarse ante el mundo de su tiempo como un pueblo poderoso, cosa
que era cierto, gracias a las incursiones
militares y al sometimiento de los pueblos vecinos a través de los
impuestos que su padre David había realizado. Pero sometimiento significa sólo
para el poderoso victoria no así para el que ha sido derrotado, pues implica
disgusto, sufrimiento, dolor, gente resentida, inconforme y que espera detrás
de las sombras una oportunidad para cobrar venganza. Y oportunidad siempre hay,
y para estos pueblos empezó a
vislumbrarse con la muerte de David y de los grandes jefes militares del reino.
Y en sus días Salomón tiene que lidiar con algunas rebeliones: con Hadad, el
idumeo, de la estirpe real de Edom, con Rezón rey de Sobá y con Jeroboán
funcionario de su reino que Dios eligió como jefe de diez tribus de Israel. Esa
es la situación que tuvo que hacer frente también su hijo Roboán, Cfr. 1Reyes
11, 14-43.
Roboán
pudo evitar la división si hubiera escuchado a los jefes de las tribus
israelitas cuando le dijeron: «Tu padre nos impuso un yugo pesado. Aligera tú
ahora la dura servidumbre a que nos sujetó tu padre y el pesado yugo que nos echó encima, y te serviremos», 1Reyes 12, 4. El rey pidió tiempo para tomar
una decisión, consultó a los ancianos que habían estado al servicio de su
padre, ellos le dijeron: «si hoy te comportas como servidor de este pueblo,
poniéndote a su servicio, y le respondes con buenas palabras, serán servidores
tuyos de por vida», v. 7. Pero el rey no quería servir sino gobernar, desechó
el consejo de los ancianos y siguió el consejo de los jóvenes que se habían
educado con él: «si mi padre los cargó con un yugo pesado, yo les aumentaré la carga;
si mi padre los castigó con azotes, yo los castigaré con latigazos. De manera que
el rey no hizo caso al pueblo. Viendo los israelitas que el rey no les hacía caso,
le replicaron: ¿qué parte tenemos nosotros con David?¡No tenemos herencia común
con el hijo de Jesé!¡A tus tiendas, Israel!», v. 14. 15. 16.
El drama
del conflicto se sitúa, pues, en la desobediencia y en la incapacidad de no
saber escuchar. Y Dios deja que el pueblo siga su propio curso, lo abandona a
la dureza de su corazón y a sus propios proyectos. Si Dios castiga lo hace
permitiendo que los desobedientes sigan sus propios caminos, beban las
consecuencias de sus actos, con la
finalidad de que el hombre aprenda de sus errores y comprenda que sus mandatos
los ha dado para evitar complicaciones, dolores y sufrimientos. El pecado
divide internamente al hombre y termina por provocar también rupturas en las
relaciones interpersonales y sociales, el pecado del hombre es totalmente
permisivo.
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