viernes, 14 de febrero de 2014

“Lo he abandonado a la dureza de su corazón, siguendo sus propios proyectos”
Salmo 80/81, 13.
1Reyes 11, 29-32; 12, 19; Salmo 80/81, 9-10. 12-15; Marcos 7, 31-37.
El autor sagrado realiza una lectura de la situación política del pueblo israelita desde una perspectiva religiosa y presenta la separación de Israel de la casa de David como un castigo por la apostasía idolátrica de Salomón, Cfr. 1Reyes 12, 19.
La división acontece en tiempos de Roboán, hijo de Salomón que le sucedió en el trono después de haber reinado cuarenta años, Cfr. 1Reyes 11, 42. Durante su reinado la política exterior de Salomón consistió en las alianzas con los reinos circunvecinos, tratados de paz y de comercio basados en las alianzas matrimoniales. Pero para que Salomón pudiera pactar de esta manera su reino debería presentarse ante el mundo de su tiempo como un pueblo poderoso, cosa que era cierto, gracias a las incursiones  militares y al sometimiento de los pueblos vecinos a través de los impuestos que su padre David había realizado. Pero sometimiento significa sólo para el poderoso victoria no así para el que ha sido derrotado, pues implica disgusto, sufrimiento, dolor, gente resentida, inconforme y que espera detrás de las sombras una oportunidad para cobrar venganza. Y oportunidad siempre hay,  y para estos pueblos empezó a vislumbrarse con la muerte de David y de los grandes jefes militares del reino. Y en sus días Salomón tiene que lidiar con algunas rebeliones: con Hadad, el idumeo, de la estirpe real de Edom, con Rezón rey de Sobá y con Jeroboán funcionario de su reino que Dios eligió como jefe de diez tribus de Israel. Esa es la situación que tuvo que hacer frente también su hijo Roboán, Cfr. 1Reyes 11, 14-43.
Roboán pudo evitar la división si hubiera escuchado a los jefes de las tribus israelitas cuando le dijeron: «Tu padre nos impuso un yugo pesado. Aligera tú ahora la dura servidumbre a que nos sujetó tu padre y el pesado yugo que nos echó encima, y te serviremos», 1Reyes 12, 4. El rey pidió tiempo para tomar una decisión, consultó a los ancianos que habían estado al servicio de su padre, ellos le dijeron: «si hoy te comportas como servidor de este pueblo, poniéndote a su servicio, y le respondes con buenas palabras, serán servidores tuyos de por vida», v. 7. Pero el rey no quería servir sino gobernar, desechó el consejo de los ancianos y siguió el consejo de los jóvenes que se habían educado con él: «si mi padre los cargó con un yugo pesado, yo les aumentaré la carga; si mi padre los castigó con azotes, yo los castigaré con latigazos. De manera que el rey no hizo caso al pueblo. Viendo los israelitas que el rey no les hacía caso, le replicaron: ¿qué parte tenemos nosotros con David?¡No tenemos herencia común con el hijo de Jesé!¡A tus tiendas, Israel!», v. 14. 15. 16.
El drama del conflicto se sitúa, pues, en la desobediencia y en la incapacidad de no saber escuchar. Y Dios deja que el pueblo siga su propio curso, lo abandona a la dureza de su corazón y a sus propios proyectos. Si Dios castiga lo hace permitiendo que los desobedientes sigan sus propios caminos, beban las consecuencias de sus actos,  con la finalidad de que el hombre aprenda de sus errores y comprenda que sus mandatos los ha dado para evitar complicaciones, dolores y sufrimientos. El pecado divide internamente al hombre y termina por provocar también rupturas en las relaciones interpersonales y sociales, el pecado del hombre es totalmente permisivo.

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