miércoles, 13 de enero de 2016

“Al Señor se lo pedí”
1Samuel 1, 20.
1Samuel 1, 9-20; 1Samuel 1, 2, 1. 4-8; Marcos 1, 21b-28.
Hay un dicho popular en nuestro pueblo “Dios no cumple antojos ni endereza jorobados” pero al leer la historia de Ana parece que queda desmentido este refrán. Ana era una mujer estéril, se encontraba en una relación amorosa poco edificante, pues era una de las dos mujeres que Elcaná tenía. Y «Peninná, su rival, se burlaba continuamente de ella a causa de su esterilidad y esto sucedía año tras año, cuando subían a la casa del Señor. Peninná la humillaba y mortificaba, y Ana se ponía a llorar y no quería comer», 1Samuel 1, 8. El texto nos refiere que su dolor provenía del hecho de no poder ser madre. Pero la experiencia nos enseña lo que implica estar en una relación amorosa donde sabes que siempre serás “la otra”, ese tipo de relación desgasta, frustra y hace sentir a la persona no realizada.
Llama la atención que ella desea ser madre, y no el hecho, de que desee quedarse con Elcaná. Ella quiere tener un hijo, sin preguntarse quizás si su relación con ello mejorará o los pleitos con la rival se encrudecerán. Hoy en día ese “yo quiero” termina por matar el amor en la pareja. Se quiere un hijo, pero se olvida muy fácilmente de los condicionamientos necesarios que se requieren para que pueda existir un desarrollo saludable de los hijos.
Si Ana hubiese vivido en nuestros tiempos me pregunto: ¿le hubiera dirigido a Dios su petición o la veríamos tocando la puerta de algún laboratorio para que le “hicieran el milagrito”? Porque si prescindiese de Dios quedaría asentado que los hijos no son ya un don de Dios si no productos del querer humano, “hijos a la carta”. Lo cierto es, que la situación de Ana es embarazosa y su petición resulta ser una cuestión de ética.  
Pero desde la perspectiva religiosa la petición de Ana manifiesta un deseo de cambio. Para la mentalidad semítica los hijos son una bendición y el no tenerlos una maldición originada por el pecado y como consecuencia del castigo divino: «los hijos que nos nacen son ricas bendiciones del Señor» afirma el Salmista, Salmo 126/127, 3. Si a Ana Dios le cambia su oprobio escuchándole y atendiendo su petición: ¿mejorará su relación amorosa con Elcaná, se llevará mejor con Peninná? ¿Son necesarios los hijos para llevarse bien con el prójimo? ¿No será acaso que surgirán otros inconvenientes que se deberán resolver?
Lo maravilloso de la narración bíblica es lo iluminadora que resulta a la hora de enseñarnos. Ana representa la infertilidad del pueblo de Dios. Y la que es fértil está dominada por la envidia, el rencor y la soberbia. Elcaná es un infiel, tiene el corazón dividido. Elí, sacerdote del Antiguo Testamento viejo, cansado, insensible y lleno de prejuicios. Los hijos de Elí, Jofní y Pinjás, sacerdotes también son corruptos, déspotas y autoritarios. Este contexto pone en relevancia aquella frase que capítulos posteriores con la vocación de Samuel se dirá: «la palabra de Dios se dejaba oír raras veces y no eran frecuente las visiones», 1Samuel 3, 1. Dios habla hoy y hablará siempre, lo que hace falta es quien deje de hablar o de balbucear y se detenga a escuchar con atención y verdadera disponibilidad. El hombre está enfrascado en su problemática y suele pensar que es el único al que le suceden cosas malas, que no hay ninguno en el mundo que la esté pasando mal. ¡Y no es así! Hay muchos que están en peores situaciones. Nuestra oración (nuestras peticiones pues la mayoría de veces a eso se reduce la oración) debe dejar de ser circunscrita al ámbito personal para convertirse en un acontecimiento comunitario. Ana ora, pide un hijo, pero dice: «yo te lo consagraré», 1Samuel 2, 11, es decir, lo pondré a tu servicio para que él te sirva en sus hermanos.

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