“Todo aquel que reconoce a
Jesucristo, Palabra de Dios, hecha hombre, es de Dios”
1Juan 4, 2.
1Juan 3, 22-4, 6; Salmo 2, 7-8. 10-11; Mateo 4, 12-17. 23-25.
Hoy día hay quienes creen que
Jesucristo es el Hijo de Dios, la Palabra hecha carne, pero su comportamiento
es tal, que viven como si Dios no existiera, es decir, hay un ateísmo práctico
que ha invadido también la vida de algunos discípulos de Cristo: «no se niegan
las verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se
consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, desgajados de la vida,
inútiles. Con frecuencia, entonces, se cree en Dios de un modo superficial, y
se vive “como si Dios no existiera”», Benedicto XVI.
Hoy no basta
confesar con la boca que se cree en Jesucristo se requiere por no decir que se
exige un testimonio vivencial a quien se denomina cristiano. El cristiano de
hoy como el de ayer se le pide que sea coherente. Una congruencia entre lo que
piensa, dice y hace; y es precisamente eso lo que el Apóstol Juan en la primera
lectura nos dice: «puesto que cumplimos los mandamientos de Dios y hacemos lo
que le agrada, ciertamente obtendremos de él todo lo que le pidamos», 1Juan 3,
22. Hacer “lo que le agrada” implica estar imbuidos totalmente en la voluntad
de Dios. Hemos de reconocer que durante la jornada realizamos tantas
actividades y muchas de ellas no están en sintonía con la voluntad de Dios, son
más bien, productos de nuestros impulsos y reflejos.
El hombre de hoy,
se sabe los mandamientos de la ley de Dios, pero no adecúa su vida a ellos.
Todo lo hace según su propia mentalidad que termina por desobedecer y pecar,
pues está Escrito: «Quien comete pecado quebranta la ley: el pecado es la
rebeldía a la ley», 1Juan 3, 4.
Creer en
Jesucristo, en su persona, es creer en el Hijo de Dios. Porque Jesús de Nazaret
es el Mesías (el Cristo de Dios, el Ungido). Es Hombre, pero al mismo tiempo
Dios. Y como Hombre nos enseña que sí es posible vivir conforme a la voluntad
de Dios. Creer en Jesucristo consiste entonces en adherirse a su Persona, a su
estilo de vida, a sus enseñanzas, pero no como algo superpuesto o cosa heterónoma
sino como el centro fundamental de la espiritualidad cristiana, el amor a Dios
y al prójimo: «éste es su mandamiento: que creamos en la persona de Jesucristo,
su Hijo, y nos amemos los unos a los otros, conforme al precepto que nos dio»,
1Juan 3, 23.
El mandamiento del
amor (a Dios y al prójimo) se convierte para el cristiano en el criterio que
determine su pertenencia y permanencia en Dios. Todo lo que el cristiano
emprenda y realice debe estar impulsado por el amor. Aunque el amor no tiene límites
si cuenta con algunas notas características que nos permiten encuadrarla en lo que
podríamos llamar el auténtico amor cristiano: el bien de la persona, es decir,
su salvación (liberación del pecado). Eso es lo que podemos encontrar al
analizar la segunda tabla de los diez mandamientos, por eso, se nos recuerda: «Quien
cumple sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él. En esto conocemos, por
el Espíritu que él nos ha dado, que él permanece en nosotros», v. 24.
Y el Espíritu de
Jesús es el Espíritu de Dios, es el autor de la auténtica humanización del
hombre, es el hálito que da vida e informa a la persona dotándola de
significado; es el que hace que cada cristiano se experimente como hijo y
perteneciente a la gran familia de Dios. Este Espíritu es presencia del amor de
Dios. Cuando este Espíritu habita en el corazón del hombre la paz se hace
verificable, la paz entendida como la bendición que Dios ofrece. La paz es
signo de la resurrección de Jesucristo, la maravillosa manifestación del amor
de Dios, Cfr. Juan 20, 19-23.
Este Espíritu de
Dios, hace que el amor, entendido como la búsqueda incondicional y constante
del bien y salvación de la persona se convierta en el criterio de
discernimiento para verificar que toda inspiración procede de Dios. Amor y
discernimiento, es decir, bien y verdad se complementan y se reclaman recíprocamente.
Así que no se puede amar a la persona si se niega quien es: una creatura de
Dios, hecha a su imagen y semejanza; un hombre o una mujer, de igual dignidad;
una creatura racional, de alma y cuerpo, única, original; un sujeto que se
interioriza y al mismo tiempo se percibe abierto a la Trascendencia. Por eso,
se nos invita constantemente a no dejarnos «llevar de cualquier espíritu» y se
nos pide que distingamos «entre el espíritu de la verdad y el espíritu del error»,
1Juan 4, 1. 6.
La inspiración que
no procede de Dios corrompe, distorsiona, y atenta contra la digna de la
persona humana. No procura su bien ni su salvación, sino que la explota y se
sirve de ella. La oprime y no desea su desarrollo y prosperidad. Niega sobre
todo que la persona humana sea imago Dei,
imagen y semejanza divinos, Cfr. Génesis 1, 26. Y al negárselo rechazan que
Jesucristo como Hombre sea la verdadera «imagen del Dios invisible, primogénito
de toda la creación», Colosenses 1, 15, por lo tanto, tocan el punto medular
del cristianismo porque niegan indirectamente la Encarnación y por ende la
salvación. Por eso, se nos dice: «Todo aquel que no reconoce a Jesús, no es de
Dios, sino que su espíritu es del anticristo», 1Juan 4, 3.
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