“No he cerrado mis labios, tú lo
sabes, Señor”
39/40, 10.
1Samuel 3, 1-10. 19-20; Salmo 39/40, 2. 5. 7-10; Marcos 1, 29-39.
«No he cerrado mis labios, tú lo
sabes, Señor» dice el Salmista, y es una frase que muy bien quedan en los
labios de nuestro querido Jesús, pues el evangelio de Marcos nos narra que «recorrió
toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios», Marcos
1, 39.
Jesús predica una
palabra que pone al mismo tiempo en práctica. Y lo hace, eficazmente, porque
primero la escucha, hace un alto en el camino, o bien, se da el tiempo y el
espacio para atender con suma atención la voz del Padre que continuamente le
habla. El texto señala que «de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús
se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar», v. 35.
Le resta tiempo al descanso que es tan importante para recuperar las fuerzas
desgastadas por el trabajo del día. Asombra que sale de su cotidianidad y busca
el silencio, se aleja de la distracción o de la posible interrupción.
Privilegia un espacio íntimo, a solas, él y su Padre, su Padre y él. Y lo dirá
en una ocasión: «cuando tú vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la
puerta y reza a tu Padre a escondidas. Y tu Padre, que ve en lo escondido, te
lo pagará», Mateo 6, 6.
En el silencio,
interior y exterior, la palabra cobra fuerza, y se actualiza, se comprende y se
vive. Sólo callando es posible iniciar el diálogo como bien lo enseña el
profeta Eliseo: «Entró, cerró la puerta y oró al Señor», 2Reyes 4, 33 y lo
confirma la actitud de la Virgen Madre: «María conservaba y meditaba todo en su
corazón», Lucas 2, 19. En el silencio y en la oración el profeta se fragua porque
no dirá lo que se le ocurra, lo que piensa, sino sólo aquello que el Señor le
revele pues su predicación debe estar sustentada, como explica la primera
lectura: «Samuel creció y el Señor estaba con él. Y todo lo que el Señor le decía,
se cumplía», 1Samuel 3, 19.
Hoy muy bien
podemos decir que «la palabra de Dios se [deja] oír raras veces», v. 1 con
aquella fuerza con que los profetas la anunciaban antiguamente; pareciera que
la palabra a perdido su eficacia porque ya no es capaz de convertir ni de
expulsar demonios o de hacer milagros. Pero creo que todo es sintomático porque
quien hoy profetiza habla por hablar, y no se cumple aquello que san Pablo
dice: «quien profetiza habla a hombres edificando, exhortando y animando»,
1Corintios 14, 3. Los profetas de hoy, no edifican confunden, no ponen bases sólidas
sino corrientes perversas; no exhortan, se congratulan con sus oyentes para no
perder favores y se convierten en permisivos por no decir en “alcahuetes”; no
animan, porque implica trabajar arduamente y prefieren el confort.
Pero sobre todo no
hay profetas acreditados del Señor, como lo fue Samuel, porque ya no oran, y
como no oran no escuchan lo que el Padre eterno tiene que decirle a él y a su
pueblo, se han vuelto débiles porque son perros mudos como explica el profeta
Isaías: «Fieras salvajes, vengan a comer; fieras todas de las selvas: que los
guardianes están ciegos y no se dan cuenta de nada, son perros mudos incapaces
de ladrar, vigilantes tumbados, amigos de dormir, son perros con un hambre
insaciable, son pastores incapaces de comprender; cada cual va por su camino y
a su ganancia, sin excepción», 56, 9-11. Que el Señor perdone a sus pastores
porque han callado cuando han debido gritar, son cómplices de la matanza a granel
que están haciendo las fieras en el rebaño del Señor.
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