miércoles, 13 de enero de 2016

“No he cerrado mis labios, tú lo sabes, Señor”
39/40, 10.
1Samuel 3, 1-10. 19-20; Salmo 39/40, 2. 5. 7-10; Marcos 1, 29-39.
«No he cerrado mis labios, tú lo sabes, Señor» dice el Salmista, y es una frase que muy bien quedan en los labios de nuestro querido Jesús, pues el evangelio de Marcos nos narra que «recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios», Marcos 1, 39.
Jesús predica una palabra que pone al mismo tiempo en práctica. Y lo hace, eficazmente, porque primero la escucha, hace un alto en el camino, o bien, se da el tiempo y el espacio para atender con suma atención la voz del Padre que continuamente le habla. El texto señala que «de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar», v. 35. Le resta tiempo al descanso que es tan importante para recuperar las fuerzas desgastadas por el trabajo del día. Asombra que sale de su cotidianidad y busca el silencio, se aleja de la distracción o de la posible interrupción. Privilegia un espacio íntimo, a solas, él y su Padre, su Padre y él. Y lo dirá en una ocasión: «cuando tú vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre a escondidas. Y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará», Mateo 6, 6.
En el silencio, interior y exterior, la palabra cobra fuerza, y se actualiza, se comprende y se vive. Sólo callando es posible iniciar el diálogo como bien lo enseña el profeta Eliseo: «Entró, cerró la puerta y oró al Señor», 2Reyes 4, 33 y lo confirma la actitud de la Virgen Madre: «María conservaba y meditaba todo en su corazón», Lucas 2, 19. En el silencio y en la oración el profeta se fragua porque no dirá lo que se le ocurra, lo que piensa, sino sólo aquello que el Señor le revele pues su predicación debe estar sustentada, como explica la primera lectura: «Samuel creció y el Señor estaba con él. Y todo lo que el Señor le decía, se cumplía», 1Samuel 3, 19.
Hoy muy bien podemos decir que «la palabra de Dios se [deja] oír raras veces», v. 1 con aquella fuerza con que los profetas la anunciaban antiguamente; pareciera que la palabra a perdido su eficacia porque ya no es capaz de convertir ni de expulsar demonios o de hacer milagros. Pero creo que todo es sintomático porque quien hoy profetiza habla por hablar, y no se cumple aquello que san Pablo dice: «quien profetiza habla a hombres edificando, exhortando y animando», 1Corintios 14, 3. Los profetas de hoy, no edifican confunden, no ponen bases sólidas sino corrientes perversas; no exhortan, se congratulan con sus oyentes para no perder favores y se convierten en permisivos por no decir en “alcahuetes”; no animan, porque implica trabajar arduamente y prefieren el confort.
Pero sobre todo no hay profetas acreditados del Señor, como lo fue Samuel, porque ya no oran, y como no oran no escuchan lo que el Padre eterno tiene que decirle a él y a su pueblo, se han vuelto débiles porque son perros mudos como explica el profeta Isaías: «Fieras salvajes, vengan a comer; fieras todas de las selvas: que los guardianes están ciegos y no se dan cuenta de nada, son perros mudos incapaces de ladrar, vigilantes tumbados, amigos de dormir, son perros con un hambre insaciable, son pastores incapaces de comprender; cada cual va por su camino y a su ganancia, sin excepción», 56, 9-11. Que el Señor perdone a sus pastores porque han callado cuando han debido gritar, son cómplices de la matanza a granel que están haciendo las fieras en el rebaño del Señor.

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