“¿Quién eres tú? ¿Qué dices de ti
mismo?”
Juan 1, 19. 22.
1Juan 2, 22-28; Salmo 97/98, 1-4; Juan 1, 19-28.
El día de la Natividad del Señor en
la misa del día, se nos relataba que «hubo un hombre enviado por Dios, que se
llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que
todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz», Juan
1, 6-8. Este hombre llamado Juan es el Bautista, no es un hombre que haya
decidido por sí sólo abandonar el ministerio sacerdotal que por herencia
familiar le estaba reservado. Y tampoco, al asumir una vida sobria en el
desierto lejos de la ciudad y al predicar un bautismo de arrepentimiento eran sólo
hechos de una creatividad pastoral (Marcos 1, 4-8).
Todo lo que Juan
realizó lo hizo inspirado e impulsado por el Espíritu de Dios. Y es precisamente
el Espíritu de Dios quien le revela su propia misión. Misión que desempeña con
entera libertad imprimiéndole su propio sello o estilo. Juan es un hombre de
discernimiento, que busca siempre realizar la voluntad divina y al final de su vida
terrena todavía enviará a algunos de sus discípulos a preguntarle a Jesús: «¿Eres
tú el que había de venir o tenemos que esperar a otro?», Mateo 11, 3. La vida
de Juan el Bautista como su ministerio profético no se entiende sin Jesús de Nazaret
el Cristo, el Hombre del Espíritu de Dios. Y hoy, en el evangelio descubrimos
cuál es el testimonio que Juan da a quienes le preguntan: «¿quién eres tú? ¿qué
dices de ti mismo?», Juan 1, 19. 22.
Quienes interrogan
a Juan saben lo que preguntan. Saben los sacerdotes y levitas las promesas que
Dios había prometido a su pueblo: Un Mesías continuador de la genealogía davídica,
un gran profeta como lo fue Moisés y el regreso del profeta Elías que había
sido arrebato en un carro de fuego. Por eso Juan les dice: «Yo no soy el Mesías»,
v. 20, no soy Elías ni tampoco el profeta, Cfr. v. 21. Juan no es un usurpador,
Juan es Juan y nada más. No se cuelga de la fama de otros. Ni se aprovecha de
la necesidad que el pueblo tiene de un salvador para expoliarlos. Por eso le
insisten: «Entonces dinos quién eres, para poder llevar una respuesta a los que
nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?», v. 22.
Y la respuesta es
maravillosa, cumpliéndose así aquella expresión que Jesús dijo a sus discípulos:
«pues no serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu de su Padre hablará por
ustedes», Mateo 10, 20. Juan responde: «Yo soy la voz que grita en el desierto:
Enderecen el camino del Señor, como anunció el profeta Isaías», Juan 1, 23.
Juan da a conocer cuál es su misión, una misión que está sostenida por el espíritu
profético de Dios. Juan habló en el desierto, donde comúnmente nadie habita,
para dar a entender que los sentidos de los hombres están adormecidos, él vino a
sacudir, a mover, a preparar los corazones de su pueblo para que fueran capaces
de acoger la salvación que Dios les ofrecía.
Juan vino a
purificar, a limpiar, por eso bautizó y, sin embargo, ni los sacerdotes ni los
levitas ni los fariseos lo entendieron. Ellos querían que el Espíritu de Dios
actuara según raciocinio humano, no sabían que «donde está el Espíritu del
Señor allí está la libertad», 2Corintios 3, 17. Lo que Juan realizó es ya un
preámbulo de lo que el Mesías del Señor haría a favor de todos los hombres. Si
lo que Juan hizo los escandalizó ya saben lo que hicieron cuando vieron actuar
al verdadero Mesías. Por eso, Juan les dice: «Yo bautizo con agua, pero en
medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen, alguien quien viene detrás
de mí, a quien yo no soy digno de desatarle las correas de sus sandalias», Juan
1, 26-27.
Les está revelando
que el Mesías es un Hombre, que pertenece al pueblo elegido, que forma parte de
la misma cultura y que se inserta en la línea directa de la genealogía davídica,
que es por antonomasia el auténtico Profeta prometido, sus palabras son fuego
que todo lo recrea y purifica. Es el verdadero Esposo del pueblo de Dios por
eso no puede desatarle la correa de sus sandalias. Pero no le conocen dice Juan
Bautista. Pero él mismo no le conocía y lo confiesa: «Yo no lo conocía, pero
vine a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel» y luego nos
dice cómo es que le conoció: «Yo no lo conocía; pero el que me envió a bautizar
me había dicho: Aquél sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que
ha de bautizar con Espíritu Santo. Yo le he visto y atestiguo que él es el Hijo
de Dios». Entonces Juan da su testimonio: «Contemplé al Espíritu, que bajaba
del cielo como una paloma y se posaba sobre él», 31-34. Juan dice que Jesús es
el Mesías de Dios, el Salvador que Dios ha preparado desde el inicio de los
tiempos.
Ahora me pregunto ¿Cómo podemos conocer al Mesías de Dios?
Y recuerdo un pasaje que Jesús dice cuando discute con los judíos, Él les dice:
«Ustedes estudian las Escrituras con mucho cuidado, porque esperan encontrar en
ellas la vida eterna; sin embargo, aunque las Escrituras dan testimonio de mí,
ustedes no quieren venir a mí para tener esa vida», Juan 5, 39-40. Conocemos al
Mesías de Dios por medio de las Escrituras, pero es necesario encontrar el Espíritu
que ellas encierran, y que otorgan vida. Sin conocimiento del Mesías de Dios no
podremos dar testimonio de él y las palabras carecerían de fuerza y de
significado. Pero es fundamental que el Espíritu del Padre nos lleve hacia su
Mesías, pues está escrito: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que
me envío; y yo lo resucitaré el último día», 6, 44. Oremos al Espíritu de Dios para
que venga y nos guíe, nos instruya y nos revele los grandes misterios del amor
de Dios. Sólo el Espíritu de Dios nos hace auténticos testigos de Jesús de
Nazaret.
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