“Quien tiene al Hijo, tiene la
vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida”
1Juan 5, 12.
1Juan 5, 5-13; Salmo (147), 12-15. 19-20; Lucas 5, 12-16.
En el evangelio que hemos proclamado
escuchamos que la fama de Jesús se había extendido y «las muchedumbres acudían
a oírlo y a ser curados de sus enfermedades», Lucas 5, 15. Hoy no es la excepción,
y ustedes servidores públicos con su presencia actualizan este versículo evangélico,
han venido a este santo lugar porque desean tener un encuentro personalizado
con el Señor. Y esa palabra que el Señor le dijo al leproso te lo dice hoy personalmente
a Ti y me lo repite también a mí: «Quiero. Queda limpio», v. 13.
Y es entonces,
cuando nos queda claro que Jesús quiere el bien para el hombre, al hombre lo
quiere bien, lo desea libre de enfermedades, de pecados, de miserias, de
aquellas situaciones que lo avergüenzan y lo mantienen lejos de la comunidad,
del mundo de las relaciones vitales, pues el leproso estaba condenado a vivir
en despoblado, era un vagabundo, un solitario, un marginado, así lo exigía la
ley: «El que tenga llagas de lepra, deberá llevar rasgada la ropa y descubierta
la cabeza, y con la cara semicubierta gritará: ¡Impuro! ¡Impuro! Y mientras
tenga las llagas será considerado hombre impuro; tendrá que vivir solo y fuera
del campamento», Levítico 13, 45-46.
He comprobado que
la enfermedad cansa, que una vida de pecado provoca vaciedad en la persona y la
hastía. Creo que eso le pasó al leproso y decidió movido por la buena fama de
Jesús ir en su búsqueda. Su corazón quizás latía rápidamente porque no sabía cómo
acabaría esa aventura. Pero su razón le hacía comprender que, si la fama de Jesús
era verdad, de que sí era bueno y que quería bien al hombre, entonces tenía la
oportunidad de volver a vivir dignamente si Jesús lo sanaba. Podemos decir que
se animó «sostenido por la esperanza de la vida» que Jesús ofrece, que es no sólo
una prolongación de la existencia terrena sino una que no acaba ni tiene fin
con la muerte, pues Jesús ofrece la salud del cuerpo, pero también una «vida
eterna», Tito 1, 2.
Y así, sanando al
leproso, ofreciéndole la vida eterna en Jesús Dios mismo nos «ha mostrado su
bondad, al ofrecer la salvación a toda la humanidad», 2, 11. Por eso, hemos
escuchado en la primera lectura que se dijo: «Quien tiene al Hijo, tiene la
vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida», 1Juan 5, 12. “Tener al Hijo”
significa aceptar a Jesucristo como «Dios y Salvador», Tito 2, 13. Aceptar
quiere decir que se cree en Él y se adecúa toda la vida a sus enseñanzas, eso
es lo que entiendo con el gesto del leproso que nos narra el evangelio de
Lucas: «llegó un leproso, y al ver a Jesús, se postró rostro en tierra» y además
le llamó «Señor», 5, 12. El leproso reconoce a Jesús como Dios y le adora.
Hay una enseñanza
grande que se desprende la buena fama de Jesús y que muy bien podríamos aplicárnoslo,
pues tanto ustedes como yo, somos servidores públicos. Hay un dicho popular en
nuestro pueblo: “crea fama y échate a dormir”. La cual indica que es muy
difícil cambiar la opinión de las personas cuando se han hecho una idea de la
personalidad de alguien. Y hemos de reconocer, por nuestro propio bien, que
hemos cometidos errores, horrores, pecados de injusticias, hemos accedido al tráfico
de influencias, a las corrupciones, a las extorsiones, estafas, violaciones a
los derechos más elementales de los ciudadanos, etc. Hemos cometido obras que
deterioran la imagen de la institución de la que formamos parte. Y con esta
manera de proceder restamos confianza y credibilidad a nuestro servicio. Nos
tienen miedo. Ninguno se acerca con la debida confianza. Y nos faltan el
respeto muy fácilmente, hay gente que está enardecida con la institución y con
quienes formamos parte de ella.
Reconozco, que no
todos han obrado mal, pero “los justos sufren por los pecadores” y eso, es
también real. Con esto sólo quiero afirmar, que es más que necesario que
trabajemos y nos comprometamos a limpiar un poco nuestra imagen ofreciendo un
servicio de calidad y de gran calidez humana. Y creo que en este año hemos
empezado muy bien. Pues hemos venido a decirle a Jesús como el leproso del
evangelio: «Señor, si quieres, puedes curarme», Ibíd. Y preguntarán ¿de qué
nos ha de curar Jesús? De la mundanidad que corrompe a los hijos de Dios, pues:
«esto es lo que el mundo ofrece: los malos deseos de la naturaleza humana, el
deseo de poseer lo que agrada a los ojos y el orgullo de las riquezas», 1Juan
2, 16, es decir, el placer, el tener, el poseer. Estos tres espíritus mundanos
corrompen al hombre y distorsionan la imagen de Dios en el hombre. El criterio
pastoral que les ofrezco para trabajar por la restauración de nuestra fama es
aquella que san Pablo recomendó a la comunidad de Creta y es la siguiente: «renunciar
a la maldad y a los deseos mundanos, y a llevar en el tiempo presente una vida
de buen juicio, rectitud y piedad», Tito 2, 12.
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