viernes, 29 de enero de 2016

“¿No es para ponerla en el candelero?”
Marcos 4, 21.
2Samuel 7, 18-19. 24-29; Salmo 131/132, 1-5. 11-14; Marcos 4, 21-25.
Iluminar la vida de los otros no es cosa sencilla, colocar los propios talentos para el servicio comunitario tampoco lo es. Hay quien puede mal interpretar la actitud, se puede incluso sentir incómodo o hasta ofendido. Y quedará la duda si ha valido la pena haber colocado la lámpara en el candelero. Lo cierto es que se nos invita a actuar siempre correctamente, eso es como andar en plena luz. En cambio, esconderse para que los otros no vean lo que se hace es absurdo pues nada hay que no salga a la luz, como explica el apóstol Juan en su evangelio: «todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios», 3, 20-21.
En las relaciones interpersonales la rectitud de intensión es muy apreciada, la persona siempre descubrirá si es valorada como tal o si se quiere hacer uso de su situación para intereses un tanto egoístas o mezquinos. Por eso, Jesús nos advierte: «La misma medida que utilicen para tratar a los demás, esa misma se usará para tratarlos a ustedes y con creces», Marcos 4, 24. Esta regla de oro en las relaciones interpersonales sigue vigente.
El cristiano es luz, por eso Jesús dice: «Ustedes son la luz del mundo», Mateo 5, 14 y su función es iluminar. El cristiano no debe tener miedo de iluminar y de calentar con su esplendor el mundo de sus relaciones. El cristiano está llamado a ser una persona auténtica, sana y equilibrada, es decir, sus actos deben ser expresión de la virtud de la prudencia. Debe tener tacto para que pueda cumplir su misión y no sea rechazado por falta de congruencia a la hora de poner en práctica los valores del evangelio de Jesucristo.
Este pasaje que estamos meditando viene propuesto inmediatamente después de que el Sembrador salió a sembrar, así que el cristiano encierra en su corazón la semilla que el propio Espíritu de Jesús ha depositado en él, lleva en su persona la palabra de vida del evangelio, y la tiene que hacer germinar ahí donde se desenvuelve cotidianamente, y es en su mundo relacional donde los otros deberán comer de sus frutos, para que la predicación del evangelio sea algo creíble por su verificación.
El cristiano no puede vivir oculto, su amor a Cristo debe ser una profesión pública, por eso se le exige que ponga continuamente su lámpara en el candelero y san Pablo nos recuerda que «el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, amor y templanza», 2Timoteo 1, 7. El cristiano que no predica el evangelio de Jesucristo por temor a ser rechazado está invitado a descubrir la causa de su cobardía, por eso, enseguida el apóstol agrega: «No te avergüences de dar testimonio de Dios», v. 8. La peor excusa que puede un cristiano exponer para justificarse de no predicar el nombre de Dios es la falsedad de su vida, una doble vida moral. Aunque puede existir quien se anime hacerlo para vergüenza suya y del nombre de Cristo. El creyente está llamado a vivir honestamente su fe y para ello es necesario que él conserve fielmente las enseñanzas del evangelio, Cfr. v. 13.
El cristiano debe seguir el ejemplo de su maestro Jesús de Nazaret, deberá asumir las actitudes de Jesús como propias y habrá de vivir también conforme a sus enseñanzas pues ha dicho de sí mismo el Señor: «Yo soy la luz del mundo, quien me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida», Juan 8, 12.

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