“¿No es para ponerla en el
candelero?”
Marcos 4, 21.
2Samuel 7, 18-19. 24-29; Salmo 131/132, 1-5. 11-14; Marcos 4, 21-25.
Iluminar la vida de los otros no es
cosa sencilla, colocar los propios talentos para el servicio comunitario
tampoco lo es. Hay quien puede mal interpretar la actitud, se puede incluso
sentir incómodo o hasta ofendido. Y quedará la duda si ha valido la pena haber
colocado la lámpara en el candelero. Lo cierto es que se nos invita a actuar
siempre correctamente, eso es como andar en plena luz. En cambio, esconderse
para que los otros no vean lo que se hace es absurdo pues nada hay que no salga
a la luz, como explica el apóstol Juan en su evangelio: «todo el que obra mal
odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean
descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz,
para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios», 3,
20-21.
En las relaciones
interpersonales la rectitud de intensión es muy apreciada, la persona siempre
descubrirá si es valorada como tal o si se quiere hacer uso de su situación
para intereses un tanto egoístas o mezquinos. Por eso, Jesús nos advierte: «La
misma medida que utilicen para tratar a los demás, esa misma se usará para
tratarlos a ustedes y con creces», Marcos 4, 24. Esta regla de oro en las
relaciones interpersonales sigue vigente.
El cristiano es
luz, por eso Jesús dice: «Ustedes son la luz del mundo», Mateo 5, 14 y su función
es iluminar. El cristiano no debe tener miedo de iluminar y de calentar con su
esplendor el mundo de sus relaciones. El cristiano está llamado a ser una
persona auténtica, sana y equilibrada, es decir, sus actos deben ser expresión
de la virtud de la prudencia. Debe tener tacto para que pueda cumplir su misión
y no sea rechazado por falta de congruencia a la hora de poner en práctica los
valores del evangelio de Jesucristo.
Este pasaje que
estamos meditando viene propuesto inmediatamente después de que el Sembrador
salió a sembrar, así que el cristiano encierra en su corazón la semilla que el
propio Espíritu de Jesús ha depositado en él, lleva en su persona la palabra de
vida del evangelio, y la tiene que hacer germinar ahí donde se desenvuelve
cotidianamente, y es en su mundo relacional donde los otros deberán comer de
sus frutos, para que la predicación del evangelio sea algo creíble por su
verificación.
El cristiano no
puede vivir oculto, su amor a Cristo debe ser una profesión pública, por eso se
le exige que ponga continuamente su lámpara en el candelero y san Pablo nos
recuerda que «el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de cobardía,
sino de fortaleza, amor y templanza», 2Timoteo 1, 7. El cristiano que no
predica el evangelio de Jesucristo por temor a ser rechazado está invitado a descubrir
la causa de su cobardía, por eso, enseguida el apóstol agrega: «No te avergüences
de dar testimonio de Dios», v. 8. La peor excusa que puede un cristiano exponer
para justificarse de no predicar el nombre de Dios es la falsedad de su vida,
una doble vida moral. Aunque puede existir quien se anime hacerlo para vergüenza
suya y del nombre de Cristo. El creyente está llamado a vivir honestamente su
fe y para ello es necesario que él conserve fielmente las enseñanzas del
evangelio, Cfr. v. 13.
El cristiano debe
seguir el ejemplo de su maestro Jesús de Nazaret, deberá asumir las actitudes
de Jesús como propias y habrá de vivir también conforme a sus enseñanzas pues
ha dicho de sí mismo el Señor: «Yo soy la luz del mundo, quien me siga no
caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida», Juan 8, 12.
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