jueves, 7 de enero de 2016

“El amor de Dios consiste en que cumplamos sus preceptos. Y sus mandamientos no son pesados”
1Juan 5, 3.
1Juan 4, 19-5, 4; Salmo 71/72, 1-2. 14-15. 17; Lucas 4, 14-22a.
«El amor de Dios consiste en que cumplamos sus preceptos. Y sus mandamientos no son pesados», 1Juan 5, 3. Para que el cristiano tenga la fuerza necesaria (la gracia) para no sólo cumplir sino vivir los preceptos del Señor es fundamental que haga primero la experiencia del amor de Dios: «Amamos a Dios, porque él nos amó primero», 1Juan 4, 19. El cristiano debe sentir hasta las médulas de los huesos como Dios lo ama a pesar de su historia personal, debe conocer que este amor incondicional de Dios le impulsa siempre a empezar de nuevo.
Porque el amor de Dios le hará descubrir y entender que se puede amar de una manera distinta y siempre mejor que como “normalmente” enseña el mundo: «Y esto es lo que el mundo ofrece: los malos deseos de la naturaleza humana, el deseo de poseer lo que agrada a los ojos y el orgullo de las riquezas», 1Juan 2, 16. El corazón que se deja persuadir por dicha mundanidad sólo piensa en el placer, el poseer y el tener que son espíritus que se adueñan no sólo de la mente sino de la misma vida de la persona.
Y cuando estos espíritus mundanos tienen su sede en el corazón del hombre, le es pesada a la persona poner en práctica los mandamientos, pues ve como “natural” lo que no es normal. Una persona que este dominada, por ejemplo, por el espíritu del placer carnal verá la fornicación, el adulterio, la morbosidad, etc., como único camino para experimentar satisfacción y felicidad. Y percibirá el sexto mandamiento (No cometerás actos impuros) como una coacción violenta a su libertad y a su forma de amar. Y le será casi imposible ser célibe, casto y fiel.
Por eso, se hace más que necesario tener el encuentro con Cristo para saber cómo nos ama Dios. Y esta expresión del Señor cobra mucho significado: «Vengan a mí, los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí…Porque mi yugo es suave y mi carga ligera», Mateo 11, 28-29. 30. Jesús nos enseña el genuino amor de Dios. Sólo Él puede abrirnos los ojos y hacernos comprender que existe otra manera más pura para “hacer” el amor. No dice que nos quitará la carga, sino que su “yugo es suave y ligero”, como para indicar que el esfuerzo humano, la determinación de la voluntad será siempre un factor necesario que el hombre deberá siempre encauzar si desea cumplir los preceptos del Señor.
Hay un pasaje en las Sagradas Escrituras que durante esta meditación ha venido a mi mente ahora que reflexionamos sobre los preceptos del Señor que todo cristiano debe vivir para manifestar que en verdad ama a Dios no sólo de palabras sino con obras. El profeta Samuel le dice a Saúl: «¿Quiere el Señor sacrificios y holocaustos o quiere que obedezcan su voz? La obediencia vale más que el sacrificio; la docilidad, más que la grasa de carneros», 1Samuel 15, 22.
La palabra obedecer deriva del termino latino ob-audire que significa “saber escuchar”. Cuando Saúl fue elegido rey de Israel y el profeta Samuel le dijo: «El Señor me envío para ungirte rey de su pueblo Israel. Por tanto, escucharás las palabras del Señor», v. 1. El reinado de Saúl estaba supeditado a la voluntad de Dios, voluntad que estaba expresada muy claramente en sus palabras. La consecuencia de su rebeldía (no escuchar y por tanto no obedecer) fue su trágica destitución como rey de Israel. Y eso es lo que sucede con cada hombre que se deja dominar por sus instintos, por el placer, el poseer y el tener, no manda ya él, se vuelve esclavo de sus propias concupiscencias, percibe su voluntad debilitada y piensa que nada puede cambiar, que seguirá así y así morirá. Pero no es así, Jesús nos enseña el camino de liberación y de gracia del Señor.  
Después de que Jesús leyó el pasaje del profeta Isaías y entregó el rollo al encargado, se sentó, el escritor resalta la actitud que asume la asamblea, el texto señala que: «Los ojos de todos los asistentes a la sinagoga estaban fijos en él», Lucas 4, 20. Esa es la actitud que requiere la palabra proclamada, sentidos abiertos, corazones disponibles. Pero descubro también que quien toma la palabra tiene el deber de proclamarla, de testimoniarla, en primera persona. Es la palabra de Dios quien purifica la mente y limpia el corazón de las pretensiones que ensucian las relaciones amorosas que comúnmente desarrollamos a lo largo de nuestra existencia. El camino de liberación, de purificación y santificación es palabra del Señor, pues dice Dios por boca del profeta: «¿No es mi palabra fuego o martillo que tritura la piedra?», Jeremías 23, 29. Dios a través de sus mandamientos humaniza al hombre no lo sobaja ni lo destruye, lo dignifica.

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