“El amor de Dios consiste en que
cumplamos sus preceptos. Y sus mandamientos no son pesados”
1Juan 5, 3.
1Juan 4, 19-5, 4; Salmo 71/72, 1-2. 14-15. 17; Lucas 4, 14-22a.
«El amor de Dios consiste en que
cumplamos sus preceptos. Y sus mandamientos no son pesados», 1Juan 5, 3. Para
que el cristiano tenga la fuerza necesaria (la gracia) para no sólo cumplir
sino vivir los preceptos del Señor es fundamental que haga primero la
experiencia del amor de Dios: «Amamos a Dios, porque él nos amó primero», 1Juan
4, 19. El cristiano debe sentir hasta las médulas de los huesos como Dios lo
ama a pesar de su historia personal, debe conocer que este amor incondicional
de Dios le impulsa siempre a empezar de nuevo.
Porque el amor de
Dios le hará descubrir y entender que se puede amar de una manera distinta y
siempre mejor que como “normalmente” enseña el mundo: «Y esto es lo que el
mundo ofrece: los malos deseos de la naturaleza humana, el deseo de poseer lo
que agrada a los ojos y el orgullo de las riquezas», 1Juan 2, 16. El corazón
que se deja persuadir por dicha mundanidad sólo piensa en el placer, el poseer
y el tener que son espíritus que se adueñan no sólo de la mente sino de la
misma vida de la persona.
Y cuando estos
espíritus mundanos tienen su sede en el corazón del hombre, le es pesada a la
persona poner en práctica los mandamientos, pues ve como “natural” lo que no es
normal. Una persona que este dominada, por ejemplo, por el espíritu del placer
carnal verá la fornicación, el adulterio, la morbosidad, etc., como único
camino para experimentar satisfacción y felicidad. Y percibirá el sexto
mandamiento (No cometerás actos impuros) como una coacción violenta a su
libertad y a su forma de amar. Y le será casi imposible ser célibe, casto y
fiel.
Por eso, se hace
más que necesario tener el encuentro con Cristo para saber cómo nos ama Dios. Y
esta expresión del Señor cobra mucho significado: «Vengan a mí, los que están
cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de
mí…Porque mi yugo es suave y mi carga ligera», Mateo 11, 28-29. 30. Jesús nos
enseña el genuino amor de Dios. Sólo Él puede abrirnos los ojos y hacernos
comprender que existe otra manera más pura para “hacer” el amor. No dice que
nos quitará la carga, sino que su “yugo es suave y ligero”, como para indicar
que el esfuerzo humano, la determinación de la voluntad será siempre un factor
necesario que el hombre deberá siempre encauzar si desea cumplir los preceptos
del Señor.
Hay un pasaje en
las Sagradas Escrituras que durante esta meditación ha venido a mi mente ahora
que reflexionamos sobre los preceptos del Señor que todo cristiano debe vivir
para manifestar que en verdad ama a Dios no sólo de palabras sino con obras. El
profeta Samuel le dice a Saúl: «¿Quiere el Señor sacrificios y holocaustos o
quiere que obedezcan su voz? La obediencia vale más que el sacrificio; la
docilidad, más que la grasa de carneros», 1Samuel 15, 22.
La palabra
obedecer deriva del termino latino ob-audire
que significa “saber escuchar”. Cuando Saúl fue elegido rey de Israel y el
profeta Samuel le dijo: «El Señor me envío para ungirte rey de su pueblo
Israel. Por tanto, escucharás las palabras del Señor», v. 1. El reinado de Saúl
estaba supeditado a la voluntad de Dios, voluntad que estaba expresada muy
claramente en sus palabras. La consecuencia de su rebeldía (no escuchar y por
tanto no obedecer) fue su trágica destitución como rey de Israel. Y eso es lo
que sucede con cada hombre que se deja dominar por sus instintos, por el
placer, el poseer y el tener, no manda ya él, se vuelve esclavo de sus propias concupiscencias,
percibe su voluntad debilitada y piensa que nada puede cambiar, que seguirá así
y así morirá. Pero no es así, Jesús nos enseña el camino de liberación y de
gracia del Señor.
Después de que
Jesús leyó el pasaje del profeta Isaías y entregó el rollo al encargado, se
sentó, el escritor resalta la actitud que asume la asamblea, el texto señala
que: «Los ojos de todos los asistentes a la sinagoga estaban fijos en él»,
Lucas 4, 20. Esa es la actitud que requiere la palabra proclamada, sentidos
abiertos, corazones disponibles. Pero descubro también que quien toma la
palabra tiene el deber de proclamarla, de testimoniarla, en primera persona. Es
la palabra de Dios quien purifica la mente y limpia el corazón de las
pretensiones que ensucian las relaciones amorosas que comúnmente desarrollamos
a lo largo de nuestra existencia. El camino de liberación, de purificación y
santificación es palabra del Señor, pues dice Dios por boca del profeta: «¿No
es mi palabra fuego o martillo que tritura la piedra?», Jeremías 23, 29. Dios a
través de sus mandamientos humaniza al hombre no lo sobaja ni lo destruye, lo
dignifica.
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