miércoles, 6 de enero de 2016

“…pues tenían la mente embotada”
Marcos 6, 52.
1Juan 4, 11-18; Salmo 71/72, 1-2. 10-13; Marcos 6, 45-52.
Hoy hemos escuchado en el evangelio lo que sucede después de la multiplicación de los panes. La vida discipular es una vida cargada de aventuras, de experiencias que incluso rebasan los límites de la comprensión humana, se tratan de acontecimientos que marcan la vida y que van modelando el corazón de los discípulos. Pero en cada gesto, actitud y acción de Jesús se pone de manifiesto quién es Él. Jesús revela paulatinamente su ser, su misión. Es un gran pedagogo pues tiene paciencia al enseñar y al conducir a sus discípulos al conocimiento de la verdad de su origen. Toda la vida de Jesús es una epifanía de la ternura, de la misericordia, del amor de Dios por la humanidad. ¡Qué grande y bello es nuestro Jesús! Ahora lo veo, y comprendo una “migaja” de lo que Juan expresa en sus cartas: «Nosotros hemos visto, y de ello damos testimonio, que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo», 1Juan 4, 14. Sin esta experiencia del amor de Dios no se puede dar testimonio, pues el testigo es aquel que vio, escuchó, estuvo cerca y vivenció todo cuanto aconteció.
El cristiano puede hacer hoy la experiencia del discipulado junto a Jesús contemplándolo en las narraciones de los evangelios que nos ofrecen Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Jesús no es una invención humana, es alguien real, y podemos tocarlo, por eso se le puede amar, servir y adorar porque es Dios: «Quien confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, permanece en Dios y Dios en él», 1Juan 4, 15. Jesús es Dios porque tiene la misma naturaleza que su Padre: la naturaleza divina. Pero también es el Hijo del Hombre, porque de María tomó la naturaleza humana. Jesús es Dios y Hombre. Una sola Persona (el Hijo Eterno del Padre, la segunda Persona de la Trinidad) en dos naturalezas: divina y humana. No es un semidiós, es Dios verdadero consubstancial al Padre. Jesús tiene dos naturalezas y dos voluntades (divina y humana). Todo esto teológicamente se le llama la Unión Hipostática.
En Jesús, Dios se ha unido totalmente por amor a la humanidad que se hace real aquello que san Pablo nos repite continuamente en sus cartas: «¿quién nos apartará del amor de Cristo?», Romanos 8, 35. Dios ha querido mantener una relación estrecha, íntima y abierta con la humanidad y lo ha querido hacer en Nombre propio, en Jesús de Nazaret. Esta relación de amor que Dios mantiene con la humanidad, es modelo de toda relación entre los hombres, a tal punto, que viviendo la fraternidad los hombres actualizan el amor de Dios, pues se afirma: «A Dios nadie lo ha visto nunca; pero si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor en nosotros es perfecto», 1Juan 4, 12. El amor humano cuando es genuino es epifanía de la presencia de Dios, porque se percibe, se experimenta y se contagia, por eso el propio Jesús dice: «En eso conocerán todos que son mis discípulos, en el amor que se tengan unos a otros», Juan 13, 35. De esto se percibe ya una nota que caracteriza el amor cristiano, la fecundidad de las relaciones, la generación de la vida, que es mucho más que traer hijos al mundo, es apostar más bien por la comunión, por el “clima” de las condiciones necesarias para que toda relación vital pueda nacer, crecer y desarrollarse. Sin los condicionamientos generados por el amor es imposible crecer saludablemente. Sin amor en cambio hay frustración, resentimientos, odio, miedo, muerte.
 El amor humano como el divino está hecho de relaciones, de comunicaciones, de diálogo. El evangelio nos revela cómo Jesús a pesar de ser Dios busca continuamente en el silencio el diálogo con su Padre, y nos enseña así, que quien dice amar y sino busca alimentar la relación a través del diálogo es mentiroso: «se retiró al monte a orar», Marcos 6, 46. Jesús tiene tanto que contar al Padre que no pierde la oportunidad para hacerlo. Podremos imaginar un poco: le habrá contado que se encontró con una multitud que andaba como ovejas sin pastor, tan necesitadas de enseñanza, de fe en la providencia divina. Debió incluso agradecerle porque pudo darles de comer a las cinco mil personas que estaban escuchándolo, Cfr. Marcos 6, 34. 44. Quizás hasta pudo pedirle consejo para actuar conforme a su voluntad. Eso es lo que entiendo con el término orar. Y con la palabra monte la experiencia espiritual por encontrarse con la divinidad, es elevarse un poco de la tierra y acceder a las alturas, pues hay que recordar que el monte es una elevación natural del terreno y exige un poco de ejercicio el subirlo.
Y es precisamente en la relación como los discípulos van conociendo a su Maestro. Hay muchas cosas que no se comprenden inmediatamente y requieren tiempo y espacio, eso es lo que entiendo cuando Lucas dice: «pero María conservaba y meditaba todo en su corazón», 2, 19. Así sucederá con las enseñanzas y hechos que nos narran la vida de Jesús, las cuales se comprenderán mucho mejor después de su resurrección y hasta que él les abra a sus discípulos «la inteligencia para que comprendieran la Escritura», Lucas 24, 45.
La comunidad de los discípulos no está para apacentarse a sí misma, está para remar en el mar, en ese mundo donde las injusticias son vientos fuertes que tratan de paralizar la acción amorosa de Dios, Cfr. Marcos 6, 48. Construir sanas y auténticas relaciones en ese mundo no es fácil pero tampoco imposible, pero hay que rendirse primero al amor de Jesús para poder conquistar ese mundo hostil que no sabe todavía que significa amar cristianamente. Sólo el amor hace a los hombres valientes, arrojados, les desinhibe del temor o del miedo, pues está escrito: «en el amor no hay temor», 1Juan 4, 18. Es la presencia de Dios en la barca de la vida quien capacita a la persona a no tener miedo a amar a pesar del desgaste que pueda existir en las relaciones humanas: «¡Ánimo! Soy yo; no teman. Subió a la barca con ellos y se calmó el viento», Marcos 6, 50.

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