“…pues tenían la mente embotada”
Marcos 6, 52.
1Juan 4, 11-18; Salmo 71/72, 1-2. 10-13; Marcos 6, 45-52.
Hoy hemos escuchado en el evangelio
lo que sucede después de la multiplicación de los panes. La vida discipular es
una vida cargada de aventuras, de experiencias que incluso rebasan los límites
de la comprensión humana, se tratan de acontecimientos que marcan la vida y que
van modelando el corazón de los discípulos. Pero en cada gesto, actitud y acción
de Jesús se pone de manifiesto quién es Él. Jesús revela paulatinamente su ser,
su misión. Es un gran pedagogo pues tiene paciencia al enseñar y al conducir a
sus discípulos al conocimiento de la verdad de su origen. Toda la vida de Jesús
es una epifanía de la ternura, de la misericordia, del amor de Dios por la
humanidad. ¡Qué grande y bello es nuestro Jesús! Ahora lo veo, y comprendo una “migaja”
de lo que Juan expresa en sus cartas: «Nosotros hemos visto, y de ello damos
testimonio, que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo», 1Juan 4, 14.
Sin esta experiencia del amor de Dios no se puede dar testimonio, pues el
testigo es aquel que vio, escuchó, estuvo cerca y vivenció todo cuanto aconteció.
El cristiano puede
hacer hoy la experiencia del discipulado junto a Jesús contemplándolo en las
narraciones de los evangelios que nos ofrecen Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Jesús
no es una invención humana, es alguien real, y podemos tocarlo, por eso se le
puede amar, servir y adorar porque es Dios: «Quien confiesa que Jesús es el
Hijo de Dios, permanece en Dios y Dios en él», 1Juan 4, 15. Jesús es Dios
porque tiene la misma naturaleza que su Padre: la naturaleza divina. Pero también
es el Hijo del Hombre, porque de María tomó la naturaleza humana. Jesús es Dios
y Hombre. Una sola Persona (el Hijo Eterno del Padre, la segunda Persona de la
Trinidad) en dos naturalezas: divina y humana. No es un semidiós, es Dios
verdadero consubstancial al Padre. Jesús tiene dos naturalezas y dos voluntades
(divina y humana). Todo esto teológicamente se le llama la Unión Hipostática.
En Jesús, Dios se
ha unido totalmente por amor a la humanidad que se hace real aquello que san
Pablo nos repite continuamente en sus cartas: «¿quién nos apartará del amor de
Cristo?», Romanos 8, 35. Dios ha querido mantener una relación estrecha, íntima
y abierta con la humanidad y lo ha querido hacer en Nombre propio, en Jesús de
Nazaret. Esta relación de amor que Dios mantiene con la humanidad, es modelo de
toda relación entre los hombres, a tal punto, que viviendo la fraternidad los
hombres actualizan el amor de Dios, pues se afirma: «A Dios nadie lo ha visto
nunca; pero si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su
amor en nosotros es perfecto», 1Juan 4, 12. El amor humano cuando es genuino es
epifanía de la presencia de Dios, porque se percibe, se experimenta y se
contagia, por eso el propio Jesús dice: «En eso conocerán todos que son mis
discípulos, en el amor que se tengan unos a otros», Juan 13, 35. De esto se
percibe ya una nota que caracteriza el amor cristiano, la fecundidad de las
relaciones, la generación de la vida, que es mucho más que traer hijos al
mundo, es apostar más bien por la comunión, por el “clima” de las condiciones
necesarias para que toda relación vital pueda nacer, crecer y desarrollarse. Sin
los condicionamientos generados por el amor es imposible crecer saludablemente.
Sin amor en cambio hay frustración, resentimientos, odio, miedo, muerte.
El amor humano como el divino está hecho de
relaciones, de comunicaciones, de diálogo. El evangelio nos revela cómo Jesús a
pesar de ser Dios busca continuamente en el silencio el diálogo con su Padre, y
nos enseña así, que quien dice amar y sino busca alimentar la relación a través
del diálogo es mentiroso: «se retiró al monte a orar», Marcos 6, 46. Jesús
tiene tanto que contar al Padre que no pierde la oportunidad para hacerlo.
Podremos imaginar un poco: le habrá contado que se encontró con una multitud
que andaba como ovejas sin pastor, tan necesitadas de enseñanza, de fe en la
providencia divina. Debió incluso agradecerle porque pudo darles de comer a las
cinco mil personas que estaban escuchándolo, Cfr. Marcos 6, 34. 44. Quizás
hasta pudo pedirle consejo para actuar conforme a su voluntad. Eso es lo que
entiendo con el término orar. Y con la palabra monte la experiencia espiritual
por encontrarse con la divinidad, es elevarse un poco de la tierra y acceder a
las alturas, pues hay que recordar que el monte es una elevación natural del
terreno y exige un poco de ejercicio el subirlo.
Y es precisamente
en la relación como los discípulos van conociendo a su Maestro. Hay muchas
cosas que no se comprenden inmediatamente y requieren tiempo y espacio, eso es
lo que entiendo cuando Lucas dice: «pero María conservaba y meditaba todo en su
corazón», 2, 19. Así sucederá con las enseñanzas y hechos que nos narran la
vida de Jesús, las cuales se comprenderán mucho mejor después de su resurrección
y hasta que él les abra a sus discípulos «la inteligencia para que comprendieran
la Escritura», Lucas 24, 45.
La comunidad de
los discípulos no está para apacentarse a sí misma, está para remar en el mar,
en ese mundo donde las injusticias son vientos fuertes que tratan de paralizar
la acción amorosa de Dios, Cfr. Marcos 6, 48. Construir sanas y auténticas
relaciones en ese mundo no es fácil pero tampoco imposible, pero hay que
rendirse primero al amor de Jesús para poder conquistar ese mundo hostil que no
sabe todavía que significa amar cristianamente. Sólo el amor hace a los hombres
valientes, arrojados, les desinhibe del temor o del miedo, pues está escrito: «en
el amor no hay temor», 1Juan 4, 18. Es la presencia de Dios en la barca de la
vida quien capacita a la persona a no tener miedo a amar a pesar del desgaste
que pueda existir en las relaciones humanas: «¡Ánimo! Soy yo; no teman. Subió a
la barca con ellos y se calmó el viento», Marcos 6, 50.
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