sábado, 9 de enero de 2016

“Es necesario que él crezca y que yo venga a menos”
Juan 3, 30.
1Juan 5, 14-21; Salmo (149), 1-6; Juan 3, 22-30.
Cuando la humildad hace acto de presencia en la vida relacional de los hombres se da el auténtico crecimiento humano. Muchas heridas se provocan cuando la virtud de la humildad no se vive en una relación de pareja, de amigos, de ambiente de trabajo o de estudio. Sobre todo, cuando no se es capaz de reconocer que el otro posee talentos y actitudes que muy bien pueden enriquecer a quien es capaz de acoger como es debido sus bienes. Por tanto, continúa siendo actual el consejo de Tobit a su hijo Tobías: «Bien, hijo, ama a tus parientes y no te creas más que los hijos e hijas de tu pueblo…porque la soberbia trae perdición e intranquilidad», Tobías 4, 13.
La soberbia nunca camina sola, siempre se manifiesta muy bien acompañada, especialmente de algunas actitudes insanas. La soberbia es buena “amiga” de la envidia, de la celotipia, del elitismo o de la exclusividad que margina y desprecia, de la ostentación del poder, etc., por eso, le hemos escuchado decir a los discípulos de Juan: «Mira, maestro, aquel que estaba contigo en la otra orilla del Jordán y del que tú diste testimonio, está ahora bautizando y todos acuden a él», Juan 3, 26.
Y esta actitud negativa de los discípulos del Bautista respecto al obrar de Jesús, me ha hecho recordar un pasaje donde el mismo Jesús instruye a sus discípulos sobre la humildad y el servicio. Juan, el discípulo amado, interrumpe el discurso de su Maestro y le dice: «vimos a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo, porque no nos sigue. Jesús respondió: No se lo impidan. Aquel que haga un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. Quien no está contra nosotros, está a nuestro favor», Marcos 9, 38-40. Jesús enseña a saber confiar en el prójimo y sobre todo a saber trabajar en equipo. Descubro incluso que quien no es capaz de delegar tareas y responsabilidades porque sabe que las cosas no se harán como las visualiza no sólo no confía en las cualidades de las personas, es un tanto, orgulloso, impositivo y se opone con dicha actitud al crecimiento reciproco de la comunidad.
La respuesta que el Bautista da sus discípulos tiene mucha afinidad con las palabras de Jesús: «Nadie puede apropiarse nada, si no le ha sido dado del cielo», Juan 3, 27. Con ello, se nos da entender que hay cualidades muy humanas, exclusivas de cada persona, actitudes y aptitudes que incluso la persona puede desenvolver durante su desarrollo humano. Pero hay también dones, que son una gracia concedida por la divinidad no para uso exclusivo o vanagloria del sujeto sino para el bien común, para el beneficio de la propia comunidad, como explica san Pablo: «todo para la edificación común», 1Corintios 14, 26. Los discípulos de Juan como los de Jesús, veían sólo competitividad en el anuncio evangélico, pero el Bautista y el propio Jesús veían un servicio muy grato a Dios en la instauración del reino de los cielos. La soberbia y la envidia hacen mirar cortamente a la persona, la enfrascan en el presente, en cambio la humildad enseña a mirar con respeto el pasado y hace disfrutar el presente y ayuda a construir con entusiasmo el futuro.
Juan reconoce que Jesús no es un usurpador, no se ha apropiado nada a la fuerza, ni se ha aprovechado de la fama de otro. Juan reconoce que la labor de Jesús es una obra querida por Dios Padre y de él ha recibido tal misión y Jesús lo confesará cuando dice: «El que los recibe a ustedes a mí me recibe; quien me recibe a mí recibe al que me envío», Mateo 10, 40. Jesús es el Mesías enviado por Dios al pueblo de Israel, y el Bautista así lo atestigua: «ustedes mismos son testigos de que yo dije: “Yo no soy el Mesías, sino el que ha sido enviado delante de él», Juan 3, 28.
El reconocimiento que hace Juan de Jesús como Mesías enviado por Dios, por eso dice: «le ha sido dado del cielo», v. 27 revela la simplicidad del Bautista, él no se complica la existencia, es un hombre con los pies en la tierra, por eso es humilde, sabe su origen y eso le permite reconocer quien es en verdad Jesús. Una persona que no se conoce a sí misma y pretende conocer al otro es un ciego por no decir que es un pretensioso o mentiroso.
El Bautista reconoce que sólo es amigo del Mesías, del auténtico esposo del pueblo de Israel por eso no puede desatar de los pies de Jesús las correas de sus sandalias, (Cfr. Rut 4; Deuteronomio 25, 5-10). Y en otro pasaje de la Escritura afirma: «Yo los bautizo con agua; pero viene uno con más autoridad que yo, y yo no soy digno para soltarle la correa de sus sandalias. El los bautizará con Espíritu Santo y fuego», Lucas 3, 16. Con esto, se señala una diferenciación en el bautismo de Juan y el de Jesús: El bautismo de Juan es de conversión, de renuncia a una vida de pecado y de preparación para recibir la auténtica vida que dará el Mesías de Dios. En cambio, el bautismo de Jesús, es el bautismo que como explicó a Nicodemo nos hace nacer de nuevo y nos introduce en el reino de los Cielos: «Te aseguro que, si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios», Juan 3, 5. Pues es a través del Espíritu Santo que se recibe en el Bautismo de Jesús, como los hijos de los diversos pueblos del orbe son llamados hijos del Dios Altísimo, Cfr. Romanos 8, 15-16.
Juan dice que está lleno de alegría porque su gozo está centrado no en lo que él ha hecho sino en el servicio que prestó a su Mesías, a su Salvador. Y todo lo que realizó no fue en vano, se siente pleno porque se descubre realizado, por eso puede decir: «Es necesario que él crezca y que yo venga a menos», Juan 3, 22. Lo mismo dirá Jesús en la cruz pero con otras palabras: «Todo se ha cumplido. Dobló la cabeza y entregó el espíritu», 19, 30. ¿Te sientes con alegría cuando con tu trabajo y dedicación ayudas a que otro cumpla con su misión? ¿Te experimentas realizado cuando tu jefe, tu hijo, tu alumno, tu esposo o esposa logran sus metas con tu colaboración?


   



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