“¿Por
qué citas mis preceptos y hablas a toda hora de mi pacto, tú que detestas la
obediencia y echas en saco roto mis mandatos?”
Salmo
49/50, 16-17.
1Samuel 15, 16-23; Salmo 49/50, 8-9. 16-17. 21. 23; Marcos 2, 18-22.
«¿Por qué citas mis preceptos y
hablas a toda hora de mi pacto, tú que detestas la obediencia y echas en saco
roto mis mandatos?», Salmo 49/50, 16-17 pregunta esta noche Yahvé a Ti, a mí, a
su pueblo en general. Se trata de una pregunta provocativa, que confronta, y
que busca re-orientar la vida del creyente en dos aspectos: el culto y el
testimonio.
Respecto al culto:
«No voy a reclamarte sacrificios, dice el Señor, pues siempre están ante mí tus
holocaustos», v. 8. En primer lugar, el Señor no reclama sacrificios porque Él
no se alimenta de ello, no depende su existencia y su poder o su majestad o
gloria de los sacrificios que el hombre pueda ofrecerle. Dios existe, aunque haya
ateos, es decir, Dios precede al hombre y a su razón o imaginación. En segundo
lugar, si Dios tuviera hambre tomaría de lo que es suyo, por eso afirma: «si yo
tuviera hambre, no te lo diría a ti, pues el mundo es mío, con todo lo que hay
en él», v. 12. Pero Dios no se alimenta de la sangre sacrificada de los
animales por eso a continuación agrega: «¿Acaso me alimento de carne de toros,
o bebo sangre de machos cabríos?», v. 13. Dios no prolonga su existencia por
medio de los alimentos el hombre en cambio sí lo hace.
¿Qué
sentido tiene entonces el sacrificio? Y el Salmista nos
responde: «¡Sea la gratitud tu ofrenda a Dios; cumple al Altísimo tus promesas!»,
v. 14. Como si el Señor nos estuviese diciendo, reconoce quien soy Yo, no soy
un hombre, soy Tú creador, al que le debes no sólo tu existencia si no todo
cuanto tienes, aunque lo hayas trabajado arduamente recuerda que yo te di
inteligencia, una razón, un corazón que late sin cesar. Yo soy el que te
sostengo, aunque no me veas y lo reconozcas. Hermanos: la persona que se abre a
la gratuidad tiene la posibilidad de experimentar la dicha y no se frustra tan fácilmente
como quien espera que se le dé algo porque cree merecer.
Ahora, el
sacrificio no es de retribución, es decir, yo le doy al Señor esto para que Él
me de aquello que le pido. Eso no es cumplir las promesas del Señor. Cumplir
los votos al Señor es permanecer en la fidelidad, es hacer valedera nuestra condición
de filiación, es decir, de vivir continuamente todos los días de la vida como
auténticos hijos de Dios. El hecho de ser hijo de Dios debe ser la mayor alegría,
la más grande motivación para que siempre nuestra alabanza se eleve en su
honor. Ese es el sentido de una auténtica gratuidad, el hecho de sentirse
amados por Dios, a tal grado que nos llame hijos.
Y es precisamente
la condición filial, de ser hijos de Dios, lo que debe impulsar al hombre de fe
a vivir una vida digna de los hijos de Dios. Este es el segundo aspecto del
culto: el testimonio. Hermanos: de qué le sirve a un hijo llevarle flores a su
madre el día que celebramos “el día de la madre” si los otros 364 días que
restan del año, le saca “canas verdes”, no la respeta, ni la escucha, ni le
apoya, ni le obedece. El testimonio exige rectitud de la conciencia y coherencia.
La rectitud de la
conciencia evoca la verdad mientras que la coherencia, un equilibrio lógico
entre los pensamientos, las palabras y las obras. Entonces ¿cómo se atreve el creyente ofrecer sacrificios al Señor si su
conciencia no es recta y ni está apegada a la verdad? ¿cómo pretende el
creyente agradar al Señor si no hay concordancia entre lo que razona, habla y
pone por obra? Por eso el Señor
dice: «¿Por qué citas mis preceptos y hablas a toda hora de mi pacto, tú que
detestas la obediencia y echas en saco roto mis mandatos?», Salmo 49/50, 16-17.
El hombre a veces
con su ofrenda pretende callar o comprar el silencio de Dios, para que se
olvide de sus fechorías. Es fácil decir “Dios te ama” pero manifestar con
nuestras actitudes que Dios ama al prójimo eso es “harina de otro costal”. Por
eso, el culto será verdadero si el creyente no sólo vive su condición filial
sino también el sentido de fraternidad, pues el culto a Dios no es sólo privado
sino también público o comunitario, eso es precisamente lo que significa la
palabra liturgia: “Culto público”.
Y a eso hemos
venido esta noche, a testificar, a vivir un culto público. Gira a tu alrededor
y ve cuantos hermanos tienes en la fe. Ellos te conocen y es posible que se
encuentren más de una vez en los espacios públicos, incluso con tus vecinos o
compañeros de trabajo que no están esta noche aquí pero que saben que eres
sumamente una persona religiosa. ¿Creerán
en tu culto a Dios y los convencerás con tu testimonio de fe?
Creo que conviene
entonces vivir nuestra condición filial y fraternal, para que el culto sea
agradable a Dios pues dice: «Si ves a un ladrón, disfrutas con él, con los adúlteros
te deleitas. En tu boca fraguas la maldad, con la lengua urdes engaños; te
sientas a murmurar de tu hermano a chismorrear del hijo de tu madre. Tú haces
esto, ¿y yo tengo que callarme? ¿Crees acaso que yo soy como tú? No, yo te
reprenderé y te echaré en cara tus pecados», vv. 18-21.
Hermanos: el Salmo
(49) /50 es un pleito judicial entre Dios y su pueblo, pero no es un pleito
para castigar o condenar a quien ha errado y pecado, es un salmo que pretende más
bien, re-orientar la vida del hombre de fe, no sólo en su aspecto religioso o
cultual sino en todos los ámbitos de la vida misma pues la vida del hombre es
completamente relacional. No hay auténtico culto a Dios si no le amamos a Él en
el prójimo ya que el mandamiento más grande que tenemos los cristianos es la de
vivir el mandamiento del amor.
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