lunes, 18 de enero de 2016

“¿Por qué citas mis preceptos y hablas a toda hora de mi pacto, tú que detestas la obediencia y echas en saco roto mis mandatos?”                                                                                 
Salmo 49/50, 16-17.
1Samuel 15, 16-23; Salmo 49/50, 8-9. 16-17. 21. 23; Marcos 2, 18-22.

«¿Por qué citas mis preceptos y hablas a toda hora de mi pacto, tú que detestas la obediencia y echas en saco roto mis mandatos?», Salmo 49/50, 16-17 pregunta esta noche Yahvé a Ti, a mí, a su pueblo en general. Se trata de una pregunta provocativa, que confronta, y que busca re-orientar la vida del creyente en dos aspectos: el culto y el testimonio.
Respecto al culto: «No voy a reclamarte sacrificios, dice el Señor, pues siempre están ante mí tus holocaustos», v. 8. En primer lugar, el Señor no reclama sacrificios porque Él no se alimenta de ello, no depende su existencia y su poder o su majestad o gloria de los sacrificios que el hombre pueda ofrecerle. Dios existe, aunque haya ateos, es decir, Dios precede al hombre y a su razón o imaginación. En segundo lugar, si Dios tuviera hambre tomaría de lo que es suyo, por eso afirma: «si yo tuviera hambre, no te lo diría a ti, pues el mundo es mío, con todo lo que hay en él», v. 12. Pero Dios no se alimenta de la sangre sacrificada de los animales por eso a continuación agrega: «¿Acaso me alimento de carne de toros, o bebo sangre de machos cabríos?», v. 13. Dios no prolonga su existencia por medio de los alimentos el hombre en cambio sí lo hace.
¿Qué sentido tiene entonces el sacrificio? Y el Salmista nos responde: «¡Sea la gratitud tu ofrenda a Dios; cumple al Altísimo tus promesas!», v. 14. Como si el Señor nos estuviese diciendo, reconoce quien soy Yo, no soy un hombre, soy Tú creador, al que le debes no sólo tu existencia si no todo cuanto tienes, aunque lo hayas trabajado arduamente recuerda que yo te di inteligencia, una razón, un corazón que late sin cesar. Yo soy el que te sostengo, aunque no me veas y lo reconozcas. Hermanos: la persona que se abre a la gratuidad tiene la posibilidad de experimentar la dicha y no se frustra tan fácilmente como quien espera que se le dé algo porque cree merecer.
Ahora, el sacrificio no es de retribución, es decir, yo le doy al Señor esto para que Él me de aquello que le pido. Eso no es cumplir las promesas del Señor. Cumplir los votos al Señor es permanecer en la fidelidad, es hacer valedera nuestra condición de filiación, es decir, de vivir continuamente todos los días de la vida como auténticos hijos de Dios. El hecho de ser hijo de Dios debe ser la mayor alegría, la más grande motivación para que siempre nuestra alabanza se eleve en su honor. Ese es el sentido de una auténtica gratuidad, el hecho de sentirse amados por Dios, a tal grado que nos llame hijos.
Y es precisamente la condición filial, de ser hijos de Dios, lo que debe impulsar al hombre de fe a vivir una vida digna de los hijos de Dios. Este es el segundo aspecto del culto: el testimonio. Hermanos: de qué le sirve a un hijo llevarle flores a su madre el día que celebramos “el día de la madre” si los otros 364 días que restan del año, le saca “canas verdes”, no la respeta, ni la escucha, ni le apoya, ni le obedece. El testimonio exige rectitud de la conciencia y coherencia.
La rectitud de la conciencia evoca la verdad mientras que la coherencia, un equilibrio lógico entre los pensamientos, las palabras y las obras. Entonces ¿cómo se atreve el creyente ofrecer sacrificios al Señor si su conciencia no es recta y ni está apegada a la verdad? ¿cómo pretende el creyente agradar al Señor si no hay concordancia entre lo que razona, habla y pone por obra?  Por eso el Señor dice: «¿Por qué citas mis preceptos y hablas a toda hora de mi pacto, tú que detestas la obediencia y echas en saco roto mis mandatos?», Salmo 49/50, 16-17.
El hombre a veces con su ofrenda pretende callar o comprar el silencio de Dios, para que se olvide de sus fechorías. Es fácil decir “Dios te ama” pero manifestar con nuestras actitudes que Dios ama al prójimo eso es “harina de otro costal”. Por eso, el culto será verdadero si el creyente no sólo vive su condición filial sino también el sentido de fraternidad, pues el culto a Dios no es sólo privado sino también público o comunitario, eso es precisamente lo que significa la palabra liturgia: “Culto público”.
Y a eso hemos venido esta noche, a testificar, a vivir un culto público. Gira a tu alrededor y ve cuantos hermanos tienes en la fe. Ellos te conocen y es posible que se encuentren más de una vez en los espacios públicos, incluso con tus vecinos o compañeros de trabajo que no están esta noche aquí pero que saben que eres sumamente una persona religiosa. ¿Creerán en tu culto a Dios y los convencerás con tu testimonio de fe?
Creo que conviene entonces vivir nuestra condición filial y fraternal, para que el culto sea agradable a Dios pues dice: «Si ves a un ladrón, disfrutas con él, con los adúlteros te deleitas. En tu boca fraguas la maldad, con la lengua urdes engaños; te sientas a murmurar de tu hermano a chismorrear del hijo de tu madre. Tú haces esto, ¿y yo tengo que callarme? ¿Crees acaso que yo soy como tú? No, yo te reprenderé y te echaré en cara tus pecados», vv. 18-21.
Hermanos: el Salmo (49) /50 es un pleito judicial entre Dios y su pueblo, pero no es un pleito para castigar o condenar a quien ha errado y pecado, es un salmo que pretende más bien, re-orientar la vida del hombre de fe, no sólo en su aspecto religioso o cultual sino en todos los ámbitos de la vida misma pues la vida del hombre es completamente relacional. No hay auténtico culto a Dios si no le amamos a Él en el prójimo ya que el mandamiento más grande que tenemos los cristianos es la de vivir el mandamiento del amor.


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