“Así manifestó su gloria y sus
discípulos creyeron en él”
Juan 2, 11.
Isaías 62, 1-5; Salmo 95/96, 1-3. 7-10; 1Corintios 12, 4-11; Juan 2,
1-11.
El domingo pasado celebrábamos el
Bautismo del Señor Jesús, ahí, se nos reveló la Trinidad, el misterio de
nuestra fe. Escuchamos decir al Padre que Jesús era su Mesías, el que revelaría
a los pecadores su gran misericordia y a los pobres el evangelio de la alegría.
Y nos hizo que comprendiéramos que Jesús es su Hijo Amado, su predilecto en
quien tiene su complacencia. En él actúa el Espíritu Santo, el cual lo revistió
ungiéndolo con gran poder para obrar no sólo milagros sino la entera obra de
Salvación. Ahora Jesús revela su identidad a quienes ha escogido como
discípulos suyos por eso la narración del evangelio que proclamamos concluye de
la siguiente manera: «Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él»,
Juan 2, 11.
El evangelio de
san Juan es de una gran riqueza teológica y, sucede como cuando uno va al mar, se
puede nadar en la superficie, pero nunca ver lo que hay en el fondo. El
evangelio de Juan contiene muchos simbolismos que no conviene dejar pasar si se
quiere comprender en la medida de lo posible el mensaje que desea transmitir el
evangelista. Estamos ubicados en la parte que llamamos “el libro de los signos”
que va desde el capítulo primero al doce y mientras que “el libro de la hora”
inicia en el capítulo trece y concluye en el veinte y al final se nos ofrece un
epílogo.
“El libro de la
hora” es la exaltación de Jesús, su glorificación en la cruz, ahí derrota Jesús
a quien en el paraíso derrotó a nuestros primeros padres en un árbol, por eso
le hemos escuchado decir a Jesús a la Virgen Madre: «Mujer, ¿qué podemos hacer
tú y yo? Todavía no llega mi hora», Juan 2, 4. En cambio, en el “libro de los
signos” Jesús revela paulatinamente su identidad a través de señales
milagrosas, eso para suscitar la fe en él, para que cuando llegase el momento
de “la hora” ninguno se escandalice de él y termine por abandonarlo. La hora de
Jesús es también la hora del cristiano, porque ahí, se percibe o más bien,
queda al descubierto la fidelidad o el tipo de fe que se tiene en el Hijo de
Dios.
El evangelista san
Juan ha querido valerse del amor esponsal entre un hombre y una mujer para
hablar del amor de Dios por su pueblo, de ahí, que en la primera lectura de
esta misa se haya dicho refiriéndose al pueblo de Dios: «a ti te llamarán mi
favorita y tu tierra tendrá marido, porque el Señor te prefiere a ti, y tu
tierra tendrá esposo», Isaías 62, 4. El Señor Jesús es el auténtico esposo de
la Iglesia, y la Iglesia es el pueblo de Dios. Y eso debe ser causa de profunda
alegría, de verdadero gozo y júbilo, pues así «como el esposo se alegra con la
esposa, así se alegrará tu Dios contigo», v. 5. Dios nos mira en Jesús y sonríe,
somos sus hijos, y así como para un padre o madre no hay hijo feo ni malo, así
para nuestro Dios, para él todos somos buenos, un poco testarudos, pero buenos
pues llevamos su impronta, Cfr. Génesis 1, 26-27.
Quisiera ir
desglosando versículo por versículo, pero será en otra ocasión. Ahora quiero
centrar la mirada en el milagro de Jesús y en especial en lo que él les dijo a
los sirvientes: «“Llenen de agua esas tinajas”. Y las llenaron hasta el borde»,
Juan 2, 7. Me asombra el hecho de que Jesús utilice la colaboración humana. Y
comprendo, no hay milagro si el hombre no pone su parte. Dios obra donde encuentra
la generosidad del hombre. No hay milagro sin fe, y recuerdo un pasaje que ha
martillado mi mente durante esta jornada: «viendo Jesús la fe de aquellos
hombres, le dijo al paralítico: hijo, tus pecados te quedan perdonados…Yo te lo
mando: levántate, recoge tu camilla y vete a tu casa», Marcos 2, 5. 10. La Virgen
Madre les había dicho a los sirvientes «Hagan lo que él les diga», Juan 2, 5.
María tenía fe en su Hijo, los sirvientes creyeron en las palabras de Jesús y
llenaron las tinajas hasta el borde. La fe genera intercesión. María intercede
por los esposos que no tenían vino. La labor de los sirvientes es necesaria
para que haya vino añejo, es decir, el vino excelente.
El vino en las
sagradas escrituras tiene un sentido muy positivo, como explica el Salmista: «vino
que alegra el corazón», 103/104, 15. No así la embriaguez. Jesús da el mejor
vino, es decir, la auténtica alegría y la verdadera esperanza. Jesús no
emborracha y nulifica la mente, Jesús colma y satisface el corazón de los
hombres. El vino terreno embota la mente y hace perder suelo, te hace sentir
alegre por unos instantes y al final genera “cruda”, el vino de Jesús no, jamás
hará sentirte avergonzado ni te hará arrastrarte por el suelo, por eso dice san
Pablo: «No se embriaguen con vino, que engendra lujuria, más bien llénense de
Espíritu de Dios», Efesios 5, 18.
He descubierto,
por este pasaje, que Dios desea obrar grande y poderosamente en la vida del
hombre, pero el hombre debería tener su tinaja llena de fe hasta los bordes y
eso puede entristecernos y desesperarnos, al reconocer quizás que nuestra fe es
muy incipiente, pero escucha lo que Jesús dice: «Si tuvieras fe como semilla de
mostaza, dirían a esta morera: arráncate de raíz y plántate en el mar, y les
obedecería», Lucas 17, 6. ¡Señor aumenta nuestra fe en Ti! Sólo así podremos
recuperar la alegría, el gozo, la paz, el amor, la tranquilidad, la dicha, la
felicidad, el perdón, la reconciliación que hemos perdido. ¡Danos Tú el vino
mejor! Y que nuestra vida sea una fiesta al saber que nos amas profundamente.
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