domingo, 13 de diciembre de 2015

“Alégrense siempre en el Señor; se lo repito: ¡alégrense!”
Filipenses 4, 4.
Sofonías 3, 14-18; Isaías 12, 2-6; Filipenses 4, 4-7; Lucas 3, 10-18.
La alegría es lo que caracteriza este III Domingo de adviento. La alegría centrada en la llegada del Rey y Señor de la historia. Su llegada es ante todo restauración y Salvación; el pueblo pecador no tiene nada que temer si se ha arrepentido y se ha esforzado por vivir según los mandamientos del Señor, pues está escrito: «Aquel día no tendrás que avergonzarte de las acciones con que me ofendiste, porque extirparé tus soberbios discursos y no volverás a insolentarte en mi monte santo», Sofonías 3, 11.
Dios viene en Persona a congregar a su pueblo, a vivir con su pueblo, y esto es motivo de alegría y de fiesta. De fiesta porque inicia la inauguración de una nueva época marcada en un primer momento por el hecho de que Dios habitará en medio de su pueblo y esto significa que la anhelada justicia, paz, seguridad y prosperidad no es ya un deseo sino una realidad, por eso el profeta afirma: «El Señor será el rey de Israel en medio de ti y ya no temerás ningún mal», v. 15.
Estos signos que enumeramos precedentemente –la alegría, la justicia, la paz, la seguridad y la prosperidad– y que marcan el inicio de una nueva época no son realidades que estén lejos del alcance de la humanidad. Como tampoco lo es la llegada del Señor. Hay que recordar que el Señor Dios, ya hizo su aparición en la historia de la humanidad, como explica Pablo en la carta a los Gálatas: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley», 4, 4. El movimiento de restauración ya ha iniciado, y sobre todo se hace visible y creíble en aquellos hombres que han escuchado la voz del Señor y han iniciado ya su proceso de conversión.
La alegría entonces radica en el hecho de haberse encontrado con Dios y de sentirse amado y seguro por su presencia, Cfr. Isaías 12, 2. De ese amor profundo de Dios por su creatura borbotea la alegría pues dice el profeta: «Sacarán agua con gozo de la fuente de salvación», v. 3. Así, que conservar o mejor dicho mantener vivo la experiencia amorosa de Dios evitará que la alegría pase hacer un simple sentimiento. La alegría para el cristiano consiste entonces en tener al Señor, “poseer” al Señor, por eso dice san Pablo: «Alégrense siempre en el Señor; se lo repito: ¡alégrense!», Filipenses 4, 4. Y nos da algunos tips que podemos poner en práctica para no perder la alegría en el trajín de la vida:
La primera es orar. Orar en todo momento y circunstancia de la vida. Sobre todo para tener ocupada la mente con ideas positivas y buenas, porque hay situaciones que propician tristeza y melancolía, desilusionan y hacen la vida amarga y pesada, por eso se nos dice: «que la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, custodie sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús», v. 7.
La segunda, es la generosidad que es el ejercicio de la solidaridad cristiana, pues sabemos que: «hay mayor alegría en el dar que en el recibir», Hechos 20, 35. Y a eso nos invita Juan Bautista cuando les dice a la gente: «quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo», Lucas 3, 11.
Tercero, ser justos, “dar a cada uno lo que le es debido” definición clásica de la justicia. Y busca mantener una relación interpersonal sana y buena con todos, garantizando la fraternidad, la convivencia y la paz entre las personas, de ahí que se nos diga: «No cobren más de lo establecido», v. 13.
Decir no a la corrupción, es la cuarta propuesta para mantener la alegría entre los hombres. La corrupción trastorna la convivencia social y crea un clima de inseguridad, de injusticia, de violencia, de miedo. Hace escapar el auténtico sentido de fiesta. El corrupto jamás está tranquilo, pues sabe, que un descuido significaría la ruina por no decir la muerte. Por eso, Juan insiste: «No extorsionen a nadie, ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su salario», v. 14.
La verdad, es la quinta propuesta para mantener la paz de la conciencia y la cordialidad con todos. La falsedad, la mentira, las cosas ambiguas, generan desconfianza y erosionan el tejido familiar y sobre todo el tejido social. La verdad en cambio a puesta por amistades profundas y fuertes. La verdad hace amigos. La mentira enemigos. Por eso, cuando la gente pensaba que Juan Bautista era el Mesías, Él dijo ¡No!, con las siguientes palabras: «pero ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias», v. 16.
La última, es saber escuchar consejos que son un signo de la buena nueva del Señor. En el consejo se busca ante todo el bienestar de la persona. Al Bautista lo iban a escuchar con a grado muchas personas y su lenguaje era duro, pero su intención no era ofender sino ayudar a comprender que se puede vivir haciendo siempre el bien. La prueba de ello son: la gente, los publicanos y los soldados que le preguntan con insistencia: «¿qué debemos hacer?», v. 10.  12. 14.
Hagamos la experiencia de vivir la alegría evangélica, recordando y poniendo en práctica lo que le “vimos” hacer siempre a Jesús. ¡Así sea!

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