“Alégrense siempre en el Señor; se lo repito: ¡alégrense!”
Filipenses 4, 4.
Sofonías 3, 14-18; Isaías 12, 2-6; Filipenses 4, 4-7; Lucas 3, 10-18.
La alegría es lo que caracteriza este
III Domingo de adviento. La alegría centrada en la llegada del Rey y Señor de
la historia. Su llegada es ante todo restauración y Salvación; el pueblo
pecador no tiene nada que temer si se ha arrepentido y se ha esforzado por
vivir según los mandamientos del Señor, pues está escrito: «Aquel día no
tendrás que avergonzarte de las acciones con que me ofendiste, porque extirparé
tus soberbios discursos y no volverás a insolentarte en mi monte santo», Sofonías
3, 11.
Dios viene en
Persona a congregar a su pueblo, a vivir con su pueblo, y esto es motivo de
alegría y de fiesta. De fiesta porque inicia la inauguración de una nueva época
marcada en un primer momento por el hecho de que Dios habitará en medio de su
pueblo y esto significa que la anhelada justicia, paz, seguridad y prosperidad
no es ya un deseo sino una realidad, por eso el profeta afirma: «El Señor será
el rey de Israel en medio de ti y ya no temerás ningún mal», v. 15.
Estos signos que
enumeramos precedentemente –la alegría, la justicia, la paz, la seguridad y la
prosperidad– y que marcan el inicio de una nueva época no son realidades que
estén lejos del alcance de la humanidad. Como tampoco lo es la llegada del
Señor. Hay que recordar que el Señor Dios, ya hizo su aparición en la historia
de la humanidad, como explica Pablo en la carta a los Gálatas: «Al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo
la ley», 4, 4. El movimiento de restauración ya ha iniciado, y sobre todo se
hace visible y creíble en aquellos hombres que han escuchado la voz del Señor y
han iniciado ya su proceso de conversión.
La alegría
entonces radica en el hecho de haberse encontrado con Dios y de sentirse amado
y seguro por su presencia, Cfr. Isaías 12, 2. De ese amor profundo de Dios por
su creatura borbotea la alegría pues dice el profeta: «Sacarán agua con gozo de
la fuente de salvación», v. 3. Así, que conservar o mejor dicho mantener vivo
la experiencia amorosa de Dios evitará que la alegría pase hacer un simple
sentimiento. La alegría para el cristiano consiste entonces en tener al Señor,
“poseer” al Señor, por eso dice san Pablo: «Alégrense siempre en el Señor; se
lo repito: ¡alégrense!», Filipenses 4, 4. Y nos da algunos tips que podemos poner en práctica para no perder la alegría en el
trajín de la vida:
La primera es
orar. Orar en todo momento y circunstancia de la vida. Sobre todo para tener
ocupada la mente con ideas positivas y buenas, porque hay situaciones que
propician tristeza y melancolía, desilusionan y hacen la vida amarga y pesada,
por eso se nos dice: «que la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia,
custodie sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús», v. 7.
La segunda, es la
generosidad que es el ejercicio de la solidaridad cristiana, pues sabemos que: «hay
mayor alegría en el dar que en el recibir», Hechos 20, 35. Y a eso nos invita
Juan Bautista cuando les dice a la gente: «quien tenga dos túnicas, que dé una
al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo», Lucas 3, 11.
Tercero, ser
justos, “dar a cada uno lo que le es debido” definición clásica de la justicia.
Y busca mantener una relación interpersonal sana y buena con todos,
garantizando la fraternidad, la convivencia y la paz entre las personas, de ahí
que se nos diga: «No cobren más de lo establecido», v. 13.
Decir no a la
corrupción, es la cuarta propuesta para mantener la alegría entre los hombres.
La corrupción trastorna la convivencia social y crea un clima de inseguridad,
de injusticia, de violencia, de miedo. Hace escapar el auténtico sentido de
fiesta. El corrupto jamás está tranquilo, pues sabe, que un descuido
significaría la ruina por no decir la muerte. Por eso, Juan insiste: «No
extorsionen a nadie, ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su
salario», v. 14.
La verdad, es la
quinta propuesta para mantener la paz de la conciencia y la cordialidad con
todos. La falsedad, la mentira, las cosas ambiguas, generan desconfianza y
erosionan el tejido familiar y sobre todo el tejido social. La verdad en cambio
a puesta por amistades profundas y fuertes. La verdad hace amigos. La mentira
enemigos. Por eso, cuando la gente pensaba que Juan Bautista era el Mesías, Él
dijo ¡No!, con las siguientes palabras: «pero ya viene otro más poderoso que
yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias», v. 16.
La última, es
saber escuchar consejos que son un signo de la buena nueva del Señor. En el
consejo se busca ante todo el bienestar de la persona. Al Bautista lo iban a
escuchar con a grado muchas personas y su lenguaje era duro, pero su intención
no era ofender sino ayudar a comprender que se puede vivir haciendo siempre el
bien. La prueba de ello son: la gente, los publicanos y los soldados que le
preguntan con insistencia: «¿qué debemos
hacer?», v. 10. 12. 14.
Hagamos la
experiencia de vivir la alegría evangélica, recordando y poniendo en práctica
lo que le “vimos” hacer siempre a Jesús. ¡Así sea!
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