“Saltará como ciervo
el tullido, la lengua del mundo cantará”
Isaías 35, 6.
Isaías 35, 1-10; Salmo 84/85, 9-14; Lucas 5, 17-26.
El profeta Isaías sigue infundiendo
aliento y ánimo a los hombres y mujeres que vuelven del exilio. El pueblo tiene
futuro pero tienen muchas cosas por hacer. Retomar la vida en la propia tierra
no es nada sencillo. Ante sus ojos se desvelará la realidad de una tierra que
habían dejado violentamente cuando fueron llevados como esclavos: una tierra
sin cultivar, casas por restaurar, murallas que levantar, culto por celebrar,
etc. Esa realidad “cruda” puede llenar los corazones de pesimismo y fatalismo
del pueblo.
Por eso, Dios
infunde esperanza por medio de las palabras de Isaías. Quizás las palabras que
utiliza el profeta son muy poéticas, idílicas si se quiere, unas veces toma
ejemplo del campo y otras del cuerpo humano para lograr su misión, pero sus
palabras quieren alentar al pueblo, a que no abandonen su futuro, a que no
vivan lamentándose y lloriqueando como si la situación no pudiese cambiar. El
profeta dice: «el desierto y la tierra reseca se regocijará, el arenal de alegría
florecerá…Fortalezcan las manos débiles, afirmen las rodillas vacilantes. Digan
a los cobardes: sean fuertes, no teman», 35, 3-4.
La experiencia nos
enseña que todo es posible cambiar con esperanza, con sacrificio, con trabajo
arduo, paciente y constante. ¿Cuántas
familias, hombres y mujeres, no han superado las situaciones adversas? ¡Muchas!
La crisis resultó para ellos como una fragua, se curtieron, aprendieron a
sobrevivir, se reconocieron así mismo, ahora saben de lo que son capaces. No
tienen miedo. Y ven la vida con todos sus matices pero reconocen que es bella y
que vale la pena vivirla.
Esta esperanza que
Isaías infunde a su pueblo no consiste en confiar simplemente en las propias
fuerzas. El profeta, más bien, desea que cada hombre y mujer se abran al otro
(Naturaleza), a los otros (al prójimo) y al Absolutamente Otro (Dios). El
pueblo debe aprender a confiar.
Es en la vida
relacional donde el hombre encuentra la oportunidad para crecer, para
prosperar. La vida en comunidad, el sentirse aceptados, amados, valorados para
el desarrollo personal es cosa importante y que no debemos menos preciar. ¿Qué sería de la suerte del paralítico si no
hubiera tenido quien lo llevase y colocase antes Jesús? La oración, es
decir, la intercesión de estos hombres hizo posible la sanidad del paralítico.
Claro ejemplo de que la comunidad puede sostener al débil, al desprotegido, al
que no tiene fuerzas para retomar y rehacer su vida.
Hermanos, la
comunidad está constituida por hombres concretos, no es una masa informe, no es
un grupo de gente si quehacer. Pero no hay que olvidar que es sobre todo una
comunidad de personas que está en camino de perfección, de crecimiento virtuoso
y que juntos desean alcanzar la santidad. Pero que cada uno va respondiendo
personalmente, llevan procesos distintos de vida espiritual porque cada persona
es diferente, única e irrepetible.
Así que, la
persona hace comunidad con todo lo que ella es, con sus cualidades y también con
sus defectos e incluso con sus pecados. Por eso, la comunidad debe tener el
cuidado de no convertirse en obstáculo para quienes buscan a Jesús. Los obstáculos
son los escándalos, la doble vida moral, actitudes negativas que corrompen y distorsionan
la imagen de la Iglesia que configuramos en cada asamblea en la que
participamos y el estilo de vida que asumimos en la cotidianidad de nuestra
historia personal.
Necesitamos
confiar en la comunidad, pero la esperanza a la que profeta desea que su pueblo
se aferre es aquella que puede cambiar la historia personal para bien. Aquella
Esperanza que hace saltar «como siervo el tullido» y hace que la «lengua del
mudo» entone cánticos por las maravillas que Dios hace: «levántate, carga con
tu camilla y vuelve a tu casa», Lucas 5, 24.
Dios desea que el
hombre viva sin cargas ni temores, que camine libremente y se haga responsable
de sus acciones, no le gusta ver a sus hijos postrados y anclados en una
situación que los hace estar paralizados, tullidos, enfermos de cuerpo y alma. Dios
quiere que sus hijos vuelvan a casa pero no fatigados y desilusionados, quiere
que vuelvan a casa pero llenos de entusiasmo, con deseos de continuar
construyendo el proyecto de vida a lado de sus seres queridos. En definitiva,
Dios siempre quiere lo mejor para el hombre.
Pero a veces, el
hombre se niega a reconocerlo, y es necesario, entonces que la comunidad se
ponga a trabajar en la construcción del reino de Dios, y aconseje, predique con
el testimonio de vida, confiesa con nuevas actitudes que Jesús de Nazaret: posee
«la fuerza del Señor para sanar», v. 17 y hacer que comience una nueva vida. Así
sea.
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