“Tú
mismo me preparas la mesa, a despecho de mis adversarios; me unges la cabeza
con perfume y llenas mi copa hasta los bordes”
Salmo 22/23, 5.
Isaías 25, 6-10; Salmo 22/23, 1-6; Mateo 15, 29-37.
La Iglesia de estos tiempos debe
continuar alimentando el cuerpo místico de Cristo, es decir, al pueblo de Dios.
Ese es el reconocimiento que hace la oveja del pastor: «Tú mismo me preparas la
mesa», Salmo 22/23, 5. Y Jesús en el evangelio de san Juan nos indica cuál debe
ser la misión o tarea que debe desempeñar el que ejercita el pastoreo: «El buen
pastor da su vida por las ovejas», 10, 11. Por eso el Salmista agrega: «a
despecho de mis adversarios», Salmo 22/23, 5. Esta misma idea la encontramos en
el evangelio de hoy, vemos a un Jesús que ante la miseria y sufrimiento de su
pueblo los consuela devolviéndoles la salud, el texto dice: «Los tendieron a
sus pies y él los curó», Mateo 15, 30.
Y no sólo les
devuelve la esperanza sino que les hace posible una vida más digna porque les
concede aquello que puede ayudarlos a que no se queden excluidos y puedan
emprender por propia cuenta el destino de sus vidas. Además de que le preocupa
que desfallezcan: «No quiero despedirlos en ayunas, porque pueden desmayarse en
el camino», v. 32. Jesús sana, instruye y da de comer. Tres criterios
pastorales que la Iglesia de hoy no debe dejar de realizar si desea hacer
realidad el proyecto de Jesús.
El proyecto de Jesús
es grandísimo e involucra a sus discípulos, es decir, a quienes comparten su
ideal, pues les dice: «¿Cuántos panes tienen?», v. 34. Así que el proyecto
pastoral de la Iglesia no es una tarea exclusiva de los pastores sino también
de las ovejas (discípulos). Caminar juntos, esa es la obra maestra de Jesús, sólo
en fraternidad es posible construir esperanzas para los desvalidos, eso es ungir
la «cabeza con perfumes», Salmo 22/23, 5.
Este es el reto: los
hombres y mujeres de hoy deben encontrar en la Esposa de Cristo, la Iglesia, un
lugar seguro «para reposar» y refugiarse no sólo de las inclemencias de malos
tiempos sino de quienes buscan hacer daño la integridad de la persona humana,
en este sentido, la Iglesia debe ser voz de quien no tiene voz, promotora creíble
de los derechos humanos, eso es lo que entiendo cuando el Salmista dice: «Tu
vara y tu cayado me dan seguridad», v. 4.
La Iglesia ha sido
congregada no sólo para celebrar sino para vivir anticipadamente lo que el
Salmista expresa con las siguientes palabras: «y llenas mi copa hasta los
bordes», v. 5. Con ello se quiere indicar que la Iglesia es fraternidad y se
hace capaz de devolver a quien ha perdido por la tristeza o las contrariedades
de la vida la alegría y la esperanza, convirtiéndose en «fuentes tranquilas», v. 3 que reparan las
fuerzas, el deseo de vivir y de amar.
Si hoy no quiere
verse relegada o marginada la Iglesia tendrá que cruzar la frontera donde los
hombres y mujeres se encuentran naufragando: «tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos
y muchos otros enfermos», Mateo 15, 30. Está llamada a enjugar «las lágrimas de
todos los rostros» y borrar de «la tierra la afrenta» de sus hijos,
especialmente de los que más sufren y padecen mucha más necesidad, Isaías 25, 8.
Por eso, en este
año, en su mensaje para la jornada mundial del emigrante y del refugiado papa
Francisco pide que la Iglesia sea: Una Iglesia
sin fronteras, madre de todos. Y debe extender por el mundo «la cultura de
la acogida y de la solidaridad, según la cual nadie puede ser considerado inútil,
fuera del lugar o descartable. Si vive realmente su maternidad, la comunidad
cristiana alimenta, orienta e indica el camino, acompaña con paciencia, se hace
cercana con la oración y con las obras de misericordia».
Y sólo así, la visión
del profeta Isaías se hará realizable y en la Iglesia habrá «un festín con
platillos suculentos para todos los pueblos; un banquete con vinos exquisitos y
manjares sustanciosos», 25, 6. Así sea.
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