“El niño iba creciendo y fortaleciéndose,
se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él”
Lucas 2, 40.
1Juan 2, 12-17; Salmo 95/96, 7-10; Lucas 2, 36-40.
«El niño iba creciendo y
fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él»,
Lucas 2, 40 nos refiere Lucas en su evangelio y nos recuerda el papel que juega
la familia en la formación y educación de los hijos. Los padres tienen ese
deber y esa obligación por derecho natural. La responsabilidad de los padres
hacia los hijos es algo connatural. En este punto el cuarto y quinto
mandamientos de la ley de Dios están entrelazados.
«Honra
a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el
Señor, tu Dios, te va a dar», Éxodo 20, 12 expresa de forma positiva el cuarto
mandamiento, indicando los deberes que se han de cumplir para que, en la
familia, en el trabajo, en la escuela, en la ciudadanía existan una armónica
convivencia. Esa armónica convivencia no puede existir sin ciertos valores
tales como: el respeto, la tolerancia, la comprensión, la solidaridad, la
seguridad, la paz, la justicia, el amor, etc.
Este
mandamiento exige reciprocidad y al mismo tiempo magnanimidad. Reciprocidad porque
si deseas que tus hijos te respeten debes enseñarles caritativamente el
respeto, tratándoles con dignidad y buenos modales. De la misma manera el jefe
a sus subordinados, los maestros a sus alumnos, el ciudadano al que ostenta la
autoridad, etc. Magnanimidad, que denota ya el poseer un temperamento noble,
una grandeza de espíritu que le hace que se comporte con generosidad a pesar de
las injurias y las actitudes negativas que puede recibir hacia su persona. Los
hijos están llamados a respetar a sus padres, aunque éstos sean grotescos y
salvajes con ellos, es decir, están llamados los hijos a restablecer la paz
manifestando gran magnanimidad hacia sus padres.
El
Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «el respeto a los padres (piedad
filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su
amor y su trabajo, han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en
estatura, en sabiduría y en gracia», 2215 por eso nos recuerda el libro del
Eclesiástico: «Honra a tu padre de todo corazón y no olvides los dolores de tu
madre; recuerda que ellos te engendraron, ¿qué le darás por lo que te dieron?»,
7, 27-28. El sentido de gratitud brota de haberse experimentado insuficiente y
totalmente dependiente de los padres.
Jesús
niño, necesitó de los pechos de la Virgen Madre para su alimentación, del
cariño y cuidados necesarios para crecer sano y salvo. Pero José jugó un papel
importantísimo, pues su sola presencia era ya garantía de estabilidad
emocional, de seguridad, protección, y con su trabajo proporcionó todos los
condicionamientos necesarios para que el niño Jesús se desarrollara dignamente.
Pero cuando los padres son irresponsables, cuando no tienen en cuenta las
obligaciones que se desprenden de haber concebido un hijo, ¿se despertará en los hijos sentimientos de gratitud o no será más bien
de resentimientos, amarguras y hasta desprecio y odio? Sin los sentimientos
de gratitud, hermanos, será difícil que los hijos den afecto y muestren respeto
filial con docilidad y obediencia, aunque se les exija eso por el simple hecho
de vivir todavía en casa. La cosa se torna difícil y el ambiente es ríspido porque
no hay paz. Y si no hay respeto filial tampoco habrá buenas relaciones entre
hermanos y hermanas y qué decir todavía de la comunidad en la que comúnmente se
habita.
Por
otra parte, no hay que olvidar que la sabiduría humana se adquiere a través de
las relaciones interpersonales. Jesús se “llenaba de sabiduría” porque José y
María le enseñaban adecuadamente según sus posibilidades. No me quiero imaginar
la presión que sentían y la gran responsabilidad que había caído sobre sus
hombros al ser conscientes que Dios había colocado en sus propias manos a su
Amadísimo Hijo. Y sigue siendo semejante la cosa, Dios continúa colocando en el
seno de las familias, su “imagen y semejanza”, porque todo hombre, toda mujer
que viene al mundo llevan la impronta de su creador, así que Dios espera que
cada hombre, cada mujer alcance la medida de su Hijo Jesús.
Con
los ejemplos sabios de los padres los hijos crecen y se robustecen, pero hay
todavía un papel más que desempeñar con gran esmero y dedicación, para que en los
hijos también actúe copiosamente “la gracia de Dios”, es decir, que se cultive
una amistad sana, duradera, honesta y recta con Dios. Y esa es tarea también de
los padres. Y para evitar que esa relación amorosa con Dios se distorsione, se
fracture o se corrompa es necesario atender la exhortación que el Apóstol Juan
nos dice en la primera lectura: «no amen al mundo ni lo que hay en él. Si
alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él», 1Juan 2, 15. En otras
palabras no deben vivir los padres mundanamente, no se deben corromper ni
contaminar por la mundanidad de este mundo, hay que desterrar y arrancar de raíz
«las pasiones desordenadas…, las curiosidades mal sanas y la arrogancia del
dinero», v. 16 pues estas ensucian la mente, generan sentimientos vanos y obras
malas.
Grandes
tareas tienen los padres y el Señor lo sabe por eso les auxilia y apremia a que
vivan santamente.
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