“En mí está toda la gracia del
camino y de la verdad, toda esperanza de vida y de virtud”
Sirácide (Eclesiástico) 24, 18.
Sirádice (Eclesiástico) 24. 23-31; Salmo 66/67, 2-3. 5-6. 8; Gálatas 4,
4-7; Lucas 1, 39-48.
Hoy al celebrar la festividad de la
Virgen Madre, en su advocación de Guadalupe, celebramos la gran misericordia de Dios. La Guadalupana se ha convertido en un
signo materno del amor de Dios. La maternidad de María de Nazaret resplandece
como luz de medio día cuando se la ubica en su marco adecuado: la misericordia de Dios Padre. Pues es Él
quien ha tenido el beneplácito de cumplir con sus promesas a su pueblo, y quien
ha querido que su Hijo tomara naturaleza humana, como bien enseña Pablo: «envió
Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley», Gálatas 4, 4.
Si Dios ha deseado
para su Hijo una Madre humana, Él mismo se ha encargado de crearla y de
enriquecerla con todos aquellos dones que según sus designios convenía plenamente
a la salvación de los hombres. Todos esos dones que concedió a María, la madre
de Jesús, revelan claramente la sabiduría divina. De ahí, que la Sabiduría diga
de sí misma: «mis flores son producto de gloria y de riqueza», Sirácide 24, 23.
María es la flor de Dios. Y Dios es al mismo tiempo Riqueza y Gloria. Dios derrocha
abundantemente en María riqueza y gloria, por eso el Ángel Gabriel le dijo: «Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo», Lucas 1, 28. Y la sabiduría lo
confirma cuando dice: «En mí está toda la gracia», Sirácide 24, 18.
María, llena de la
sabiduría de Dios, sabe lo que Dios ha realizado en ella, como se ha volcado
Dios, derrochando “riqueza y gloria”, por eso dice: «porque puso sus ojos en la
humildad de su esclava», Lucas 1, 48.
Por eso, el papel
de María es, ha sido y siempre será resaltar jubilosamente la gran misericordia
de Dios, no sólo en Ella sino lo que significa eso para la naturaleza humana, o
mejor dicho, para la humanidad: «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena
de júbilo en Dios, mi salvador», v. 46-47. María es la primera redimida, salvada; Ella es
el paradigma de los hijos de Dios. Los hijos de Dios serán enriquecidos y glorificados
gracias a su Salvador, Jesús de Nazaret, por eso explica san Pablo: «y siendo
hijo, eres también heredero por voluntad de Dios», Gálatas 4, 7. Herencia que
recibes gratuitamente en el Hijo de Dios, Jesús de Nazaret, Hijo también de María
según la carne.
Por eso, al celebrar
a la Guadalupana es festejar la misericordia de un Dios que ha decidido por
amor restaurar la naturaleza caída del hombre como consecuencia del pecado
original. Y esto es lo que la Virgen Madre resalta y comunica a Juan Diego: «Sabe
y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen
Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive», Nican Mopohua.
En Dios hay vida,
vida plena y eterna. Y María se presenta como la embajadora de Dios, Ella,
contará a la humanidad lo que Dios ha realizado en su persona, convirtiéndose
para los hombres en signo de esperanza, de protección y de refugio. Porque Dios
la ha elegido no sólo como madre de su Hijo, sino también de los hermanos de su
Hijo Santísimo, pues Pablo afirma: «puesto que ya son ustedes hijos», v. 6.
Es hermoso pensar,
en el hecho, de que no estamos solos, no somos huérfanos, tenemos Madre, bella
y santa, pura y sin mancha. Pero también tenemos Padre y uno muy misericordioso.
Y sobre todo tenemos un gran Hermano, Jesús. Tenemos una bella familia y todo
gracias al Espíritu de Dios que se ha derramado no sólo en María y en Jesús
sino también en cada ser humano: «Dios envió a sus corazones el Espíritu de su
Hijo, que clama: “¡Abbá!, es decir, ¡Padre!», Ibíd. Y todo esto es obra del
amor misericordioso de Dios.
Y si María, la
madre del Señor Jesús, se ha convertido en la embajadora de la misericordia del
Padre, ¿qué hemos de realizar los hijos de Dios, todos aquellos que hemos
recibido el Espíritu de su Hijo y que el Padre ha enviado? Porque como bien
confesamos, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y con ellos recibe
adoración y gloria.
Hemos de
manifestar también el rostro misericordioso de Dios a cada hombre y a cada
mujer de hoy como lo sigue haciendo María de Nazaret en su advocación de
Guadalupe. ¡Así sea!
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