miércoles, 16 de diciembre de 2015

“Ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él”
Mateo 21, 32.
Sofonías 3, 1-2. 9-13; Salmo 33/34, 2-3. 6-7. 17-19. 23; Mateo 21, 28-32.

Estamos, dicen los expertos, viviendo la era de la imagen. Se explota el sentido de la vista, pues dicen “de la vista nace el amor”. Se ve lo agradable y placentero, de lo chusco se hace mofa, ante lo desagradable, real o verdadero rápidamente se da “click” a la siguiente página. Con una imagen “entiendes”. La imagen nos ahorra tiempo y esfuerzo. Y todo termina en un “like” o en un no me gusta. Pero las palabras, las letras, cansan y lastiman la conciencia. Las palabras aunque escritas tienen vida y potencialidad, producen cambio en el estado de ánimo del que escucha. Al hombre le gusta ver y oír pero lo hace regularmente de manera disociada por eso no reflexiona, sino que actúa y luego se lamenta. Por eso Jesús les dice a los sumos sacerdotes, a los ancianos y al pueblo de Israel: «ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído» en la predicación de Juan el Bautista.
¡Cuántos consejos han dado los padres a sus hijos! ¡Cuántas predicaciones hemos escuchado y no cambiamos! Acudimos, vemos y oímos, y no sucede nada. Todo sigue igual. Por eso el predicador se lamenta: «Señor, ¿quién creyó nuestro anuncio? No todos responden a la Buena Noticia», Romanos 10, 16. Por la manera en que se vive se puede intuir hacia donde se inclina o se dirige el hombre, y se le puede decir que está a punto de caer en un precipicio y todavía es capaz de no aceptarlo, la experiencia enseña que se puede ser un tanto testarudo aún en la última agonía, por eso Zacarías dice: «pero ellos no me escucharon ni me hicieron caso», 1, 4.
Pareciera que el hombre está destinado a reaccionar hasta que el “agua le llegue a los aparejos”, “no aprende en cabeza ajena”, si escuchara consejos, si se dejará no sólo persuadir sino también instruir, comprendería verdaderamente que “sabe más el diablo por viejo que por diablo”. El reino de Judá ha visto que el reino del norte (Israel) ha sucumbido, ha desaparecido y llevado a esclavitud, como consecuencia de haber abandonado a Dios y seguir una vida a espaldas de los mandamientos del Señor. Y no comprende. Por eso, el profeta Sofonías le dice: «¡Ay de la ciudad rebelde, manchada y opresora!...pero el criminal no reconoce su culpa», 3, 1. 5.
Y sucedió que el reino de Judá llegó a su fin, fue conquistado y reducido a cenizas. Sólo quedará como explica el profeta: «Aquel día, dice el Señor, yo dejaré en medio de ti, pueblo mío, un puñado de gente pobre y humilde. Este resto de Israel confiará en el nombre del Señor. No cometerá maldades ni dirá mentiras; no se hallará en su boca lengua embustera. Permanecerán tranquilos y descansarán sin que nadie los moleste», v. 12-13. El día del Señor, el día en que llamó a juicio a su pueblo, sólo sobrevivió el resto que le fue fiel, que escuchó, se arrepintió y obedeció sus mandatos. Lo mismo sucederá al final de los tiempos cuando el Señor venga en gloria y majestad a juzgar a los vivos y a los muertos. Por eso, recobra mucha importancia lo que Jesús dice a quienes piensan que no han de convertirse o, dichoso de otro modo, a quienes no supieron leer “los signos de los tiempos” y no reconocieron que en la misión de Juan Bautista Dios llamaba a su pueblo a un cambio de vida profundo: «Yo les aseguro que los publicanos y las prostitutas se les han adelantado en el camino del Reino de Dios», Mateo 21, 31.
¡Todos estamos llamados a trabajar arduamente en nuestra conversión a Dios! 

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