“Y su descendencia
te aplastará la cabeza, mientras tú tratarás de morder su talón”
Génesis 3, 15
Génesis 3, 9-15. 20; Salmo 97/98, 1-4; Efesios 1, 3-6. 11-12; Lucas 1,
26-38.
Hoy en el marco de la Solemnidad de
la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, a los cincuenta años de
haberse celebrado el Concilio Vaticano II, fui testigo en la Iglesia Madre de
nuestra diócesis de la apertura del año de la Misericordia. Este año es no sólo
para la Iglesia sino para la humanidad entera un tiempo para volver al Señor
con todo el corazón. Para que juntos constatemos lo que dice el Salmista: «Una
vez más ha demostrado Dios su amor y su lealtad hacia Israel», 97/98, 3.
Sí, el año de la
misericordia, es la constatación del amor profundo que Dios tiene por la
humanidad. Esa misericordia ha venido
acompañando al hombre en su caminar. Dios no dejó que Adán y Eva caminarán a la
deriva, ha intervenido por amor, y lo ha hecho en favor de los hombres, pues, «ha
revelado a las naciones su justicia», v. 2. Lo ha hecho primero, con una
promesa. Una promesa en la que el hombre toma parte activa, pues señala el
deseo de sanar de raíz lo que había sido tocado por el veneno de la Serpiente,
Génesis 3, 17. Es la descendencia de la mujer quien terminará por derrotar y
sanar el corazón ambicioso del hombre. Pero su descendencia, aunque si es “Hijo
del hombre”, no es de la semilla propiamente dicha de algún varón. Es semilla
pero divina. Es Hijo de Dios. Por eso, le escuchamos decir a Pablo en la
segunda lectura: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos
ha bendecido en él con toda clase de bienes espirituales y celestiales»,
Efesios 1, 3. Dios ha revelado su justicia y lo ha hecho en Jesús hijo de María
de Nazaret y, en ella y su descendencia, ha cumplido la promesa hecha a
nuestros primeros padres.
Un segundo acto de
ternura que Dios Padre tiene con nuestros primeros padres es el hecho de que no
los maldice, su furia se desata con el cosmos, del que forma parte la serpiente
y el hombre. La desobediencia de nuestros primeros padres trajo como daño colateral
que la creación entera que dará sometida al yugo del pecado. Por eso explica
san Pablo: «la creación entera gime con dolores de parto» por su salvación, Romanos
8, 22.
Un tercer acto de
cariño veo en el proceder de Dios. Nuestros primeros padres para esconder su
desnudez se habían cubierto con algunas hojas de higuera, Génesis 3, 8. Pero es
en verdad Dios quien le devuelve al hombre su dignidad perdida, quien cubre la
desnudez que el espíritu del mal provocó, es Dios quien restituye su gracia a
los hombres. El texto del Génesis es muy plástico cuando lo dice: «El Señor
Dios hizo unas túnicas de pieles para el hombre y su mujer y los vistió», 3,
21. Y san Pablo nos invita a elevar nuestra voz por esta acción maravillosa del
Padre: «alabemos y glorifiquemos la gracia con que nos ha favorecido por medio
de su Hijo amado», Filipenses 1, 6.
En Jesucristo,
hijo de María, hemos sido elegidos, recuperamos lo que perdimos a causa de
nuestros primeros padres, por él somos «santos e irreprochables» a los ojos del
Padre. Así, pues, la misericordia del Padre se ha venido desenvolviendo a lo largo
no sólo de la historia de la Salvación sino en la misma humanidad en la que se
ha encarnado su querido Hijo. Y cada vez que celebramos la fiesta de la
Inmaculada Concepción celebramos ante todo, la misericordia del Padre, su amor
entrañable por la humanidad. Así sea.
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