martes, 8 de diciembre de 2015

“Y su descendencia te aplastará la cabeza, mientras tú tratarás de morder su talón”
Génesis 3, 15
Génesis 3, 9-15. 20; Salmo 97/98, 1-4; Efesios 1, 3-6. 11-12; Lucas 1, 26-38.
Hoy en el marco de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, a los cincuenta años de haberse celebrado el Concilio Vaticano II, fui testigo en la Iglesia Madre de nuestra diócesis de la apertura del año de la Misericordia. Este año es no sólo para la Iglesia sino para la humanidad entera un tiempo para volver al Señor con todo el corazón. Para que juntos constatemos lo que dice el Salmista: «Una vez más ha demostrado Dios su amor y su lealtad hacia Israel», 97/98, 3.
Sí, el año de la misericordia, es la constatación del amor profundo que Dios tiene por la humanidad.  Esa misericordia ha venido acompañando al hombre en su caminar. Dios no dejó que Adán y Eva caminarán a la deriva, ha intervenido por amor, y lo ha hecho en favor de los hombres, pues, «ha revelado a las naciones su justicia», v. 2. Lo ha hecho primero, con una promesa. Una promesa en la que el hombre toma parte activa, pues señala el deseo de sanar de raíz lo que había sido tocado por el veneno de la Serpiente, Génesis 3, 17. Es la descendencia de la mujer quien terminará por derrotar y sanar el corazón ambicioso del hombre. Pero su descendencia, aunque si es “Hijo del hombre”, no es de la semilla propiamente dicha de algún varón. Es semilla pero divina. Es Hijo de Dios. Por eso, le escuchamos decir a Pablo en la segunda lectura: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en él con toda clase de bienes espirituales y celestiales», Efesios 1, 3. Dios ha revelado su justicia y lo ha hecho en Jesús hijo de María de Nazaret y, en ella y su descendencia, ha cumplido la promesa hecha a nuestros primeros padres.
Un segundo acto de ternura que Dios Padre tiene con nuestros primeros padres es el hecho de que no los maldice, su furia se desata con el cosmos, del que forma parte la serpiente y el hombre. La desobediencia de nuestros primeros padres trajo como daño colateral que la creación entera que dará sometida al yugo del pecado. Por eso explica san Pablo: «la creación entera gime con dolores de parto» por su salvación, Romanos 8, 22.
Un tercer acto de cariño veo en el proceder de Dios. Nuestros primeros padres para esconder su desnudez se habían cubierto con algunas hojas de higuera, Génesis 3, 8. Pero es en verdad Dios quien le devuelve al hombre su dignidad perdida, quien cubre la desnudez que el espíritu del mal provocó, es Dios quien restituye su gracia a los hombres. El texto del Génesis es muy plástico cuando lo dice: «El Señor Dios hizo unas túnicas de pieles para el hombre y su mujer y los vistió», 3, 21. Y san Pablo nos invita a elevar nuestra voz por esta acción maravillosa del Padre: «alabemos y glorifiquemos la gracia con que nos ha favorecido por medio de su Hijo amado», Filipenses 1, 6.
En Jesucristo, hijo de María, hemos sido elegidos, recuperamos lo que perdimos a causa de nuestros primeros padres, por él somos «santos e irreprochables» a los ojos del Padre. Así, pues, la misericordia del Padre se ha venido desenvolviendo a lo largo no sólo de la historia de la Salvación sino en la misma humanidad en la que se ha encarnado su querido Hijo. Y cada vez que celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción celebramos ante todo, la misericordia del Padre, su amor entrañable por la humanidad. Así sea.

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