domingo, 20 de diciembre de 2015

“Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno”
Lucas 1, 44.
Miqueas 5, 1-4; Salmo 79/80, 2-3. 15-16. 18-19; Hebreos 10, 5-10; Lucas 1, 39-45.
En esta IV semana del tiempo litúrgico de Adviento encendemos la última vela de la corona. Y la figura que nos acompañará en nuestro itinerario espiritual hasta navidad es la Virgen Madre. Ella nos enseñará la manera como hemos de disponer el corazón y todos los sentidos para recibir como se debe a su amadísimo Hijo.
«Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno», Lucas 1, 44. El saludo de la Virgen Madre a su parienta Isabel trae a mi memoria aquel pasaje donde Jesús envía a sus setenta y dos discípulos a difundir la Buena Noticia de parte de Dios, hay una recomendación que ha acaparado mi atención y es la siguiente: «Cuando entren en una casa, digan primero: Paz a esta casa», Lucas 10, 5. ¿Dónde lo aprendió Jesús? Sin duda alguna en casa.
El saludo de la Virgen Madre a Isabel es un saludo de Paz. Y eso, me hace comprender que el Hijo de Dios se ha encarnado y su primer cometido es la reconciliación con la humanidad deteriorada por el pecado, por tanto la reconciliación es una forma muy clara de experimentar la paz, así lo confirma el Apóstol cuando dice: «por medio de él quiso reconciliar consigo todo lo que existe, restableciendo la paz por la sangre de la cruz», Colosenses 1, 20. La paz que el Señor ofrece no la podemos encerrar en un concepto, es decir, no la podemos definir sino más bien experimentar.
Cuando Isabel oyó el saludo de María experimentó dos cosas: primero, «la criatura saltó en su seno», Lucas 1, 41. El saludo de María es la paz del Señor o como explica el profeta Miqueas: «él mismo será la paz» 5, 4. María lleva en su vientre al Señor de la paz y con él todas las bendiciones habidas y por haber. Esto me hace estremecer, porque me recuerda el arca de la alianza. Jesús es la eterna palabra del Padre. María lleva en su vientre la palabra viva y eficaz (Hebreos 4, 12). Y el arca de la alianza según nos narra la carta a los Hebreos contenía: «una jarra de oro con maná, la vara florecida de Aarón y las tablas de la alianza» 9, 4. María es la nueva arca de la alianza y así como en otro tiempo el rey David danzó ante el arca de la alianza (2Samuel 6, 14) ahora Juan salta en el seno de María. La paz del Señor se experimenta como jubilo, gozo, que hace bailar, cantar, entrar en movimiento, en verdadera alegría, hace salir de sí.
Segundo, Isabel «quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz» profetizó, Lucas 1, 41s. Antes de que María llegará a visitar a su pariente, el escritor sagrado nos narra que Isabel «durante cinco meses no se dejó ver», v. 23. Una mujer anciana con cinco meses de embarazo despierta curiosidad. Pero el recogimiento de Isabel es de meditación pues se decía: «Esto es obra del Señor. Por fin se dignó quitar el oprobio que pesaba en mí», v. 25 y al reconocer que la vida es un don maravilloso de Dios no puede callar y se exalta en gozo. La paz se experimenta como tiempo de silencio prolongado, que hace sumergirte no en pensamientos viles sino en auténtica contemplación de realidades eternas, donde se reconoce que la mano derecha del Señor está presente y defiende a los que de ante mano ha elegido, Cfr. Salmo 79/80, 18.
La presencia del Señor en la Virgen Madre hace caer en la cuenta a Isabel que aunque ambas son mujeres y que Isabel aventaja a María en edad, María es la favorecida del Señor, la llena de gracia (Cfr. Lucas 1, 31). Pero eso lo reconoce a partir de que fue llena del Espíritu Santo: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre», v. 42. La paz se experimenta como fruto del Espíritu Santo (Gálatas 5, 22) que tiene el corazón de Isabel “ensanchado”, ocupado por el gozo de ser madre y por la presencia del Dios vivo.
La paz se experimenta cuando hay humildad en el corazón del hombre, donde las cualidades y las debilidades están en justo equilibrio, por eso le oímos decir a Isabel: «¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme?», Lucas 1, 43. Evoca un salmo: «Señor, dueño nuestro… ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que te ocupes de él?», 8, 2. 5. El hombre es la criatura “mimada” por Dios al que no puede olvidar; cuando Dios ve al hombre ve su imagen y semejanza (Génesis 1, 26). Y descubrimos así la dignidad que tiene todo hombre a tal punto que su Dios ha bajado a verle. La humildad hace reconocer que no hay mérito alguno en el ser humano y la paz se experimenta como amor tierno de Dios.
No se puede experimentar la paz del Señor sino se cree en su Palabra. Si la palabra no se encarna en el corazón del hombre no hay unción del Espíritu de Dios. La palabra de Dios garantiza la dicha. Isabel dice: «Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor», Lucas 1, 45. María es doblemente dichosa porque escuchó atentamente las palabras que el Señor Dios le dirigió por boca del Ángel y adecuó su proyecto personal de vida según la palabra. Por eso, está escrito: «¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!», 11, 28. Y María dijo: «Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra», 1, 38. La paz se experimenta si uno escucha y vive la palabra de Dios.

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