miércoles, 30 de diciembre de 2015

“En esto tenemos una prueba de que conocemos a Dios, en que cumplimos sus mandamientos”
1Juan 2, 3.
1Juan 2, 3-11; Salmo 95/96, 1-3. 6; Lucas 2, 22-35.
La vida religiosa está a nuestro alcance, el hombre es religioso por naturaleza, siempre le vemos ligado a algo o a alguien. En estos tiempos vemos al hombre adherido a muchas cosas, su ritmo de vida revela incluso hasta una especie de rito o culto. Hay por ejemplo quienes hacen del gimnasio un estilo de vida, le rinden culto al cuerpo, son cuidadosos en su alimentación, en su apariencia y en el tipo de accesorios que utilizan, que visten o calzan. Hay quienes sienten una fascinación tremenda por el trabajo o por el futbol o algún otro pasatiempo (el celular, videojuegos, tv, radio, música, etc.).
El cristiano tampoco está exento de hacer lo mismo, puede hacer que su vida gire en torno a cosas vanas y superfluas. ¡Ojo! No estoy diciendo que hacer ejercicio, alimentarse bien, el trabajar, el tener un rato de esparcimiento no sea justo, necesario y saludable. ¡No! Esa no es mi intención. Lo que intuyo más bien, es el hecho, de que el hombre a veces o la mayoría de las veces se apega a “algo” sin detenerse si quiera a reflexionar adecuadamente, si ese “algo” es esencial o una cosa de la que puede prescindir sin que ponga en peligro su vida. Porque hay cosas que son en verdad fundamentales de las que depende no sólo la vida, el desarrollo de la persona, la propia humanización sino incluso la salvación.
El cristianismo es una religión (porque uno está ligado o adherido conscientemente, no a algo sino a alguien) monoteísta (se cree en un único Dios) y no acepta la monolatría (la adoración a un único Dios, pero aceptando la existencia de otros dioses) ni el politeísmo (muchos dioses). El cristiano le rinde culto, adoración y le sirve a un único Dios en tres personas distintas (Padre, Hijo y Espíritu Santo). El cristiano como explica san Juan debe manifestar con su estilo de vida que pertenece a Cristo, pues de él recibe su nombre y su significado, por eso afirma: «el que afirma que permanece en Cristo debe de vivir como él vivió», 1Juan 2, 6. Cristo vivió siempre amando a todos por igual.
Así que para permanecer en Cristo debemos asumir no sólo su enseñanza sino imitar también sus actitudes por eso escuchamos decir: «en esto tenemos una prueba de que conocemos a Dios, en que cumplimos sus mandamientos», v. 3. Y uno puede preguntarse cuáles y el Señor mismo te responde como lo hizo con el joven rico: «no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no jurarás en falso, no defraudarás; honra a tu padre y a tu madre», Marcos 10, 19. Y te das cuenta de que se trata de los mandamientos antiguos, aquellos que hemos aprendido y memorizado desde pequeños.
No se trata pues como enseña Juan de «un mandamiento nuevo, sino de un mandamiento antiguo, que ustedes tenían desde el principio», 1Juan 2, 7. Pero dirán son muchos o uno solo. Si te fijas bien te darás cuenta que es uno solo pero como repercute en toda la vida, es decir, en las relaciones que el hombre tiene con su prójimo, con su esposa, esposo, con sus padres, hermanos, amigos, conocidos, etc., se convierte en muchos porque pretende iluminar todas las relaciones humanas. Es una única palabra, pero como existen diversas personas con sus variadas formas de vida toca a cada una según sea el estado de vida elegido. Y como cada quien la recibe según su estado de vida al encarnarse en ella lo antiguo pasa y se actualiza y se hace nuevo, por eso agrega san Juan: «Y, sin embargo, es un mandamiento nuevo éste que les escribo», v. 8.
¿De qué mandamiento se trata? Del mandamiento nuevo del amor que se desglosa en dos: amor a Dios y amor al prójimo. No pueden separarse. Se reclaman recíprocamente, por eso Juan enseña: «Si uno vive en la abundancia y viendo a su hermano necesitado le cierra el corazón y no se compadece de él, ¿cómo puede conservar el amor de Dios?», 1Juan 3, 17. Y Jesús enseña que en el amor a Dios y al prójimo depende la ley entera y los profetas (Mateo 22, 40), por eso san Pablo en sus predicaciones decía: «quien ama no hace mal al prójimo, por eso el amor es el cumplimiento pleno de la ley», Romanos 13, 10.
De lo anterior, comprendemos que la verdadera religiosidad, el auténtico cristianismo se manifiesta cuando el hombre, la mujer aman al prójimo como Cristo nos enseñó. En el amor tenemos la prueba, el testimonio convincente y creíble para gritar con todo el corazón que amos a Dios, que le conocemos porque hacemos lo que él nos ha pedido: Amar.
Es el amor quien capacita al hombre para descubrir en la cotidianidad de la vida la presencia del Señor. El amor nos afina, nos hace susceptibles y capaces de experimentar una gama de sentimientos que son al mismo tiempo verdaderos, pero también inexplicables, porque el amor diviniza, el amor convierte, el amor inspira. Sólo así puedo comprender que el anciano Simeón pudo expresar: «porque mis ojos han visto a tu Salvador», Lucas 2, 30.

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