“En esto tenemos una prueba de que
conocemos a Dios, en que cumplimos sus mandamientos”
1Juan 2, 3.
1Juan 2, 3-11; Salmo 95/96, 1-3. 6; Lucas 2, 22-35.
La vida religiosa está a nuestro
alcance, el hombre es religioso por naturaleza, siempre le vemos ligado a algo
o a alguien. En estos tiempos vemos al hombre adherido a muchas cosas, su ritmo
de vida revela incluso hasta una especie de rito o culto. Hay por ejemplo
quienes hacen del gimnasio un estilo de vida, le rinden culto al cuerpo, son
cuidadosos en su alimentación, en su apariencia y en el tipo de accesorios que
utilizan, que visten o calzan. Hay quienes sienten una fascinación tremenda por
el trabajo o por el futbol o algún otro pasatiempo (el celular, videojuegos,
tv, radio, música, etc.).
El cristiano
tampoco está exento de hacer lo mismo, puede hacer que su vida gire en torno a
cosas vanas y superfluas. ¡Ojo! No estoy diciendo que hacer ejercicio,
alimentarse bien, el trabajar, el tener un rato de esparcimiento no sea justo,
necesario y saludable. ¡No! Esa no es mi intención. Lo que intuyo más bien, es
el hecho, de que el hombre a veces o la mayoría de las veces se apega a “algo”
sin detenerse si quiera a reflexionar adecuadamente, si ese “algo” es esencial
o una cosa de la que puede prescindir sin que ponga en peligro su vida. Porque
hay cosas que son en verdad fundamentales de las que depende no sólo la vida,
el desarrollo de la persona, la propia humanización sino incluso la salvación.
El cristianismo es
una religión (porque uno está ligado o adherido conscientemente, no a algo sino
a alguien) monoteísta (se cree en un único Dios) y no acepta la monolatría (la
adoración a un único Dios, pero aceptando la existencia de otros dioses) ni el
politeísmo (muchos dioses). El cristiano le rinde culto, adoración y le sirve a
un único Dios en tres personas distintas (Padre, Hijo y Espíritu Santo). El cristiano
como explica san Juan debe manifestar con su estilo de vida que pertenece a
Cristo, pues de él recibe su nombre y su significado, por eso afirma: «el que
afirma que permanece en Cristo debe de vivir como él vivió», 1Juan 2, 6. Cristo
vivió siempre amando a todos por igual.
Así que para
permanecer en Cristo debemos asumir no sólo su enseñanza sino imitar también sus
actitudes por eso escuchamos decir: «en esto tenemos una prueba de que
conocemos a Dios, en que cumplimos sus mandamientos», v. 3. Y uno puede
preguntarse cuáles y el Señor mismo te responde como lo hizo con el joven rico:
«no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no jurarás en falso, no
defraudarás; honra a tu padre y a tu madre», Marcos 10, 19. Y te das cuenta de
que se trata de los mandamientos antiguos, aquellos que hemos aprendido y
memorizado desde pequeños.
No se trata pues
como enseña Juan de «un mandamiento nuevo, sino de un mandamiento antiguo, que
ustedes tenían desde el principio», 1Juan 2, 7. Pero dirán son muchos o uno
solo. Si te fijas bien te darás cuenta que es uno solo pero como repercute en
toda la vida, es decir, en las relaciones que el hombre tiene con su prójimo,
con su esposa, esposo, con sus padres, hermanos, amigos, conocidos, etc., se convierte
en muchos porque pretende iluminar todas las relaciones humanas. Es una única palabra,
pero como existen diversas personas con sus variadas formas de vida toca a cada
una según sea el estado de vida elegido. Y como cada quien la recibe según su
estado de vida al encarnarse en ella lo antiguo pasa y se actualiza y se hace
nuevo, por eso agrega san Juan: «Y, sin embargo, es un mandamiento nuevo éste
que les escribo», v. 8.
¿De
qué mandamiento se trata? Del mandamiento nuevo del amor que
se desglosa en dos: amor a Dios y amor al prójimo. No pueden separarse. Se
reclaman recíprocamente, por eso Juan enseña: «Si uno vive en la abundancia y
viendo a su hermano necesitado le cierra el corazón y no se compadece de él, ¿cómo
puede conservar el amor de Dios?», 1Juan 3, 17. Y Jesús enseña que en el amor a
Dios y al prójimo depende la ley entera y los profetas (Mateo 22, 40), por eso
san Pablo en sus predicaciones decía: «quien ama no hace mal al prójimo, por
eso el amor es el cumplimiento pleno de la ley», Romanos 13, 10.
De lo anterior,
comprendemos que la verdadera religiosidad, el auténtico cristianismo se
manifiesta cuando el hombre, la mujer aman al prójimo como Cristo nos enseñó.
En el amor tenemos la prueba, el testimonio convincente y creíble para gritar
con todo el corazón que amos a Dios, que le conocemos porque hacemos lo que él
nos ha pedido: Amar.
Es el amor quien
capacita al hombre para descubrir en la cotidianidad de la vida la presencia
del Señor. El amor nos afina, nos hace susceptibles y capaces de experimentar
una gama de sentimientos que son al mismo tiempo verdaderos, pero también
inexplicables, porque el amor diviniza, el amor convierte, el amor inspira. Sólo
así puedo comprender que el anciano Simeón pudo expresar: «porque mis ojos han
visto a tu Salvador», Lucas 2, 30.
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